Ahora todo el mundo, desde jóvenes de veinte o menos, matrimonios treintañeros, jubilados añejos y ancianos del último viaje, visita los lugares más recónditos del mundo. Este fenómeno global ha sido denominado, como no, por los franceses, Les nouveaux voyageurs (los nuevos viajeros). Obviamente las causas son múltiples y hay que buscarlas en las facilidades de información y contratación mediante las nuevas tecnologías que permiten ir al faro del fin del mundo desde tu portátil, a la proliferación de vuelos low cost o a las ofertas tentadoras de hoteles y apartamentos en temporada baja. También al éxito en la tele de los documentales dedicados a enseñarnos las maravillas de lugares exóticos (un ejemplo es el canal Viajar). Y, sobre todo, al surgimiento de una nueva forma de vitalismo colectivo, al impulso de ensanchar geográficamente los límites de la vida, un retorno al espíritu del Renacimiento digno de ser estudiado por la psicología de masas. Sin duda esta es la cara más amable de la globalización.
Hay muchas formas de hacer el petate y salir pitando, incluso cargado de niños, al aeropuerto internacional más cercano. Estas son algunas de las opciones del nuevo viajero:
- Las diferentes formas de ecoturismo.
- Los safaris fotográficos en África con “refugios de avistamiento en medio de la jungla”.
- El turismo rural en cabaña o la aventura con mochila y tienda en “los espacios vírgenes”.
- El seguimiento parcial o total de las grandes rutas de los exploradores del siglo XIX incluidas las expediciones polares.
- Los itinerarios antropológicos (visitas a poblados africanos, amazónicos o esquimales).
- Los paraísos isleños del Pacífico sur o los rigores de la Australia profunda…
- Balnearios milagrosos donde al final lo de menos son las aguas termales.
- Estancia mística en monasterios compartiendo los madrugones de los monjes.
- Los increíbles paisajes urbanos de los emiratos árabes.
- El viajero solitario que vaga sin rumbo por los pueblos profundos de un país (o continente), entregado al azar diario de las circunstancias o a los destinos elegidos de pronto mientras acaba de desayunar en un puesto de la calle.
Y por supuesto la vieja Europa. Aquí me voy a referir a los llamados “viajes organizados” del tipo conozca Roma, Florencia y Venecia en una semana. Tales viajes, sean del Inserso o de El Corte inglés, tienen sus ventajas y sus inconvenientes; una de las ventajas es que normalmente salen más baratos que ir por libre (aunque depende del paquete de servicios que contrates); también que te lo dan “todo hecho”, te resuelven los problemas del idioma (el intérprete evita que saques a pasear tu intolerable spanglish) y que metas la pata más de la cuenta en ciertas situaciones por aquello del relativismo cultural y la gran variedad de usos sociales. Pero aquí voy a referirme más bien a los segundos, a los inconvenientes, en una relajada crítica costumbrista de los grupos heterogéneos.
Para empezar, en el ejemplo italiano, viajar no consiste en poner la chincheta a mil por hora en los rincones, restaurantes, tiendas, museos o monumentos que recomiendan con letra capitular las guías de turismo pastoreados por una azafata abanderada que se detiene, pongamos por caso, en ciertos cuadros de una famosa pinacoteca para que el cicerone de la agencia nos empache a sus anchas. Las explicaciones al cabo de un tiempo resultan abrumadoras; a la mayoría se la sudan. Cuando empiezan a aburrirse los menos tímidos deciden intervenir con continuas preguntas. ¿Es cierto que el rey era bisexual? ¿Qué significa el pájaro del árbol que se ve por la ventana del cuadro? ¿Se podían casar los bufones? El cicerone se los quita de encima como puede pero el resultado es prolongar la sesión. Los más avispados desconectan y se desmarcan del grupo. ¡He visto a alguno, sombrero calado y solapas subidas en la sala de al lado con una audioguía! Lo que les espera después, si por ejemplo están en la incomparable Venecia, es una procesión de góndolas en una de las cuales un tenor de medio pelo no deja de interpretar O sole mio y otros aires de verbena a la italiana mientras nuestros compatriotas comen pipas y tiran las cáscaras al canal: el encanto se desvanece.
Cuando el grupo es llevado del ramal a las ruinas de un templo griego, foro romano o excavaciones prehistóricas, el desánimo cunde por doquier tras un vistazo general. Si nos llegan a advertir que los monumentos estaban en ruinas no hubiéramos venido, protesta un cincuentón avinagrado; una idea que no me parece descabellada es colocar maquetas a escala de cómo eran exactamente (policromía y figuritas incluidas, con las respectivas explicaciones breves y dos veces buenas de lo que tenemos delante). Desde los más leídos hasta los más campechanos se beneficiarían del invento. ¡No se han fijado! Al cabo de un cuarto de hora la mayoría, rompiendo la disciplina de grupo, está hacinada en una sala oscura donde se proyecta a uña de caballo una historia insustancial del lugar. El medio es el mensaje. Los jovenzanos encienden porros sin parar. Otros matan el tedio con un safari fotográfico. Lo que importa no es el bello rincón de una callejuela sino la imagen que se enviará por WhatsApp a familiares y amigos; o servirán para conocer por primera vez los rincones que recorrieron. Muchos viajes al extranjero tienen un componente narcisista: estuve en París, cuenta orgullosos en la oficina, sin entrar en más detalles a no ser un aluvión de imágenes de la galería del móvil que a nadie le interesan. El Louvre en la nube de Google.
