viernes, 22 de enero de 2010
Brueghel, El país de Jauja
El naturalismo de Brueghel se concentra, sobre todo, en las pinturas dedicadas a la representación de escenas de la vida cotidiana de los campesinos holandeses y los diferentes aspectos de la vida rural flamenca.
Del mismo modo que sus incomparables paisajes se basan en la visión directa de la naturaleza, los cuadros costumbristas se basan en su capacidad de observación de la vida social. El ámbito que le rodea aparece en todos sus aspectos: la alegría (comidas, fiestas, bailes, juegos), la desgracia (pobres, tullidos, vagabundos), las actividades cotidianas de las pequeñas aldeas (juegos, usos, celebraciones y fiestas). Se sabe, por ejemplo, que realizaba minuciosos bocetos de las bodas campesinas.
Siempre se le ha considerado como un seguidor del estilo, la iconografía y los símbolos del Bosco. No obstante, la concepción antropológica del Bosco, pesimista, misantrópica, espejo de una humanidad culpable e irredenta, hunde sus raíces en el purismo religioso y en la exacerbación de la teoría agustiniana de las dos ciudades, la de los justos y la de los impíos, constituyendo la mayor parte de su obra una reflexión original sobre ambas, especialmente la segunda.
Brueghel comparte la concepción del hombre del maestro, aunque no tiene un fundamento teológico sino naturalista. Para Brueghel el extravío de las formas auténticas de religiosidad no es la causa sino la consecuencia de una naturaleza humana caída. Se trata de una visión que profundiza en el difícil terreno de la constitución biológica del ser humano y las costumbres de ciertos grupos ancestrales, la raza de los campesinos.
Se produce en la pintura de Brueghel una inversión del antropocentrismo renacentista. Las figuras que el pintor plasma en el lienzo no son la medida de todas las cosas, sino seres raquíticos, conciencias que no comprenden nada, que ocultan con sus ferias un motivo arquitectónico, que vuelven la espalda a una iglesia o convierten una plaza porticada en un centro de venta, de juego o de disputa. Un mundo de bajas pasiones analizado hasta el más mínimo detalle anatómico o gestual, como la deformación física o la avidez glotona dispuesta a saciarse en las largas noches de los inviernos nórdicos. Personajes impuros, harapientos, de piernas torcidas o lisiados, con rostros de pupilas blancas, símbolos de la tragicomedia humana… Ni siquiera los niños son mejor tratados por Brueghel. Sus gestos inexpresivos, sus miradas vacías, sus juegos y besuqueos, sus rostros mofletudos, anuncian los estigmas infalibles de su aciago destino.
La concesión a la esperanza en Brueghel reside, sobre todo, en la intención pedagógica de su pintura, encarnada en ese desfile incesante de almas perdidas, formas monstruosas que encarnan el pecado, demonios y culpas, pesadillas de contornos animales que nos recuerdan, al estilo del Bosco, nuestras oscuras lacras morales.
Sus cuadros son descripciones, pero también complejos entramados narrativos que requieren de toda nuestra atención, paciencia y buen juicio para desentrañar sus ocultos mensajes; resultan tan densos que necesitamos horas de contemplación y reflexiones solitarias para descifrarlos en todos sus detalles.
También a esa intención admonitoria colabora el paisaje, una naturaleza imaginaria que se percibe a veces como la mezcla de lugares diferentes, reales o soñados; están pintados sobre un exuberante fondo vegetal, contrapunto de la figura humana, escenarios serenos, idealizados, incluso tratados con una cierta vena romántica, con el propósito de hacer aun más patente el triunfo desolador del mal en el mundo. Se trata de una naturaleza secularizada, sola y sin intercambios con lo espiritual, acaso impregnada de ciertos ecos paganos que la envuelven en un halo misterioso, desprovista, a la vez, de cualquier alusión a elementos antropológicos: tan sólo los copos de nieve suspendidos en el aire, los campos de trigo dorados por el sol, las profundas umbrías del bosque en el crepúsculo otoñal, los rincones poblados por figuras humanas impenetrables, abrumadas por la tristeza y el cansancio, ajenas a la vastedad de un mundo de proporciones infinitas. Estamos ante la fiesta de las luces suaves, de la serenidad sin tiempo, del paraíso perdido en el que irrumpe perturbador el desorden de los actos y los pensamientos prohibidos. Nunca antes de Brueghel se había presentado de un modo tan explícito y dramático la escisión entre la naturaleza, que encarna la verdad, y el hombre, que incapaz de humanizarla, de dotarla de un contenido espiritual, simboliza el dolor.
