Propongo un
escenario universal: un restaurante de moda en cualquier ciudad. Uno de esos
caros y repletos donde hay que reservar con dos semanas de antelación porque se
come bien. Mejor en Madrid. Esta vez no toca cocina casera de cuchara y
natillas sino platos “complejos”, fuera del alcance de los/las cocineras
aficionadas que llenan las estanterías del salón con libros de recetas, tienen Thermomix
último modelo y una madre de las de antes que les ha enseñado ciertos secretos
culinarios. Tampoco se trata de esos lugares de culto con precios desorbitados
y galaxia Michelin en los que el chef se ha convertido en un alquimista rodeado
de probetas, retortas y alambiques. Quintaesencia
de langosta (o sea, no es langosta) con
una base de algas wakami y tentación
arco iris. Un bodegón imposible. O tortilla de patatas con reducción del elixir
de la vida (o sea, vino de Jerez): es como transmutar el oro en plomo. Los que
han picado cuentan que tras mucha pompa y circunstancia te sirven en un plato
enorme un mejunje multicolor que sabe… ¡a mermelada de sardina! Afortunadamente
están de capa caída. Ahora les pisan los talones los restaurantes totales, como
las óperas de Wagner, con música y escenario cambiante según el menú, paisajes sobrenaturales,
estilo remordimiento, lecturas históricas y poemas sacados de contexto, efectos
especiales y fuegos artificiales cuando dos bellezas con máscaras venecianas te
traen la cuenta. Hortera a tope. También terminarán por largarse de la calle de
la estafeta.
Proseguimos: dos
matrimonios se disponen a disfrutar de una agradable velada. Hace bastante
tiempo que no se ven por lo que la cita promete ser una luna de miel. Los aperitivos
y entrantes están sobre la mesa y el vino en la cubeta. Comienza la fiesta. Lo
primero que toca son las novedades familiares. ¡Cómo se echa de menos a los
viejos rapsodas del yantar! Ahora todo se cuenta con el móvil. Cada foto es una
historia tediosa que sirve de enlace a otras cincuenta de gente que ni conoces
ni te importa. De la familia nuclear se pasa a la extensa, antepasados
incluidos y causas del deceso. Ni siquiera Levi-Strauss habría sido capaz de entender
estas estructuras tentaculares del parentesco. La mayoría de las fotos carecen
de interés excepto para el que da la tabarra. Luego viene la crónica gráfica
del viaje a la India: ¡Mira, aquí está
Jorge dándole un patadón al mono! Menos mal que no nos vio nadie. (…) Como no había servicios en el patio del templo
al que ves medio escondido es a Román meando detrás de una columna (o sea,
en la columna). Mientras, la sopa se enfría y la degustación de una perdiz
estofada o un bacalao al pil pil se convierte en la rutina de un engullir
desatento y el vino en un mero pasar-el-bolo-alimentario (que diría Heidegger).
Son preferibles
las atropelladas conversaciones en modo “saber, no sé de nada; pero opinar,
opino de todo”; charlas informales, variopintas, ligeras e inofensivas. Muchas de
las chorradas tienen gracia; es mejor respetar los rebuznos del osado/a. No
crear tensiones es virtud del buen comensal. Además, si quieres saborear el rabo
de toro, callas y manducas. El único inconveniente es que para disfrutar
realmente de una charla hay que saber escuchar, lo cual no es lo normal: sólo
te interesa tu rollo, te escuchas a ti mismo y lo demás son ruidos e
interferencias. Conozco a personas que cuanta más atentas parecen, más
empanadas están. Como tengo suficiente confianza, cuando les estoy contando
cualquier rollo y me miran con ojos ávidos de curiosidad, les suelto en medio de
la cosa: ¿A ver, Sara, Juanjo, de qué estoy hablando? Ni flores. Domino el arte
de la desconexión porque he sido profesor. Si quieres que los alumnos te
presten atención tienes que entrar en la clase disfrazado de torero y aun así
la curva decae en dos minutos. Puro pesimismo antropológico.
Otro tema que
puede complicar la cena es hablar de
política. Pueden ocurrir dos cosas: que estén de acuerdo en cuyo caso entran en
bucle o que no lo estén y se arme la pelotera.
