Imagina, como la canción de John Lennon, el país de una supuesta Federación Europea de Naciones en
el que tras unas elecciones generales hay dos opciones mayoritarias, el centro
derecha y el centro izquierda. Nada de sobresaltos: los extremos son marginales
en el nuevo Parlamento. No importa quien haya ganado en las urnas. En primer
lugar, el presidente del gobierno nombra a los ministros del gabinete.
Supongamos, ¡oh dichosa ventura!, que transcurrida una semana convoca en su
recién barnizado despacho al ministro de economía, por ejemplo, y al jefe de la
oposición. En una primera toma de contacto, gobierno y oposición argumentan las
líneas maestras de sus programas. A la semana siguiente el presidente se reúne
con un comité de expertos rigurosamente seleccionados entre los más
prestigiosos economistas del país a los que entrega un informe detallado de
ambos proyectos, así como de los acuerdos, distancias y discrepancias. Tras un
mes de sesudas sesiones, el comité de sabios presenta un trabajo exhaustivo
sobre lo que, en su docta exposición, sería el mejor programa económico con
vistas al bien común: pactos prudentes sobre el salario mínimo y las ayudas
sociales, el justo medio de los impuestos, la regulación equilibrada de los
bancos y las contribuciones de los sectores estratégicos, la función social de
la propiedad, el legítimo beneficio de las empresas, el fomento de la iniciativa
privada, los derechos laborales, etc. El dosier sería entregado en primer lugar
al gobierno y después a la oposición, y tras una puesta en común con los autores,
iniciaría su andadura legislativa y ejecutiva. Sería poner de acuerdo a
Pericles, fundador de la democracia, con Platón, defensor de una forma de
gobierno basada en la aristocracia intelectual. Un abrazo fraterno entre
democracia y sabiduría, una práctica consensual de los medios y los fines. En
resumen, una utópica política del conocimiento, el reverso de la
demagogia, el electoralismo, la corrupción, el narcisismo, la desinformación,
el populismo y la partitocracia.
La realidad es
otra. Dos ejemplos del pasado con sentido universal. Hace años (nunca revelo
mis fuentes), La Comunidad de Madrid nombró director de uno de los grandes
hospitales públicos de la capital a un reconocido especialista, un médico
inteligente, jefe de servicio además de un excelente gestor según sus colegas.
Aceptó el cargo. Le dieron un mes para presentar sus propuestas. La primera era
que una firma solvente se encargara de realizar una auditoría del hospital. Otra
exigía que se elaborara una base de datos (causas, tratamientos, servicios y profesionales
implicados) de los pacientes que habían sido derivados a clínicas privadas y
viceversa. También que se inspeccionaran a fondo los servicios externalizados:
comedor, limpieza, seguridad, informática y mantenimiento. Que fuera un
auténtico hospital universitario: atención, investigación y docencia.
Además, sugería que en el parte de alta del paciente constara a pie de página
la factura de lo que su estancia había costado al Estado. En el plazo previsto
se reunió con el consejero de sanidad, abogado militante, y sus asesores, tres
políticos de campanario ajenos a la profesión médica y con unos curricula
más flacos que el galgo de un feriante. En menos de una de hora presentó su
dimisión irrevocable y ese mismo día volvió a la consulta.
Vamos con el
segundo caso. Hace tiempo, participé junto con otros expertos en la elaboración
de los decretos de mínimos del Estado para las asignaturas de Filosofía e
Historia de la Filosofía bajo la coordinación de un veterano especialista del
Ministerio de Educación. Cuando los terminamos, una comisión de catedráticos de
universidad los revisó minuciosamente y por fin, tras varias reuniones
conjuntas para pulir cambios, retoques y matices, fueron aprobados. El último
paso fue ponerlos a disposición de las comunidades autónomas para concertar su
redacción definitiva. Y así se hizo.
- ¿Qué tal os
fue, le pregunté a nuestro coordinador, con los expertos vascos y catalanes?
- La verdad es
que no pusieron ninguna pega. Sólo algunas preguntas inocuas para cumplir el
trámite. Ni siquiera me parecieron expertos, más bien burócratas. Dijeron que
el decreto les parecía un excelente punto de partida. Amén a todo. Me
extrañó tanta conformidad, tanto acuerdo plano.
- No seas ingenuo,
le contesté. El real decreto se la trae al pairo. Como mucho lo han fotocopiado.
Lo que quieren es hacer lo que les dé la real gana. Detrás de los expertos
están los comisarios políticos de las consejerías. Tengo la impresión de que ya
los conoces de vista.
En efecto, con
el tiempo pude constatar que las unidades de filosofía de las comunidades
autónomas se parecían a las del decreto lo mínimo para no parecer de otro planeta. El decreto se adaptó, según manifestaron,
a las peculiaridades ineludibles de cada espacio cultural dentro de la
diversidad y bla, bla, bla. Para ese viaje no se necesitaban alforjas.
Lo cierto es que
es imposible una síntesis entre política y sabiduría por diversos motivos:
- Las reglas del
lenguaje político no se ajustan a los parámetros de lo que entendemos por
racionalidad práctica. Por ejemplo, puedes proponer una medida cuando estás en
la oposición y la contraria cuando estás en el gobierno. Ética y política son agua
y aceite.
- Aunque no fuera
así, las limitaciones de una argumentación estrictamente racional son
insalvables. Estamos hablando de una comunidad ideal de interlocutores, con una
competencia argumental irrefutable en cuestiones ideológicas. Es decir, una
utopía ilustrada (¿totalitaria?) fuera de nuestras cabezas.
-Aunque no fuera
así, las limitaciones del consenso político superan el alcance de la
argumentación dialógica. Con tales limitaciones nos referimos a la concepción
global de la realidad (personal y colectiva), a las culturas y subculturas, a las
heterogéneas intelecciones e interpretaciones de los hechos o a la definición
previa de los valores y objetivos. A los ídolos de Francis Bacon.
- Aunque no fuera así, es decir, hubiera un método racional para establecer cooperativamente la verdad de las proposiciones políticas, una teoría posible del consenso ocurre que la mayoría de los problemas políticos son antinómicos. Una antinomia es una argumentación o recorrido de la razón que demuestra con la misma fuerza probatoria una proposición y la contraria, es decir, la tesis y la antítesis. Por ejemplo: que un Estado sea federal o centralizado; que los jueces elijan a los altos cargos judiciales o que sea el Parlamento; que haya más Estado o menos Estado en los presupuestos generales; que se regulen o no los mercados financieros, que se intervengan o no los sectores esenciales de un país… que se prohíban o fomenten las corridas de toros. Misión imposible: es necesario volver a Rousseau, a sus conceptos metafísicos de democracia y voluntad general. Al discutible Yo común y a la perversa interpretación del contrato social (más parecido a la polarización y al golpe de estado institucional). Después de todo, hablamos mal de los políticos, pero también habría que poner entre paréntesis la competencia de la ciudadanía, esa parte de la persona que se compromete, quiera o no, con la cosa pública. Fin del bucle: prefiero la democracia representativa sólo porque me permite bajar al kiosco de la esquina y comprar el periódico que me apetece. Dicho de otro modo: es mil veces mejor el coro de grillos que cantan a la luna que la bota del soldado desconocido.
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