Soy un solterón divorciado. Desde que me abandonó mi ex he olvidado las benditas rutinas y la mejor versión de mi mismo. Su punto de vista es que soy honesto con todo menos con ella. Ahora vivo en un mundo en el que cada mañana tengo que imaginar lo que sigue. Me he pasado el primer año maldiciendo la puta independencia. Creo que solo el hábito y los errores pueden simular la ilusión de ser felices. En el fondo, libertad y obligación son lo mismo. Demasiado profundo. Detesto desayunar envuelto en un enjambre de planes insólitos, a cual más trivial y absorbente.
Tengo que organizar mis vacaciones de verano. El año pasado me tocó por decreto mi hija Julia de diecisiete años. Alquilé un apartamento en la Costa de la Luz y pasamos el mes de Agosto como todo el mundo, perdiendo el tiempo. Sólo la dejación logró que el tedio de Julia no alcanzara el punto crítico. Sospecho, por lo poco que me cuenta, que mi ex la ata corto pero le da más pasta. Las fuerzas de atracción-repulsión se nivelan. Las eternas proporciones femeninas. Hace unos días me llamó su madre para recordarme que se iban los tres a Croacia. ¿Los tres (pregunté inquieto por mi hija)? Intentó hablarme de mi sucesor pero me negué en redondo. Me exigió vengativa que no llamara a Julia a todas horas porque interfería, según el psicólogo en su proceso de adaptación. ¿El psicólogo de quién? pregunté sin malicia; y me colgó. En fin, lo reconozco, puedo superar los celos pero no el resentimiento.
¡Vacaciones de riesgo! me sugirió en la piscina un viudo sesentón amigo mío. Helarte en el Polo, mosquitos del Amazonas, visita a Chernóbil, bucear entre tiburones, lanzarte en paracaídas... Chorradas. Este año he preferido una variante del llamado “turismo temático”, una tendencia surgida, por supuesto, en las agencias francesas de viaje, esos centros de poder descritos por Michel Houllebecq en su novela Plataforma. Para empezar, he contratado en la página j'adorelescontrastes.fr lo que llama “una estancia abierta”, lo cual quiere decir que al elegir el paquete no te obligan a cerrar el tema. Además de las opciones que aparecen en la web te aguardan otras tan buenas o mejores. Secreto, curiosidad (¡buena idea, voto a tal!). Pagas una entrada y, después, en la Agencia de la rue de Rivoli, te informan a fondo y decides sobre la marcha la opción que te interesa. Por supuesto, el curso presencial lo pagas aparte. A primera vista, la página ofrece sabrosas propuestas (cito algunas literalmente): pistolero en un pueblo del salvaje oeste, pretoriano de Nerón en la Roma imperial, líder estudiantil en el Mayo del 68, campeón mundial de los pesos medios o miembro de la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial… Las opciones que más me tiraban, dentro del tópico Paris me manque! (imposible de traducir), eran las de vagabundo en la Belle époque (agradable sorpresa) o poetastro en la Bohème de fin de siglo. La única condición es hablar francés. Con cierto humor, la monitora del curso nos reiteró que a partir de ahora los insultos en los salones de la frontera o los requiebros en las mancebías del Tíber se oirán en la lengua de Voltaire.
¡Vacaciones de riesgo! me sugirió en la piscina un viudo sesentón amigo mío. Helarte en el Polo, mosquitos del Amazonas, visita a Chernóbil, bucear entre tiburones, lanzarte en paracaídas... Chorradas. Este año he preferido una variante del llamado “turismo temático”, una tendencia surgida, por supuesto, en las agencias francesas de viaje, esos centros de poder descritos por Michel Houllebecq en su novela Plataforma. Para empezar, he contratado en la página j'adorelescontrastes.fr lo que llama “una estancia abierta”, lo cual quiere decir que al elegir el paquete no te obligan a cerrar el tema. Además de las opciones que aparecen en la web te aguardan otras tan buenas o mejores. Secreto, curiosidad (¡buena idea, voto a tal!). Pagas una entrada y, después, en la Agencia de la rue de Rivoli, te informan a fondo y decides sobre la marcha la opción que te interesa. Por supuesto, el curso presencial lo pagas aparte. A primera vista, la página ofrece sabrosas propuestas (cito algunas literalmente): pistolero en un pueblo del salvaje oeste, pretoriano de Nerón en la Roma imperial, líder estudiantil en el Mayo del 68, campeón mundial de los pesos medios o miembro de la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial… Las opciones que más me tiraban, dentro del tópico Paris me manque! (imposible de traducir), eran las de vagabundo en la Belle époque (agradable sorpresa) o poetastro en la Bohème de fin de siglo. La única condición es hablar francés. Con cierto humor, la monitora del curso nos reiteró que a partir de ahora los insultos en los salones de la frontera o los requiebros en las mancebías del Tíber se oirán en la lengua de Voltaire.
