Existe
una ley moral única, pero distinta para cada edad.
El problema del golf es que la pelota (como la llama Miguel Ángel Jiménez) y la cara del palo no son un balón de fútbol ni una raqueta de tenis, por más que los modernos drivers sean cada vez más cabezones y los palos que las marcas inventan para los jugadores de hándicap alto perdonan más que un confesor octogenario adormilado y medio sordo. El golf como deporte serio es una causa perdida para el jugador aficionado y más a partir de los cincuenta. En realidad, se trata de un ejercicio cardio si consigues recorrer al menos nueve hoyos a pie con el carrito y la bolsa. Si vas en cochecito o buggie es una distracción en un entorno privilegiado del que apenas disfrutas quemado por el calentón de las bolas perdidas que otros encontrarán dichosos al pie de una encina.
También los
profesionales son víctimas del misterio insondable del swing. Sergio García se consolaba en sus momentos más bajos, los del
psicólogo deportivo y zapatos al lago, con la teoría, tras la ducha, de que lo
crucial es cómo llega la cara del palo a la bola, pues los caminos de Dios son infinitos
y a veces te extravías. Cuando juego bien al golf lo hago fácil pero no lo
es, decía Ernie Els, el rey del swing de mantequilla. Nick Faldo (con algunos torneos grandes en su palmarés) confesaba que hasta
que conoció a David Leadbetter, uno de los entrenadores más famosos (por su
taller ha pasado la mitad de los profesionales del circuito americano), carecía
de un swing consistente: era un ajuste continuo para ir
tirando de un día para otro. ¿Os suena? En nuestro caso es para ir tirando
de un hoyo para otro o menos. El problema es que de pronto das un golpe recto, alto y largo;
bolón, te dices, lo apunto en mi diario en cuanto vuelva a casa; y en el
siguiente hoyo cuando estás seguro de hacer lo mismo te sale un rabazo rastrero,
casi perpendicular a la línea de vuelo y rumbo a lo más profundo del bosque. Nos
falla la psicomotricidad (majadería al canto), te disculpa en plural uno
de tus colegas de superseniors. ¿Has visto donde ha ido mi bola? Le
preguntas después del mal trago. Sí, contesta, pero ya
no me acuerdo. Sonamos. Te pasas el partido cambiando todo sin arreglar
nada, el peor defecto del amateur. Dar bolas en el campo de prácticas no
vale: solo te acuerdas de los golpes decentes.
Esta es la cuestión: que nadie se pone de acuerdo sobre los fundamentos del “sube, gira y tira del palo”. Cada escuela defiende sus teorías sobre las facetas del juego, algunas contradictorias. Parecen tratados de teología medieval. Cada época tiene su estilo, cada entrenador su método, cada jugador su truco. Si contratas los servicios de un profesor en tu club, primero sale corriendo y luego pretende cambiarte todo. Aguantas un mes y te despides con cualquier pretexto. Al revés, la sucesión de entrenadores empeoró el swing de Tiger. Periódicamente alguno de los consagrados se pierde en la noche de los tiempos y un talento de veinte años salta a la fama y al dinero. Cuentan las crónicas del Club de Campo que en un ProAm (partido de entrenamiento previo a los premios donde un profesional juega con tres amateurs de buen nivel, normalmente gente famosa) Severiano Ballesteros harto de escuchar las continuas quejas de uno de sus acompañantes, un político que no daba una a derechas (que era lo suyo), Hoy estoy fuera de swing, le soltó impertinente: No estás ni dentro ni fuera porque para eso primero hay que tenerlo. El propio Seve, grande entre los grandes, al final de su gloriosa carrera lo perdió y no volvió a encontrarlo.
