Una de las experiencias más tensas como profesor de Bachillerato
la sufrí en la evaluación final de un Curso de Orientación Universitaria de la
entonces modalidad de Ciencias Sociales. Ocurrió dos años antes de jubilarme y
me confirmó la presión agobiante que la comunidad educativa (delegados, tutores,
junta directiva, asociación de padres e incluso la inspección) ejercía sobre el
profesorado para que los alumnos aprobasen todas las asignaturas y pudieran presentarse a las Pruebas de Acceso a la Universidad (cuyos dadivosos
criterios de calificación merecen un capítulo aparte). Las sinrazones de esta
deriva creciente son, entre otras, el pánico a las estadísticas del fracaso
escolar entre aquellos que dirigen el gobierno plurinacional con vistas al
bien común (plagiando a Tomás de Aquino); la obligación de escolarizar por
ley a todos los adolescentes y, a la vez, evitar el nudo gordiano de una multitud
varada que repetiría curso si se aplicaran unos procedimientos de
selección más rigurosos; o la inflación de títulos universitarios de
nueva creación bajo demanda que, por muy devaluados que estén, siempre
ayudan a encontrar un puesto de trabajo en la jungla del mercado laboral.
Sobre las cuatro de la tarde se reunió la Junta de Evaluación en
un aula de la tercera planta, la más tranquila, con la asistencia obligatoria del Jefe de Estudios en una tarde sofocante de finales de Mayo.
Estalló la tormenta cuando se produjo un efecto dominó de aprobados raspados a
una alumna… excepto en mi asignatura.
Su recorrido académico en Historia de la Filosofía era el
siguiente: sólo se presentaba a las pruebas de recuperación que eran asequibles
y previsibles, y, sin duda, menos complejas que los exámenes oficiales de
Selectividad propuestos en cursos anteriores. No pasaba del dos benevolente:
escribía poco y lo poco que escribía eran vaguedades y errores. Además, había
un examen final de mínimos por evaluaciones suspensas (en su caso todas) o
dicho de otros modo, se respetaban las aprobadas por curso. Comenzó tal prueba de
dos horas a las doce de la mañana de un lunes según el calendario fijado por el
centro. Cuarenta minutos después la citada alumna no había comparecido. Se
presentó con una hora de retraso, se disculpó con no recuerdo la excusa y me
pidió el examen. Varios alumnos ya se habían ido y llevado con mi
permiso las hojas impresas con los textos y preguntas de las tres evaluaciones para
comprobar, comparar y preparar, dijeron. Obviamente, una cosa es la
desconfianza, otra el sentido común y una más jugártela por una bagatela. Le
dije a la alumna que le quedaba una hora y le di un examen distinto, pero de la
misma dificultad (siempre llevo suplentes por si acaso). En menos de media hora
se levantó, me entregó el examen y se despidió. Allí mismo lo corregí y era más
de lo mismo: vaguedades y errores. No se molestó en pedir la revisión a la que
tenía derecho en día y hora.
Volvamos a la Junta de Evaluación: al arreciar las presiones para
que la aprobara porque era la única asignatura que le quedaba les referí con
detalle lo antedicho. Añadí que si lo hacía tendría que aprobar por evidente justicia
equitativa a todos los alumnos suspensos de los dos cursos del COU donde
daba clase. Contratacaron en mayoría: déjalo entonces en manos de la Junta
de Evaluación y así te quitas un peso de encima (justo lo contrario de
lo que pensaba). La Junta, dije, no tiene competencias legales para aprobar o
suspender a un alumno, esa facultad corresponde exclusivamente al profesor de
la asignatura. Intervino el Jefe de Estudios: el acta tiene que estar firmada
mañana. No por mí, dije; mañana temprano podemos consultar a la Inspección de zona
sobre las posibles soluciones al callejón sin salida en que estamos metidos; y
así zanjé el asunto. Exigí, además, al tutor que reflejara literalmente en el acta
la sesión, haciendo hincapié en mi posición al respecto. Dicho, hecho y
rubricado por todos.
Tuve noticias (esperadas) a los dos días tras hacerse públicas las notas definitivas de los grupos del COU: la primera, que el acta había sido firmada y validada legalmente por un tercero lo cual se me comunicó por escrito. La segunda, que los padres de los alumnos suspensos, tras reclamar por escrito al tutor como exige el protocolo, acudían en tropel al Departamento de Filosofía a la hora de las reclamaciones para increparme por haber aprobado a la susodicha y dejado a sus hijos con parecidos deméritos en la estacada. Les leí pausadamente el acta de la sesión, así como la notificación posterior, recomendándoles que se dirigieran a la Junta Directiva para informarse más a fondo. Nunca supe quién fue el tercero abajo firmante. Ningún alumno insistió en la evidente asimetría. Nadie volvió a pedirme explicaciones. Y mucho menos mi conciencia.
Lo que cuentas es mucho más real de lo que se supone. La prueba es que les ha pasado a muchos y todavía más que eso. Al final, cuando quedaba una no se esperaba a comentario, porque antes el profesor respectivo ya había decidido lo que hacer. Ahora ya, después de ver la trayectoria de la situación, no preocupa tanto por cuestiones que no son del caso. Ahora informan que la prueba de H. Filosofía será más difícil porque no habrá elección, ya que será un único modelo. Habrá que ver en que queda todo pronto, Julián.
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