viernes, 10 de febrero de 2017

Posverdad


El término à la mode de “posverdad” tiene un significado estrictamente político; para empezar, lo podemos entender con un ejemplo literario. Las novelas policíacas, por ejemplo los casos de Sherlock Holmes, al revés de lo que ocurre en política, comienzan por la posverdad (o sea, la falsedad) y acaban en la verdad de los hechos comprobados. Primero las opiniones infundadas de la prensa: "Según parece, el asesino tomó el último tren nocturno en la estación de Paddington hacia las tierras altas de Escocia y ahí se pierde la pista". O las teorías del cierre en falso de Scotland Yard, en las que el obtuso Lestrade, sin enterarse de nada, pretende dar lecciones a un aficionado como Holmes; o las conjeturas simplistas de Watson que apenas rascan la superficie de los hechos. Todo es gratuito y accidental. Finalmente Holmes, recoge los datos relevantes, descarta las hipótesis inútiles, reúne las piezas del puzzle y descubre la verdad completa. O sea, resuelve el caso. La opinión pública conoce lo que pasó, Lestrade "agradece la ayuda prestada" y Watson relata el caso a su manera como cronista de su compañero de fatigas.
En la política actual ocurre exactamente lo contrario: la opinión pública, es decir, aquellos millones de individuos que legitiman con su voto el poder público en una democracia neoliberal (que no es otro que el económico), son llevados del ramal hasta las urnas por la desinformación con efectos retroactivos, la desmemoria crónica de los dirigentes, la negación de la evidencia y el principio de contradicción en casos muy graves de corrupción. También son factores que favorecen la posverdad los laberintos ideológicos de los tertulianos, las fabulaciones de los ignorantes mediáticos, las cortinas de humo de la noticia caliente que se vende (en el doble sentido del término) y las declaraciones de encefalograma plano de los políticos profesionales. O sea, lo que aparenta ser la verdad es más decisivo que la verdad. Un retorno contundente a la caverna de Platón: lo que cuenta son las sombras tenebrosas que se proyectan sobre la pared y los ecos confusos de las voces que resuenan en la gruta. El descrédito actual de la política proviene directamente de la conspiración sistémica contra la verdad. El Brexit, el triunfo electoral de Trump en las presidenciales y las mayorías relativas del PP en las generales… son ejemplos fehacientes de la eficiencia política de la posverdad.
Son varios los elementos que intervienen en la producción masiva de la posverdad y sirven para crear las condiciones de su eficacia. La psicología de masas es el primero: como en los términos de “posmodernidad” o “posindustrial", el prefijo post se refiere a algo que si bien ha ocurrido, ya está superado; alude a ciertos hechos no negados pero actualmente irrelevantes, inoperantes, desbordados por las nuevas circunstancias nacionales o internacionales. Es algo que la memoria colectiva debe dar por cerrado, olvidado, porque ha sido desplazado por nuevas realidades inmediatas y más urgentes: de ahí que también se hable de verdad posfactual. La sustancia de la posverdad o verdad posfactual es justamente que la verdad ya no importa. Es agua pasada y el cauce está seco. El procedimiento es demoledor: se reinterpretan ad hoc, falazmente, los hechos del pasado para adecuarlos a los intereses del presente. (La memoria individual funciona del mismo modo en numerosas ocasiones).
El irresistible ascenso  de la verdad posfactual se debe en gran medida a los efectos devastadores de la crisis, presentados en la mayoría de los casos como posverdades. También a la ineficacia de las instituciones para buscar soluciones creíbles en vez de márgenes y dividendos. Y al conocimiento popular de quienes son los poderes reales que mueven el mundo (y que han dado el golpe de Estado de la crisis en beneficio propio), algo evidente no ya para la crítica de la razón sino para el sentido común. Todo junto ha propiciado la indiferencia colectiva, cuando no el desprecio, ante la verdad política. Este es el caldo de cultivo de las ideologías prefacistas. El objetivo