Me ocurrió hace dos años y es un excelente pretexto para esclarecer ciertos embrollos filosóficos.
Tras finalizar mis compras en el supermercado de El Corte Inglés y tachar el último apunte de la lista que había preparado mi mujer, a la que tenía que atenerme escrupulosamente (si voy sin la lista acabo por comprar unas estupendas pero superfluas tijeras, dos latas microscópicas de paté de marisco a precio de oro y una botella de licor de piña de irresistibles acentos tropicales… entre otras menudencias), decía, me dispuse a saldar mis deudas con abatida resignación en una larga cola, típica de los sábados por la tarde.
Fuera por las prisas, las aglomeraciones o por el cansancio acumulado, la cajera me devolvió bastante más dinero del que le entregué, azar incómodo del que me di cuenta cuando llegué a mi casa para rendir cuentas.
Llegados a este punto, sólo había dos opciones. La primera era quedarme tan ricamente con las vueltas, sin confesar a nadie mi suerte y justificar la decisión, tras susurrarme suavemente al oído, que lo que tenía que hacer la cajera era espabilar y después de todo, quien iba a perder tan poco era la primera firma del ramo.
La segunda, era devolver el saldo a mi favor tras atosigar a mi aturdida conciencia con el séptimo mandamiento de la ley de Dios; además, con toda probabilidad, la realmente perjudicada sería la pobre cajera, quien a fin de mes pagaría con creces su error contable.
Supongamos que al fin opté por reponer con presteza lo que, en ambos casos, no era mío, pese al considerable fastidio de retornar a la cola.
Vista así la situación, diríamos, sin ninguna duda, que estamos ante un caso típico de decisión moral…
¿Moral? Estamos seguros. O se trata más bien de otra cosa: devolví el dinero porque es mi forma de ser, por ciertos rasgos de mi personalidad, de mi carácter, mi temperamento, la educación que he recibido, mis sentimientos de aprobación o desaprobación, mi compasión, mi percepción del motivo más fuerte, mis esquemas cognitivos; todo un complejo entramado psicológico que ha condicionado decisivamente mi conducta.
Además, han influido también las normas culturales sobre la propiedad que tengo interiorizadas, el proceso de socialización global al que he sido sometido desde la niñez, la presión del grupo primario en el que me desenvuelvo, las formas inconscientes de control colectivo, las expectativas que corresponden a mi estatus, mi particular subcultura de clase, etc.
En conclusión, una situación calificada de "específicamente moral" se ha disuelto como un azucarillo para convertirse en un asunto que concierne exclusivamente a la psicología general y a la sociología de la cultura. La supuesta especificidad del hecho moral se transforma así en un residuo especulativo sin contenido empírico corroborado.
Si aceptamos instalarnos en este empirismo radical, no tendremos más remedio que despedirnos de la moral con lágrimas en los ojos y afirmar, como corolario, que el lenguaje ordinario es más conservador de lo que pensábamos.
Esto es lo que ocurre, pero, ¿por qué ocurre esto?
Hagamos una breve historia del problema.
En su obra Genealogía de la moral, Nietzsche aborda la crítica y descomposición de la concepción tradicional de la ética, en sus distintas versiones (platónica, cristiana, kantiana), mediante la utilización del método genealógico, que se basa en la investigación filológica e histórica de la evolución de los conceptos morales.
Según Nietzsche, de la investigación filológica en diversas lenguas se deduce que en todas el término “bueno” significa originalmente “anímicamente noble, aristocrático, elevado”, contrapuesto a “malo”, que significa “simple, bajo, vulgar, plebeyo”. Ambos términos carecen de un sentido específicamente moral tal y como después se ha entendido.
Es preciso recordar que en Grecia y Roma los términos éthos y mores, de los que proceden etimológicamente "ética" y "moral", no tienen un significado moral, sino social y cultural: aluden a los usos, hábitos, costumbres y, en general, normas (nómos) institucionales de una cultura (familiares, religiosas, políticas, jurídicas…). Más tarde, con la aparición, evolución y predominio final del cristianismo, surge, unido indisolublemente a sus supuestos teológicos, un nuevo significado, ahora sí completamente moral, para estos términos. Lo que entendemos por moral, como hecho indiscutible en sentido histórico y actual, es una creación ideológica del cristianismo. Es más, esta nueva visión se enfrentará frontalmente con la anterior, clásica o precristiana, a la que acabará por desplaza y excluir.
El cristianismo, según Nietzsche, invirtió el significado de los términos “bueno” y “malo”: los que eran considerados malos en sentido de “baja condición, plebeyos, vulgares” se rebelaron considerándose a sí mismos como “buenos”, a la vez que todo pensamiento noble y toda moral aristocrática fue rechazada por “mala”. El cristianismo primitivo, como religión de las clases más bajas y de los esclavos, consiguió imponer su concepción específicamente moral en el sentido que hoy le damos; una concepción basada, según Nietzsche, en tres valores:
- El resentimiento, entendido como hostilidad contra toda manifestación individual o social de lo noble y elevado.
- La igualdad, entendida como moral de la mayoría y apología de los valores comunes que igualan a los hombres; como tendencia permanente a la nivelación (mediocritas) y negación del individuo superior.
- La vulgaridad, entendida, en el sentido etimológico, como moral del vulgo, del pueblo en sentido peyorativo, de “la chusma” y sus valores decadentes. Lo que Nietzsche denominó Moral del rebaño.
La consecuencia de la crítica empirista y genealógica de la moralidad no puede ser más que esta: la moral es, tanto por sus orígenes como por su fundamento, una “segunda marca” de la religión.
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