L’écotourisme. Ecoturismo o turismo
ecológico, turismo verde, turismo sostenible y turismo ético son términos con
un cierto aire de familia.
Grandeur nature! Ahora bien, si usted es
uno de esos que dicen (como mi padre): ¡El
campo, ah sí, me han hablado muy bien de él!, lo mejor es que no se apunten
a ninguna de las variedades del ecoturismo, por ejemplo a la marcha verde. Les
voy a mostrar el relato (palabra puesta de moda estúpidamente por los
tertulianos) de los agravios que le aguardan, incluso en verano, si no es usted
un ecologista fogueado. Hay dos opciones: pernoctar en una cómoda casa rural
cerca de un pueblo acogedor con plaza porticada, iglesia románica y taberna con
comida casera. Y café de puchero. Y dos huevos duros, que diría Groucho Marx. Salir
a media mañana, sin prisas y volver al atardecer después de un día delicioso
buscando setas. Un ignorante como yo no sabe que un espeso pinar, por más
sombra que tenga, es el lugar más caluroso del mundo. Además no hay setas en
Agosto. La otra opción, la elegida por los tres (hay que probar de todo, me
dije con aprensión cuando me arrastraron) es aparcar al amanecer el cuatro por
cuatro amigos en la vieja cuadra de una aldea medio abandonada (previo acuerdo
con el paisano y el guarda forestal). Me acuerdo de Deliverance, el excelente film de John Boorman. Espero que no me
pase lo que al “cerdito”, ¿recuerdan? Nos
acompaña Tim, el setter de mi padre, divorciado
hace años, que se larga con su novia al Parador de Nerja el fin de semana; un
animal mimado, acostumbrado al sofá y al paseo por el parque (veremos: como concluyen los telegramas
de Miguel Ángel Aguilar a los políticos).
Tras un desayuno
bio de nueces, frutos secos y un zumo
verde que sabe a pasto, toca la primera etapa de diez quilómetros por trochas polvorientas
cargados a reventar. En casa la mochila no
parecía pesar tanto, recuerdo sorprendido. Me dejé una pasta en Decathlon.
¿No pensarás ir en zapatillas me dijeron mis amigos? Estaremos algunos días
(sin concretar cuantos para no espantarme).
Comienza la aventura.
Paisajes teológicos nos rodean mientras se me escapa un juramento cuando una
rama se estampa en mi cara (¡cuidado!
dice el que te precede cuando el varazo ya no tiene arreglo). Por suerte el
perro, acostumbrado a la correa, se aleja poco, nos busca y vuelve a la senda
del bien. No quiero imaginar los ladridos de mi padre si le digo que lo he
perdido en la selva. Me acuerdo de su definición de los ecologistas: esos son como las sandías, verdes por fuera
y rojos por dentro, mira en Europa, etc. A mis amigos, sobrino incluido,
los llama “el clan del tábano”. Toda esa matraca
de pasar calamidades en el campo se la ha metido a Juancho en la mollera el
majadero de mi hermano que estuvo en los Boys Scouts hasta los treinta.
Llegó a ser dirigente, “Siempre listos”, era su lema. Yo sólo estoy siempre
listo para una cosa. Una tarde en mi jardín, después de dar cuenta en familia
de una barbacoa de conejo con salsa de chimichurri, le dije cuál era la
definición de Boy Scout: veinte niños
vestidos de gilipollas y un gilipollas vestido de niño. Casi me pega. Estuvo
sin hablarme un mes. Verás que risa cuando abráis la tartera y la tortilla y
los filetes estén llenos de hormigas. Como
son defensores del “medio” no te dejarán ni matarlas…
Tras varios descansos
a petición mía que disgustan a los demás (si
paramos cada cinco minutos es cuando nos va a dar el solazo en el lomo) toca
plantar la tienda en un claro del bosque cerca de un arroyo truchero. Menos mal
que llevamos una jaima común: yo hago como que ayudo y los demás lo agradecen porque si no vamos a tardar el doble. No
se habla: se mira, se escucha, se huele, se toca, se percibe (deduzco) la verdad
del gran todo. ¡Pregúntale a lo
desconocido! Como decía Mr. Natural, el personaje de Crumb, a los incautos
que le seguían. Parece que de un momento a otro va a aparecer el dios Pan rodeado
de ninfas juguetonas. El espacio-tiempo fluye idéntico a sí mismo como el
concepto hegeliano. ¡Me aburro!, diría
Homer Simpson. Propongo un mus pero resulta incompatible con la meditación
trascendental. A mediodía, mis colegas deciden que nos demos un baño para
quitarnos el polvo del camino. Tú
también, cantan a coro, que luego dormimos y hueles a cabra. Nos
despelotamos por proximidad ideológica con el nudismo y nos acercamos al
arroyo. Ellos se meten y se revuelcan en las aguas claras. Yo meto un pie y
vuelvo grupas. Me lo echan en cara:
- ¿Qué pensabas, que iba a estar caliente?
- No –respondo- pensaba que iba a estar… fría.
