Una de las conductas
más resbaladizas y extendidas entre las mujeres, sobre todo las jóvenes, es lo que se puede denominar “masculinidad mimética”. Se
trata de un proceso de imitación de rasgos asignados tradicionalmente por la
cultura occidental a los varones. Esta mímesis
comporta una constelación de representaciones identitarias cuya función explícita
puede ser la aspiración a la “igualdad de los sexos” pero cuya función oculta es
la reproducción de actitudes machistas; o lo que es peor: un homenaje involuntario
al machismo. Las feministas ortodoxas lo tachan de mascarada. Hay ejemplos que
proceden de la vida cotidiana: chicas que dicen los mismos tacos y expresiones
que sus amigos de la pandilla, es decir, se apropian de la jerga de la horda y
la remedan. ¡Cuidado con la manada, huye mujer de sus ojos de serpiente! Entre
ellas pueden decirse: ¡No me toques los
huevos! Copian los gestos masculinos de la cara, brazos y piernas, también los
obscenos e incluso se pelean como machos en celo. Beben y fuman igual que
ellos, o sea, los imitan. Visten sudaderas con capucha y logotipo, cazadoras
paramilitares, camisas blancas de boda, cinturones de leñador y zapatones
deportivos. Llevan gorras de visera puestas al revés o sombreros con cinta, un
reloj enorme que mide casi todo y gafas de sol redondas con cristales negros. Tras
este mundo de imágenes y fantasías, al final, siempre surge el negocio:
la tendencia es aprovechada por las grandes firmas de la moda o por los salones
de belleza unisex.
Parece como si
estas jóvenes aprendices de varón dieran la razón al fundador del psicoanálisis
cuando hablaba del complejo de castración en el Edipo femenino y el deseo simbólico
de la mujer de tener pene. También me recuerda el mito griego de Hermafrodita.
Y en términos hegelianos, si la figura de la conciencia es el machismo, la negación de la
negación.
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