El paisaje es un obstáculo para pensar: es bello y por lo tanto exige ser contemplado.
Franz Kafka
Es evidente que la fotografía no es una “fiel reproducción de la realidad”. Al contrario, lo que caracteriza a este medio es su versatilidad para construir un significado innovador, incluso insólito, de los mismos objetos y situaciones.
En la fotografía, más que en otras manifestaciones artísticas, se pone de manifiesto la intención del autor de transitar por los contornos del llamado “estilo personal”. Todos los elementos técnicos de la fotografía, su carácter icónico, el papel, el encuadre, la repetición del motivo, la facilidad de visualizar con antelación, el tratamiento químico y la edición de la imagen, propician la pretensión de originalidad (cuando no de exclusividad) en los resultados del proceso.
Cualquier manifestación artística, por su propia naturaleza, es perspectivista, siempre nos muestra una de las infinitas caras de un mundo poliédrico; pero es, precisamente, en la fotografía donde la idea de perspectiva alcanza su punto culminante. Su potencia para mostrar nuevos ángulos se debe, sobre todo, a las inmensas posibilidades de un soporte material que propicia el acercamiento a un mundo previamente saturado de oportunidades. Un mundo consolidado y pleno, autosuficiente, una materia prima prefigurada que aguarda la mirada inteligente que sepa iluminar sus rincones más oscuros.
El escaparate de una famosa pastelería, por ejemplo, es una situación elaborada de forma consciente, cargada de intenciones y motivos para el espectador; un entorno lleno de ofertas en el que nada se deja al azar, un mundo de delicias para los cinco sentidos… Sobre este espacio de aspectos no casuales, el fotógrafo busca un sobresentido, un “nuevo enfoque”, superpuesto o excluyente, que cumpla con sus expectativas tanto perceptivas como conceptuales.
El centro de la obra del maestro californiano Ansel Adams (1902-1984) es el paisaje. Con Strand, Imohen Cunningham, Weston y otros fotógrafos profesionales, fundó el activo Grupo f/64, caracterizado por su acusado realismo y la utilización del cierre del objetivo para lograr la mayor definición de imagen.
Sus instantáneas más renombradas las consiguió en los agrestes parajes de los parques nacionales de Estados Unidos, sobre todo en el Parque Nacional de Yosemite. No hay en ellas lugar para el hombre. Si en la pintura romántica de Friedrich, el ser humano ocupa un lugar secundario, asimétrico respecto a la grandeza sublime de la naturaleza, en Adams simplemente desaparece y su ausencia se convierte en una elipsis cargada de sugerencias. Esta posición de partida, antihumanista, fue criticada por la crítica filistea de su época, anclada en unos ideales postizos que la realidad histórica se encargaba de desmentir.
Su fotografía titulada The Tetons and the Snake River, hecha en el Grand Teton National Park, Wyoming, 1942, es una excelente muestra del arte de Adams. El sol brillante del ocaso, la iluminación de las nubes, cargada de simbolismos patrióticos, los claroscuros de las abruptas crestas, los vastos bosques y el curso majestuoso del río, componen una escena en la que se desborda la monumentalidad del paisaje. Una visión única, en la que la simple expresión de admiración perturba la fiesta de la naturaleza. Por muy impresionante que sea el paisaje, Adams lo sublima hasta convertirlo en un espacio mítico, velado por un leve efectismo, un matiz grandilocuente que será reconocible en los estereotipos de las grandes producciones de Hollywood.
Sin duda Adam tuvo presente, al disparar su cámara, el óleo de Albert Bierstad, El valle de Yosemite a la puesta del sol, realizado en 1848.
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