En la Galería Uffizzi oí al marido de un grupo de franceses refunfuñar alto y claro: j’en ai tout à fait marre! Que en versión libre podría traducirse por ya estoy hasta los c… de este rollo, mirando a su mujer como si ella tuviera la culpa. ¡Iban por la segunda sala dedicada al Duecento y Giotto! Los franceses, en el catálogo de tópicos y estereotipos que los europeos se aplican mutuamente, son como el camembert, un queso que viaja mal. Esto no es ningún obstáculo para que tengan un amplio repertorio de viajes à la mode: turismo sostenible, de intercambio, ético, responsable, solidario, verde, de escapada, etc. Tiempo habrá de armarla.
Otro aliciente de los viajes organizados es conocer gente nueva, relacionarte, ligar. Un bien, no lo dudo, en sí mismo, sobre todo si no tienes compromisos sentimentales y acabas llevándote al huerto al o a la maciza del grupo. Rara vez pasa. Lo que ocurre más bien es que siempre te tropiezas con una pareja de seres sociables por naturaleza (buena gente en cualquier caso) que se te pega por etapas con un interés cada vez más íntimo (e intimidante) que por desgracia no es correspondido. En todas partes coinciden contigo como por ensalmo. Cuanto más insisten menos ganas tienes de contarles tu vida y viceversa. En resumen, una encerrona psicosocial que o bien cortas por lo sano (para ambos lados) o se convierte en un juego del escondite de lo más desagradable. A cierta edad nadie tiene ganas de hacer amigos.
Ir de tiendas suele ser la guerra. Por eso los guías del grupo les indican los barrios de compras más concurridos o los grandes almacenes donde pueden invertir en caprichos y regalos… y después se abren discretamente. A tal hora en tal sitio y que disfruten. El marido se compra como mucho algún souvenir hortera en menos de cinco minutos: un casco de centurión romano, una camiseta del equipo local de fútbol, un bailarín que se mueve al son de la música y que solo funciona en la tienda. Pero su mujer no tiene tanta prisa. Se detiene durante siglos en cada tienda y se embelesa con los detalles más nimios de cualquier mojiganga. Antes de comprar, si es que se decide, compara precios y distingos en las tiendas de tres manzanas. Al cabo de un rato el marido ni entra. (¡No se han percatado de que cuantos más años tienen las parejas más discuten!) El incauto, hechas sus compras relámpago, acompaña a su parienta al principio con ánimo epicúreo, luego estoico, después escéptico y finalmente cínico. Acaba largándose por su cuenta para darse a la bebida hasta la hora de la cita. Después comienza otro calvario de reproches por la fuga. ¿Por qué no hacer cada uno lo que le dé la gana desde el principio? A fin de cuentas ir en grupo lo facilita: los chicos con los chicos y las chicas con las chicas.
Otro aliciente de los viajes organizados es conocer gente nueva, relacionarte, ligar. Un bien, no lo dudo, en sí mismo, sobre todo si no tienes compromisos sentimentales y acabas llevándote al huerto al o a la maciza del grupo. Rara vez pasa. Lo que ocurre más bien es que siempre te tropiezas con una pareja de seres sociables por naturaleza (buena gente en cualquier caso) que se te pega por etapas con un interés cada vez más íntimo (e intimidante) que por desgracia no es correspondido. En todas partes coinciden contigo como por ensalmo. Cuanto más insisten menos ganas tienes de contarles tu vida y viceversa. En resumen, una encerrona psicosocial que o bien cortas por lo sano (para ambos lados) o se convierte en un juego del escondite de lo más desagradable. A cierta edad nadie tiene ganas de hacer amigos.
Ir de tiendas suele ser la guerra. Por eso los guías del grupo les indican los barrios de compras más concurridos o los grandes almacenes donde pueden invertir en caprichos y regalos… y después se abren discretamente. A tal hora en tal sitio y que disfruten. El marido se compra como mucho algún souvenir hortera en menos de cinco minutos: un casco de centurión romano, una camiseta del equipo local de fútbol, un bailarín que se mueve al son de la música y que solo funciona en la tienda. Pero su mujer no tiene tanta prisa. Se detiene durante siglos en cada tienda y se embelesa con los detalles más nimios de cualquier mojiganga. Antes de comprar, si es que se decide, compara precios y distingos en las tiendas de tres manzanas. Al cabo de un rato el marido ni entra. (¡No se han percatado de que cuantos más años tienen las parejas más discuten!) El incauto, hechas sus compras relámpago, acompaña a su parienta al principio con ánimo epicúreo, luego estoico, después escéptico y finalmente cínico. Acaba largándose por su cuenta para darse a la bebida hasta la hora de la cita. Después comienza otro calvario de reproches por la fuga. ¿Por qué no hacer cada uno lo que le dé la gana desde el principio? A fin de cuentas ir en grupo lo facilita: los chicos con los chicos y las chicas con las chicas.
Por último las comidas típicas y los espectáculos guiris de los viajes organizados me recuerdan a Mixomatos el guía y su telaraña de primos en la aventura de Asterix y los juegos olímpicos: el cambista de moneda Calvados, la posada en Atenas de su primo Plexigas, también el conductor de carros Scarfas (hasta los caballos del tiro son primos), el restaurante de su primo Recarabos y para la fiesta de la última noche en Atenas, el mesón de otro de los primos de Mixomatos cuyo nombre no se menciona. Obelix pregunta a Asterix con sana ignorancia si la Acrópolis es también una de sus primas.
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