Hasta la hora de
comer todo es orden y concierto. La diversión consiste en poner cada cosa en su
sitio. El objetivo, supervisar el campamento para cerciorarnos de que todo sucede
según lo previsto, que nada perturbe la armonía prestablecida. ¿Las latas para
perros también forman parte del Dios de Spinoza? Solo se puede ser panteísta al
amor de la lumbre en la soledad del gueto.
Jaime, el alter ego de mi primo, vuelve del
departamento de intendencia con cuatro melones. Sabía que habíamos prescindido
de la parrilla y las chuletas, pero…
- Empezamos por el postre, pregunté
desconcertado.
- La comida completa es este refrescante fruto
pepónide de temporada. Está en su punto.
Solo te falta la navaja de campaña porque
la cáscara no se come. Sus propiedades nutricias son flipantes. Te cuento…
Acabé abriendo
una lata de sardinas y me hice un bocata con pan de cereales procedentes
de la agricultura ecológica. Una mezcla intolerable según Ramón, otro aguerrido
defensor de la madre naturaleza. El perro se metió con reparos su lata de bazofia
y juntos nos fuimos a echar un trago al arroyo.
La siesta es el
reino de la moscarda. Imposible dormir. El interior de la tienda es una sauna. A
las cinco en punto de la tarde, comienza la segunda parte. Nos dirigimos a una
laguna rebosante de vida a cinco quilómetros del campamento en la que se
remansa el cauce de varios arroyos de montaña, entre otros el nuestro. Nos detenemos
cada veinte metros (ahora el que se queja de los plantones soy yo) para admirar
los ejemplares de los reinos animal, vegetal y mineral. Cuaderno de notas con
apuntes y dibujos detallados, fotografías y videos para el blog Natura de Alberto, biólogo de profesión.
Ramas y pedruscos a las mochilas. Me pongo el último de la fila pero no me
atrevo a soltar lastre porque estoy seguro que saben lo que llevo. En la cabaña
de observación de la laguna, perdón, humedal, estamos más de una hora para ver a
dos patos, muchas garcillas, tres somormujos y una polla de agua (¿se comerá me
pregunto?). Prismáticos y cámara con zoom.
Volvemos al
campamento. Cena macrobiótica con arroz integral (algo es algo), salsa de soja,
algas y una habichuelas enanas, todo regado con agua fresca. Aunque estemos en plena
canícula por las noches refresca de lo lindo. En el fuego de campamento se habla
de ética ecológica y mis intentos por traer el atleti a la hoguera resultan vanos.
Se empieza por el cambio climático y el efecto invernadero; se sigue con los
derechos de los animales, las ventajas y los riesgos de la ingeniería genética
en agricultura, la sobreexplotación de los recursos y el derecho a una economía
sostenible (¡cuéntaselo a los bancos!, comento con dudoso éxito), las energías
renovables, la necesidad de las piscifactorías. Meto baza para decirles que
cuando mi abuela hace trucha a la Navarra me como el jamón y tiro la trucha a
la basura. A nadie le hace gracia. El pescado, conferencia Ramón, forma parte esencial de la paleodieta, un retorno saludable a los alimentos que nutrían a nuestros ancentros hace dos millones de años. Más natural imposible: semillas, raíces, frutas y verduras del camino, carne, pescado, tubérculos, leche, huevos del nido, frutos secos. Al amanecer trataremos de pescar alguna. Mañana comeremos lo mismo que el Homo erectus, una experiencia fascinante. Al revés, la macrobiótica, basada en los cereales, es la dieta de Neolítico. Otro día probaremos la moderna filosofía vegana: no toman carne, pescado, lácteos, huevos ni derivados. Triple conclusión: Primera, me fastidian todas las iglesias. No podré sacar de mi mochila las bolsitas de Kellogs. ¡Me encantan! Segunda, voy a pasar más hambre que un caracol pegado a un cristal. Tercera (¡tenemos señal 3G de Internet, Aleluya!): los nutricionistas científicos, médicos, consideran que todas estas dietas son incompletas, arbitrarias e incluso peligrosas.
Por fin nos
metemos en la jaima tras contemplar con arrobo las constelaciones. La Estrella Polar es esa, me dicen.
Vale. Advierten mi desinterés por la infinitud del cosmos. Además estoy
agotado. Cambiamos las camisetas y las bermudas por los chándales y nos
acoplamos en los sacos. El perro rasca y ladra sin parar porque no se quiere
quedar al raso por muy normal que sea para ellos. Se acopla a mi lado muerto de
miedo. Hasta que no has dormido en medio de la sierra bravía es imposible que
te hagas una idea de los infinitos ruidos que se oyen por la noche. Llévate tapones
para los oídos y de paso te evitarás los ronquidos vegetarianos. El arroyo no
se calla ni por un instante. Cuando me quejo del estruendo circundante, mi primo
Juancho me corta en seco: aquí los únicos
que sobramos somos nosotros. Cerramos la cremallera de la tienda. Cuando
todo está en sitio y, por fin, el mundo
está bien hecho, en versos del poeta, un olor insoportable y fétido nos
envuelve. ¡Tim se ha tirado un pedo! Abrir, salir de los sacos, ventilar,
reiniciar el protocolo… ¿Qué carajo le habéis dado de cenar, lo defiendo sin
esperanza? No vuelves es la unánime
respuesta (desde luego que no, pensamos Tim y yo).
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