El país de la cucaña o El país de Jauja, pintura actualmente ubicada en la Alte Pinakothek de Munich, fechada y firmada por Brueghel en 1567, representa uno de los mitos más universales de la tradición popular flamenca: los confines maravillosos de Luilekkerland, el lugar de la abundancia. Se trata de una leyenda que procede de los arquetipos populares del Medioevo, nacida de la fantasía de una época en que el hambre cotidiana y las enfermedades mortales (muchas de ellas consecuencia de la mala alimentación) eran las obsesiones crónicas de familias y pueblos enteros. El mito de Luilekkerland surgió en una sociedad estamental profundamente oprimida e inculta, que sólo conocía los interminables trabajos en los campos embarrados y las insalubres aldeas; no es de extrañar que la fantasía popular pusiera su esperanza en la existencia de lugares imaginarios donde no había sufrimiento y donde los placeres carnales eran ilimitados. En esta época, las utopías colectivas basadas en las promesas de un mundo mejor presentan una enorme difusión y variedad: así, en España el lugar se denominó Cucaña, en Alemania Schlaraffenland (tierra o país de Jauja) o Venusberg (monte de Venus), el Paese della cuccagna en Italia, en Francia el Pays de Cocagne… Curiosamente, esta palabra quedó definitivamente incorporada al castellano: la cucaña es un palo largo, untado de grasa, al cual hay que trepar o andar en equilibrio para coger el premio, normalmente un manjar o un gallo colgado en la punta.
También está presente en el Paraíso de Eldorado, que creyera vislumbrar Álvaro Núñez Cabeza de Vaca en tierras de Nuevo México, y que dio lugar al fracasado proyecto político de Lope de Aguirre, o en la ínsula Barataria del Quijote... Actualmente, es obligado pensar, como variante renovada del mito, en la esperanza de los emigrantes que asocian su incierto destino a una nueva tierra de jauja, a la cual, en ocasiones, ni siquiera consiguen llegar o si lo hacen es para descubrir la cruda verdad.
En la pintura de Brueghel, se accede a Luilekkerland excavando un túnel en una montaña de pastel de maíz. Cuando el afortunado mortal consigue llegar a la tierra prometida, comienza la anhelada existencia del ocio y la glotonería. Al fondo, a la derecha del cuadro, podemos observar como el nuevo habitante es depositado suavemente por un árbol en el suelo. Lo primero que se ofrece a sus ojos es el espectáculo de un cactus formado por tortas de pan unidas, un cochinillo horneado que se pasea ante sus ojos con el cuchillo colgando del lomo dispuesto a ser trinchado y un pollo cebado que se posa solícito en la bandeja con mantel. Abajo, en el centro de la imagen, un huevo pasado por agua deambula apetitoso con el cubierto preparado, listo para la sal… Visiones que constituyen el símbolo de lo irracional, de las pasiones ciegas y terroríficas, ya que la forma más esencial del terror lo constituye la presencia de lo antinatural (como si la flor del ramillete nos susurrase al oído un secreto inconfesable).
La extraña vivienda, cuyo escudo heráldico bien pudiera ser un queso, parece hundida en el suelo por el peso generoso de las tartas, debajo de la cual dormita en apacible somnolencia, signo de la ignorancia, un hombre de armas. En el lindero del fondo se adivinan los setos formados por salchichas y en el grueso árbol del centro, a cuya sombra roncan los bienaventurados, cuelgan mesas bien dispuestas, aparejadas para el próximo servicio. ¿Qué decir de los personajes del cuadro? En torno al árbol de la buena mesa, revuelto entre sus armas un soldado duerme profundamente en atrevido escorzo; a su lado, un campesino, grueso como un tonel, yace de espaldas sobre su allegadora; por último, un clérigo tumbado sobre el sayal con las piernas abiertas y la Biblia cerrada, levanta la vista con expresión perdida… Al fin, los tres estados unidos por la indolencia, la saciedad, la pereza y la gula.
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