Son
legión los partidarios de una visión tripartita de la realidad: Hegel y la
triada dialéctica, los tres mundos del filósofo de la ciencia Karl R. Popper, o
los del mítico Mao Zedong, el gran timonel de la República Popular
China entre 1949 y 1976, autor de El libro rojo, el segundo más
publicado de la historia después de la Biblia; tres más del sesudo
filósofo alemán Jürgen Habermas con su teoría de la acción comunicativa, tan
profunda y compleja que, como decía Dalí de su método paranoico-crítico: ni
yo mismo lo entiendo. O la estructura de la mente en Freud; también la
trilogía de la cosmovisión andina, el lema de la Revolución Francesa,
la teología trinitaria del cristianismo, los partidarios de los tríos amorosos
o los triduos de Pascua… Solo nos falta recordar a las Tres hijas de Elena, las
Tres Gracias, los Tres Mosqueteros y los Tres Cerditos, entre los cientos del Club
del Triángulo (por cierto, el símbolo por excelencia de la mujer).
La
posición que más me convence a esta altura determinada de los tiempos es
la división del ser en tres ámbitos: el real, el virtual y el arcano.
El
primero es el mundo de la vida sin aditivos. Apaga el móvil, sal a comprar el
pan, saluda al vecino, coge el metro y sabrás de que hablo. Un mundo cada vez más
cercado por las nuevas tecnologías. Pagamos con dinero electrónico en el súper,
la farmacia, el estanco, el taxi, el restaurante o la tienda de zapatos. En
realidad, en cualquier comercio o negocio. El otro día vi en un semanario
satírico la viñeta (de mal gusto, pero graciosa) de un mendigo sentado en una
esquina con su perro pulgoso, un bote y un datáfono. Una sencilla transferencia
bancaria supone un calvario para la mayoría de los jubilados. Los bancos te
obligan a instalar en tu teléfono un montón de aplicaciones inextricables que
al final solo sirven para que algún listillo te time. Tengo almacenadas más de cien
contraseñas en un disco externo que me ha encriptado un amigo friki. Si lo pierdo
estoy muerto. Compramos en línea en los grandes almacenes nacionales o
multinacionales. Cuando consultamos por curiosidad sus catálogos, descubrimos por
primera vez la mitad de sus existencias. O que los electrodomésticos
de toda la vida, como la nevera, la aspiradora o el horno tienen conexión
wifi. Comerte un bocata analógico de calamares regado con un doble de cerveza y
pagar con euros de papel o monedas de aleación es un acto de rebeldía contra la
globalización del plástico. Por no hablar de la plaga de los códigos QR. O de las
criptomonedas: sigo sin entender que carajo es la minería de bitcoins, por
ejemplo. Según consta, hay un montón de empresas diez que aceptan pagos
con bitcoins. Por lo visto, te haces rico o te arruinas en un santiamén. Lo
cierto es que cada vez nos recortan más el primer mundo, incluido el poder
adquisitivo. Y esto no ha hecho más que empezar. El mensaje esperanzador de la
última novela de Ian McEwan, Máquinas como yo, es que, la mente humana y
los algoritmos de los androides son líneas paralelas que nunca llegan a
encontrarse. De momento los robots sólo son verborrea ilustrada; nada de pienso,
luego existo. La lógica bivalente de las computadoras, verdadero-falso,
1-0, no sirve porque las neuronas cerebrales se rigen por una lógica
polivalente desde tres a infinitos valores de verdad (o falsedad). Sin contar
los grises intermedios donde normalmente flotamos indecisos.
Al
mundo de los arcanos le he dedicado mi última entrada a propósito de los
programas radiofónicos esotéricos.
Me
queda, por tanto, el segundo, el virtual. El mundo de Telépolis, la
ciudad digital en la que habitan clanes que mantienen prósperos negocios: influencers,
youtubers, gamers, bloggers. Solo me caben los primeros.
Ser
influencer es una profesión de moda en el doble sentido del
término. Es la nueva gallina de los huevos de oro. Un influencer es una
persona con capacidad para inclinar la balanza en las decisiones de una
constelación de seguidores atrapados en sus redes sociales. El perfil estándar suele
ser una esbelta diosa o un atractivo jovenzano, aunque hay innumerables figuras
de la conciencia consumista. Lo importante es que el influencer (paso
del artículo inclusivo) tenga una cierta credibilidad, es decir, que sus
ondas gravitatorias atraigan a un público determinado sobre un producto
concreto. El segundo valor es su capacidad de generar opiniones y reacciones,
es decir, que crezcan y se multipliquen los árboles de comentarios entre su
público. Según fuentes fiables, el 40% de los influencers
recurren a seguidores falsos para engordar las listas. El tercer valor es su
tirón para crear tendencia. Es bien sabido que la moda no nace, se hace
mediante técnicas de modelado o refuerzo social y que su duración, incluso en
los países totalitarios (sólo se me ocurre una excepción), es efímera, aunque
sometida a los ciclos temporales del eterno retorno de lo mismo.
Hay tres categorías de influyentes: los que alcanzan el millón de adictos se denominan celebrities; los que se mueven entre el millón y los quinientos mil son los macros, los que tienen entre quinientos mil y cien mil se llaman mid y los de menos de cien mil son los micros. Según la plataforma en que interactúan serán Tiktokers, Instagramers, Twitstars, Facebook Stars, etc.
Obviamente, un influencer no es una sola persona sino una empresa de marketing digital contratada por las firmas de moda. Detrás de la espontaneidad de un influyente famoso y su legión de seguidores hay un equipo completo de mercadotecnia. En primer lugar, está el producto. Cada producto requiere un espectro y un influencer. No podemos visibilizar un reloj suizo de gama alta con la imagen de un famoso milmillonario en bañador porque los potenciales clientes pensarían de inmediato que se trata de una compra rutinaria para él y fuera de órbita para ellos. Después, el marco o entorno: sería inconveniente promocionar un traje negro de fiesta en una concurrida terraza de playa o en un relajado forillo familiar. Los errores de contexto pueden estropear un buen trabajo. Le sigue el fotógrafo profesional que selecciona tres de trescientas instantáneas. Después el texto, cuidadosamente redactado por el experto en contenidos para que sirva de nexo perfecto entre los cinco elementos. Finalmente, hay que encontrar el momento exacto del lanzamiento del producto en función de los análisis de mercado. Aquí sí sirven los algoritmos.
P.D Fíjense que en cualquiera de los tres mundos cada vez hay profesiones más raras. Es tentador dedicar un artículo a este asunto; el principal problema, al margen de su mayor o menor acierto, es mi edad. Es un espacio donde siento que se me ha pasado el arroz.
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