Los argumentos retorcidos se convierten en armas arrojadizas. Las falacias
circulan sin control. Pronto los problemas políticos se convierten en
personales. Crece el tumulto. Las mesas cercanas se empiezan a incomodar. Los
camareros miran de reojo. Lo mejor que puede ocurrir es que el más sensato de
los comensales corte por lo sano y diga contundente: Ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos de conversación.
Hay que evitar que
la nueva charla ponga rumbo a la guerra de los sexos. Mujeres contra maridos. Un
deporte de alto riesgo. La luna de miel entre amigos puede tambalearse. Si ha
corrido el vino más de la cuenta empiezan a salir los trapos sucios, las
confesiones a media noche y los secretos de almohada; se te calienta la boca y
vomitas afrentas de las que te vas a arrepentir durante meses. Lo mejor es que,
antes de que corra la sangre, algún avispado cónyuge desvíe las energías
negativas hacia el cotilleo viperino. Sabes
lo que le dijo a Sonia, la mujer de Alberto, su hija el día de su cumple: mamá,
si sigues quitándote años al final vas a ser más joven que yo. Va por el tercer
estirado cara, tiene el ombligo en la barbilla… No me extraña que su marido le tire los tejos a su cuñada. Silencio
expectante. Mientras no te toque de cerca no pasa nada; como todos hablan mal
de las mismas personas la ley del silencio está garantizada.
Uno de los temas
obligados es la misma gastronomía… pero no debe exceder ciertos límites porque puede
convertir el festín en una travesía del desierto. Algunos ejemplos: es normal
que tras leer la carta pidamos al garçon
que nos aclare ciertos aspectos de los platos para saber lo que vamos a pedir.
Sobre todo si nos inclinamos por esas sabrosuras que no comemos en casa. Aun
así podemos equivocarnos: recuerdo a un amigo de la familia, entrado en años,
viajante por negocios, viejo zorro, que recaló en la ciudad donde yo vivía
entonces y me llamó para invitarme a comer. Amante de la cocina casera y la
cuchara (nada de mariconadas, decía)
lo llevé a un afamado mesón castellano. Pedí lo de siempre: sopa gloria, perdiz
escabechada y flan. Se lo aconsejé pero prefirió pedir judías con conejo. Por
no preguntar le trajeron judías verdes con perrillos. Al final, en un gesto de amor
al prójimo ante la cara que puso, trufada de juramentos, le cedí mi perdiz que
aceptó con gusto (nunca mejor dicho) y
me zampé las insípidas verduras tras apartar los sospechosos tropezones. Es
absurdo preguntar al camarero qué está
mejor porque siempre te va a contestar que aquí todo está bueno,
señor/señora… Qué nos recomienda es
menos paleto, pero poco menos. El exceso comienza cuando las señoras le
preguntan al maître detalles precisos
sobre los ingredientes del plato principal. El amable señor de negro le dirá lo
que le dé la gana, pero aunque le dijera la verdad daría lo mismo. Las señoras
nunca van a preparar algo así en su vida. Está bueno y punto. Después vienen
las interminables disquisiciones sobre cómo deben prepararse tales y cuales
platos. Mejor mirar en Internet. Hay blogs especializados hasta en bocatas de anchoas.
Una variante pelmaza son las digresiones dietéticas y los regímenes para
adelgazar. A mí me resbalan, pero pueden amargar un cochinillo al horno. Nadie
los hace; y si los hace les dura el guion una semana; y si les dura más de una
semana es porque les va la vida en ello. Por su parte, los maridos se dedican a
competir en lid narcisista sobre los restaurantes que hacen mejor esto, eso y
aquello. Otra variante masculina de presumir son los vinos; suelen ser monsergas
sobre las mejores cosechas y una burda imitación de la jerga metafísica de los
enólogos. Cualquier vino de seis o más euros debería estar bueno. Dudo mucho de
que lo presuntos entendidos sepan de qué hablan si lo que les gusta es darse pisto
pero no hincarle el diente. Por cierto, el pisto con dos huevos fritos. Como
las migas.
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