En el hotel, después de leerme otra vez el folleto del curso, descarté convertirme en mendigo. Demasiada farsa. Ropa astrosa de marca, dormir en colchón blando bajo los puentes del Sena, comer en los parques crêpes de cangrejo envueltos en Libération, orinar en las esquinas sin multa o molestar a las figurantes sin que te rompan la cara… Nada invita a disfrutar del reto. Confirmé, por tanto, mi primer impulso: siete días como poeta bohemio a finales del XIX. Probablemente sería lo mismo, pero el papel se acercaba vagamente a mi situación: el abandono, la incertidumbre, las extravagancias de la vida cotidiana. En todo caso, las miserias de los vagabundos me parecieron excesivas. Aun no he llegado a tanto.
El día del comienzo de la estancia, la Agencia nos citó en su sede central. Los inscritos en la sección Eventos modernos esperábamos sentados en la sala multiusos, un salón con collages en serie, mojiganga decó y música ambiental. Un gerente vestido con traje blanco, tras una bienvenida chispeante con quesos y paté, sacó un folio y anunció con voz de mando:
- Los que han escogido la opción “Bohemia”, acompáñenme, por favor. Pero antes voy a leer la asignación de roles: Marcel, el pintor, será…, Schaunard, el músico será a su vez… y, finalmente, el poeta Rodolphe le ha tocado a... Sabrán de los demás en su momento. Un minibús aparcado en la puerta les conducirá a la buhardilla donde se alojarán. Al salir, no se olviden de recoger una maleta con su nombre. Dentro encontrarán, entre otros útiles, el atuendo que les corresponde y las instrucciones para familiarizarse con el personaje. ¡Incluso encontrarán una loción antipiojos! (largó el cretino). También unos vídeos que obviamente no verán hasta que vuelvan a la vida burguesa, si es que vuelven. A partir de este momento les espera (cambio al registro teatral) la felicidad en la miseria, el amor en el rechazo, la libertad en las cadenas. Como dice el refrán: ¡Sarna a gusto no pica! (interpretación discutible del dicho francés). Dentro de una semana, si antes no se han ido a un buen hotel, los sacaremos de su madriguera. ¡Viva la bohemia! Coraje y hasta pronto.
Después de una ascensión sofocante llegamos a la buhardilla en el sexto piso. Cuando recobramos los pulsos, Marcel abrió la puerta que crujió y pasamos a una amplia pieza cuadrada bajo un techo grasiento de cuatro metros en su punto más alto; la luz entraba por una cristalera corrida desde la que se veían los tejados del París. Estábamos en algún rincón del barrio latino. Junto a la pared de la derecha había una estufa de tubos. En el centro, una enorme mesa redonda sin mantel ni macetas. Enfrente, una estantería con tres baldas llenas de libros de poesía, partituras polvorientas y apuntes de teatro. En la pared de la izquierda, un armario de dos cuerpos con telas a medio terminar, una paleta usada, pinceles sucios y un caballete desmontado. Si no hubiéramos estado en Agosto, el frío nos habría matado. Dejamos los bártulos en el suelo. Nos cambiamos en las celdas, entramos al lavabo y volvimos al salón. ¿Y ahora qué, dijo Schaunard, a correr al campo? O a contar los frailes del convento, añadió Rodolphe; por si falta alguno, completó Marcel.
De pronto, oímos una dulce melodía de soprano. Triste, cálida, insinuante. Atrapados, nos miramos y al instante salimos por la puerta a empujones. La voz venía del piso de abajo. Llamamos con golpes suaves, aunque no fue el hada madrina quien nos recibió sino un tipo vestido con esmoquin, alto, barbudo, musculoso.
- Le barbu. Salut les artistes ! Si vous voulez connaître la mignonnette, vous devez payer un prix supplémentaire. Ces sont les clauses additives du contrat. Vous ne lisez jamais les petites lignes ?
- Marcel. Tu plaisantes ? C’est une escroquerie quand même !
- Rodolphe. Oh là là, c’est une prostituée ! (Rappelez-vous s'il y avait des préservatifs dans la boîte?).
- Schaunard. D’abord, nous voudrions la voir et après on verra…
- Le barbu. Oubliez les disputes, elles ne servent à rien.
De l'intérieur on entend une mélodie délicieuse : Sì, mi chiamano Mimi !
Ensuite, une femme dans la quarantaine, teinte, dodue, plantureuse apparaît dans mini-jupe montrant ses cuisses pleines.
- Marcel. Je m’en vais.
- Rodolphe. Moi aussi, j’ai besoin de l’air de Paris. Tout à fait!
- Schaunard. Je reste ici, l’aventure, c’est l’aventure. Je préfère bavarder un petit peu avec ce mondain et sa protégée. Il est, à n’en pas douter, un véritable mécène. Plus tard nous nous verrons dans le Café Momus pour faire la fête au quartier Latin. C’est la vie. A plus, les copains…
(À suivre)
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