Como metáfora estética, el swing de los aficionados pasa del clasicismo ideal al barroco real. He visto los swings más extraños (incluido el mío). Artificiosos, retorcidos, alambicados. Prodigios del expresionismo más rebuscado. Todos tienen en común la suma de un montón de ajustes para que el último solucione los vicios del anterior y así sucesivamente. Es como las estafas piramidales: al final todo estalla y hay que comenzar de cero. Tejer y destejer, el lema del golf. Tampoco los libros arreglan mucho. Recuerdo haber comprado en la FNAC el libro de moda del citado gurú David Leadbetter “El swing de golf, defectos y correcciones”. Cuando le quité el celofán, me puse las gafas y lo abrí por la primera página, leí desolado: “Los diez principios del swing atlético”. Salí disparado a la tienda y lo cambié por una novela policiaca. Mi cuñado siguió los consejos del libro y estuvo dos meses en el fisioterapeuta y tres más sin darle a la bola. Tal vez el único jugador que hasta ahora ha dominado el swing ha sido Jack Nicklaus. Cuando ganó uno de sus tres Open británicos, firmó el último día una tarjeta de 62 golpes. El periodista oficial le preguntó a Tom Weiskopf, su compañero de partido, qué le había parecido el recorrido del oso dorado; el gran jugador norteamericano se limitó a encogerse de hombros: No sé, no le puedo decir, no conozco ese juego que practica Jack… Su respuesta, en mi opinión, es algo más que una broma.
Nuestro catálogo de rabazos es de sobra conocido: el topetazo de salida a ras de suelo, la madera de calle que se va al bosque como caperucita, el híbrido que acaba en el obstáculo de agua, el hierro medio que avanza veinte yardas, el filazo que avanza cien, el approach que aterriza en el bunker de la izquierda, el putt que se aleja cada vez más del agujero. Para que el golf no acabe con nosotros (o nosotros con el golf) es imprescindible disponer, como en la vida misma, de un buen repertorio de subterfugios. La idea general es que la culpa del rabazo la tiene cualquier persona, animal o cosa que no sea el jugador. Si los políticos tuvieran la retórica del golfista, nos convencerían de sus desmanes. Ejemplos de las excusas más corrientes después de un recorrido para olvidar: antes de jugar hay que dar sesenta bolas, no se puede jugar sólo los fines de semana, he dormido poco, me duele la espalda, tengo resaca, no habléis cuando voy a tirar, la hierba está alta (o rala), los greens rápidos (o lentos), el palo está sucio o la bola es vieja, es un golpe imposible, hay que mirar a la bola (¿?), he metido el hombro e incluso le he pegado demasiado bien y me he pasado. ¡Qué mala suerte!, otra treta después de dar un golpe perverso. En realidad, la suerte en el golf y en cualquier otro deporte se reduce a la respuesta de Niklaus a una revista del ramo: Sí, la suerte, yo cuanto más entreno más suerte tengo.
Para no desfallecer, la solución alternativa a las excusas son las trampas. Quien esté libre de pecado que tire la primera bola. No hace mucho en un partido, un jugador amateur de verdad, obseso del juego, de esos que se han divorciado y perdido el empleo por culpa del golf, al detectar el trampeo general me dijo con su mejor ánimo: Creo que tenéis reglas propias que desconozco, si hago algo mal me lo decís. Algunas trampas son muy conocidas: colocarte bien la bola en la hierba alta con el cuento de levantarla “para ver si es tuya”, patada de karateca para sacarla del arbusto a la calle, sacar bola nueva tras perderla y callar como un muerto, adelantarla metro y medio en el green al limpiarla; una de mis preferidas: quitar arena en el bunker detrás de la bola para dejar sitio al palo; otra que nunca he practicado pero que he visto hacer a las señoras: coger con la mano la bola que se ha quedado junto a la valla y lanzarla disimuladamente lo más lejos posible. O sumar los golpes con las cuentas del Gran Capitán… Como aquel jugador al que su marcador en un campeonato le preguntó por cortesía tras terminar el hoyo:
- ¿Qué has hecho?
- Par.
- ¿Cómo que par? Te hemos contado nueve
golpes.
- Entonces impar.
Y si no funcionan las excusas ni las trampas, lo mejor es el cabreo. Todo el mundo se cabrea porque forma parte de la condición humana. Lo que varía son las formas. Hay dos inversas que reflejan el mal carácter del perdedor: el que se cabrea de puertas adentro y el de puertas afuera. El primero, con una sonrisa gélida en los labios, echa humo por las orejas, enrojece y le sale un sarpullido. El segundo, jura en arameo, escupe frenético y rompe el palo contra un árbol. Algunos reúnen las dos características. Lo que tienen en común es que pagan sus frustraciones con los demás: los introvertidos hacen comentarios viperinos de tu juego, te vigilan con lupa, te repasan celosos los golpes, te corrigen y te fastidian. Los extrovertidos se limitan a no dirigirte la palabra durante una semana. Prefiero los segundos.
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