Recuerdo la viñeta de humor de una revista: en la añeja taberna de un pueblo -mesas y barra reventonas
de paisanos sanotes- se lee detrás del mostrador entre copas limpias, tapas,
jamones y botellas, un cartel bien visible que anuncia: Aquí no tenemos wifi, hablen entre ustedes. Esta gente afortunada estaría a salvo de las jerigonzas que nos rodean: Post, Retweet, Hashtag, Trending topic, Block, Microblogging, Target, Streaming, Memes, Crowdfunding, Timeline,
Crash.... Sin contar con las indescifrables abreviaturas y emoticonos de algunos programas. Si quieren saber más investiguen por su cuenta.
Este podría ser el comienzo del tipo de interacción que se da en Telépolis, la ciudad
digital, o sea, en cualquier rincón del mundo menos en el pueblo del chiste. Me refiero, por supuesto, a
los programas de mensajería instantánea, como WhatsApp o a las archiconocidas
redes sociales, Facebook, Twitter o Instagram. Voy a dejar de lado los aspectos
“normales” de estas aplicaciones y sitios, por ejemplo, enviar por WhatsApp un
mensaje a tus amigos para informarles de que te vas a retrasar diez minutos, o
poner un “me gusta” en Facebook al video de una polka interpretada por la
Filarmónica de Viena en el Concierto de Año Nuevo. Lo útil es útil por más
emplastos verdes que le tiremos a la cara. También lo evidente. Tampoco me voy
a referir a los aspectos más siniestros de la red, como el acoso sexual, sobre
todo a menores o adolescentes, el tráfico de material pornográfico delictivo, especialmente
la criminal pederastia, los timos a los incautos, sobre todo a los más débiles,
que alquilan en vacaciones a precios de saldo apartamentos que no existen o son cuadras, o compran nada en
tiendas de lance que apestan a gatazo. O los insultos groseros que abundan en
ciertos ambientes políticos o deportivos: los primeros machistas y xenófobos,
seguidos de disculpas hipócritas; los segundos con citas en tal sitio para liarse
a cuchilladas. Tampoco nos olvidamos de que las redes son el lugar natural para
los bulos tóxicos, fakes news envenenadas,
anuncios cargantes y vídeos infumables. También resulta especialmente funesta la
venta de medicinas ilegales, pastillas letales o drogas adulteradas. No
interesa. Aunque todo esto junto no es lo peor (y no amuermo más): fuera de nuestras cabezas queda el espionaje global, el Gran Hermano de Orwell en versión superlativa, y la guerra cibernética en sus inagotables versiones...
Una anécdota
personal: los motores de rastreo de los más eficientes buscadores a veces meten
la pata hasta el corvejón. Hace un par de años intenté crear un álbum en mi
nube de Google con imágenes bajadas de internet de una de mis pintoras
favoritas: Tamara de Lempicka. Y lo hice. Como es sabido, muchos de sus cuadros son desnudos femeninos. Antes de una semana recibí un correo conminatorio
de Google afirmando que había utilizado indebidamente imágenes eróticas y que
debía eliminar el álbum. Si no lo hacía o se repetía la infracción cerrarían mi
cuenta. Como en este mundo llevar razón sirve para poco, borré el álbum de la
nube y todos tan amigos. En otras nubes no me han puesto pegas. Moraleja: en
internet hay censura de contenidos, pero abren o cierran la muralla como les da
la gana.
A mí me parece que una de las razones del éxito de los programas de mensajería y de las redes sociales es el efecto de dispersión en las cadenas de comentarios. En la recepción de un mensaje se producen ruidos o interferencias y su sentido inicial cambia, se confunde o se pierde. Decía Woody Allen que la única persona que puede comprender lo que dices es tu psicoanalista después de diez años de diván, suponiendo que te tome en serio. Imagínense en Telépolis: uno dice, el otro dice que dice, el tercero interpreta a su manera a los anteriores, el cuarto cuenta su vida, el quinto hace un resumen de todo y así sucesivamente… No se trata de la majadera “tormenta de ideas” de los psicólogos, sino de una reacción en cadena donde puede pasar cualquier cosa. Si alguien escribe, por ejemplo, “hace demasiado calor en la playa y al final me voy a quemar la espalda”, el quinto comunicante puede sostener algo como esto: “No soporto a los tíos que duermen con calcetines y una bolsa de agua caliente en el culo. Necesitan esa mierda para calentarse y aun así no funcionan”. Los "me gusta" se reparten generosamente. ¿Pero "me gusta" qué?