es el desprestigio de cualquier boceto de democracia participativa. Su primer paso es utilizar de forma torticera los derechos y libertades del Estado de derecho, especialmente la libertad de expresión: demagogia populista, contradicciones flagrantes, desmentidos infumables, desvergüenzas maquilladas. También el aluvión de bulos y contrabulos en las redes sociales, mentiras atrayentes, intrigas inventadas y, sobre todo, las campañas de manipulación de la opinión pública perpetradas al milímetro por los laboratorios de ingeniería social al servicio de la posverdad. Hace tiempo que la tecnocracia bienintencionada se ha convertido en uno de los paradigmas del pensamiento débil. Los viejos tecnócratas se han convertido en perversos tecnólogos de la verdad posfactual.
Llevan razón los que afirman que el nuevo modelo de Estado neoliberal surgido de la crisis, cuyo origen hay que situarlo en el núcleo duro de Wall Street, tiene cada vez más un carácter orwelliano. Es el siguiente paso. Se trata de fijar una posverdad surgida de la nada para cada coyuntura política que se presenta, se extiende y se siente como necesaria. Se cambia la noción misma de “hecho”. Ya no se reconstruyen sino que se construyen. Como en la célebre novela de Orwell el pasado puede ser simplemente eliminado de la historia y sustituido por otro. Los protagonistas de lo que no ocurrió por decreto posfactual no pasan a segundo plano sino que son “vaporizados”. La pantalla que vigila a todas horas, el ojo del Gran Hermano, es una modesta bisabuela de los modernos métodos telemáticos de control de la información. Nunca el liberalismo extremo y el totalitarismo han estado tan cerca. Tampoco es que haya desaparecido el realismo de la vieja política (esta vez tiene sentido la expresión), el principio social de realidad, la verdad pura y dura: pero sólo se aplica con saña a los enemigos, es decir a los que cuestionan el modelo de democracia neoliberal y sus objetivos. El primero ha sido la globalización, es decir la universalización del poder ilimitado del capital financiero en todo el mundo (incluida China y Rusia) y la liquidación del Estado del bienestar en Europa mediante la desregulación bancaria, la externalización de servicios públicos, la deslocalización de las grandes empresas, los paraísos fiscales, etc. El segundo ha sido la implantación del denominado “pensamiento único”, la lógica absoluta del beneficio económico considerada la ley natural de la conducta desde el principio de los tiempos y algo inherente a la naturaleza humana. El tercero, hacer caso omiso del consenso de la comunidad científica sobre los efectos desastrosos para el planeta del cambio climático, propiciado, entre otras causas, por el consumo energético descontrolado y las emisiones contaminantes de la industria en el modo de producción neoliberal. Sobre este último asunto hay posverdades de todos los colores y tamaños para ocultar que una economía sostenible no es compatible con la lógica absoluta del beneficio.
La verdad posfactual de la crisis en nuestro país cuando estalló fue negarla desde el centro izquierda en el poder (¿no hubiera sido más fácil a Zapatero decir que no estaba dispuesto a participar en la farsa y convocar elecciones anticipadas?). O como sostiene la derecha conservadora actual representada por el incombustible Rajoy que la crisis está superada, que cada vez se crea más empleo, que la economía crece a un ritmo galopante; y si los datos puntuales, incluso oficiales, lo niegan, se añade que nadie dude que todo mejorará en breve, que vamos por el único camino correcto y punto final.
Hay un principio de la lógica clásica, adoptado por la política posfactual, que afirma que de lo falso se sigue cualquier cosa. Nadie tiene la menor idea de lo que nos espera ni siquiera a corto plazo. ¿Tiene la política nuevas reglas que Maquiavelo no pudo imaginar? Es evidente que sí.
(Posverdad: según explican los responsables del Diccionario Oxford, el uso de esta palabra mágica, premio semántico del año, aumentó en 2016 un 2.000% con respecto a 2015).

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