A mí me parece que una de las razones del éxito de los programas de mensajería y de las redes sociales es el efecto de dispersión en las cadenas de comentarios. En la recepción de un mensaje se producen ruidos o interferencias y su sentido inicial cambia, se confunde o se pierde. Decía Woody Allen que la única persona que puede comprender lo que dices es tu psicoanalista después de diez años de diván, suponiendo que te tome en serio. Imagínense en Telépolis: uno dice, el otro dice que dice, el tercero interpreta a su manera a los anteriores, el cuarto cuenta su vida, el quinto hace un resumen de todo y así sucesivamente… No se trata de la majadera “tormenta de ideas” de los psicólogos, sino de una reacción en cadena donde puede pasar cualquier cosa. Si alguien escribe, por ejemplo, “hace demasiado calor en la playa y al final me voy a quemar la espalda”, el quinto comunicante puede sostener algo como esto: “No soporto a los tíos que duermen con calcetines y una bolsa de agua caliente en el culo. Necesitan esa mierda para calentarse y aun así no funcionan”. Los "me gusta" se reparten generosamente. ¿Pero "me gusta" qué?
Ahí va otra viñeta de prensa
que tiene su miga: en la mesa de un banquete en una boda de alfombra y lámpara
de araña, la camarera de guante blanco que está colocando el cristal de Murano,
la vajilla inglesa y la cubertería de plata, le pregunta a la jefa de protocolo
con la mayor naturalidad: Discúlpeme soy
nueva. Recuérdeme, por favor, en qué
lado va el móvil, a la derecha o a la izquierda. A mí me resulta más
divertido que absurdo (que también) sentarme en un restaurante al lado de
cuatro jóvenes que se pasan la comida dale que te pego al teclado. La melodía
salvaje, que diría Nat King Cole les (nos) acompaña hasta los postres. Una
sobrina mía quinceañera me dijo que se pasan mensajes entre ellos, insisto en
la misma mesa, mientras se zampan las hamburguesas con kétchup y patatas
congeladas. Siempre a favor de la libertad de expresión. Les hubiera invitado
al postre por saber qué decían los mensajes de menos de un metro. Se lo
pregunté a mi sobrina y me contó que la mayoría son chismes y pullas a cuatro
bandas sobre los otros (que obviamente no pueden leerlas). Por ejemplo, Sandro
a Cristina: Sonia se cree que tiene unas piernas diez. A mí me parecen que son
un mírame la muslada. Julia a Moncho: Iván se cree un macho alfa irresistible.
En realidad es más pesado que matar una vaca besos. Lo contrario de un grupo de
amigos. Crecen las risas sibilinas y los que no se enteran chinchan y rabian.
Si algo detesto
son las páginas narcisistas en Facebook. En Twitter son prácticamente todas. No
conozco Instagram aunque me temo que es más de lo mismo. En Facebook me hice amigo virtual
a petición suya de una vieja gloria de la poesía madrileña. Su primer
comentario fue: Rodolfo te añado al grupo de poesía conceptual, seguro que
te interesa más que el que dedico a la lírica. Dejé pasar una semana de
cortesía (en el fondo soy muy tímido) y me borré de sus listas de admiradores.
Me hice amigo de un conocido (y buen) filósofo a petición mía. Sus comentarios
en Facebook son sentencias generales a mayor gloria suya y si le preguntas o
sugieres algo, o no te contesta (quizás por exceso de seguidores) o te remite al
capítulo de una de sus obras donde todo queda claro y distinto. Hasta luego
Lucas. Otros se dedican a resumir seriamente lo que deberían escribir en un
libro o en un ensayo. Como mínimo en un blog. O los datos: ochenta mil amigos en Facebook, cincuenta mil en Twitter... en la vida real ninguno.
En cuanto a los
wasaps es obvio que cuando te llegan en cascada resultan agobiantes. Hay que
reconocer que algunos son desternillantes, como la lista de partidos
independentistas que se presentarían a las elecciones del 155. Lo que me
fascina es la proliferación de wasaps que surgen como setas en buen año ante cualquier noticia jugosa. Lo de Cataluña ha batido records del
mundo. Y no es broma: en otros países también existe el wasapeo pero no en tal
cantidad ni cualidad. ¿Quiénes se dedican a este delirante oficio? Hay páginas
por temas. Recopilaciones, antologías, selección, etc. Antes de la era digital,
cuando no pasábamos de la televisión en color, circulaban los chistes alusivos a casi todo de boca en boca. Muchos se han
reciclado en versión digital. Se decía entonces que salían de la imaginación
creadora de los oficinistas de los bancos. En realidad es una tradición popular
anónima e irresistible que retrata la idiosincrasia de un pueblo mejor que los
informes sociológicos más sesudos. Que no decaiga.
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