Al principio pensé que se trataba de otra moda editorial a la francesa. Pero no, Houellebecq es todo un hallazgo.
He leído cuatro de sus novelas y de momento me planto: El mapa y el territorio, Las partículas elementales, Plataforma y Ampliación del campo de batalla.
Son historias sólidas, atrayentes, atrapan desde las primeras líneas, no puedes parar de leer tumbado en tu sofá favorito, el mayor placer al que puede aspirar un hombre.
Lo primero que me abduce es el carácter fragmentario del discurso, el punto de vista ocasional, la perspectiva del espíritu libre que sabe que una obra no requiere postular tendencias. Cada escenario, cada momento comporta su enfoque y revelación. Se trata en el mejor sentido de un ethos de circunstancias. Son pocos y divertidos los anclajes del escritor, más bien motivos recurrentes que "pilares básicos": entre otros, su distancia radical con lo americano, incluidos los novelistas actuales, su visión cruda del islamismo, la burla de los movimientos de liberación, la accidentalidad del arte, el circo de la política, la pamplina de la religión... Son pautas picantes más que hipótesis serias.
En todo caso, sus supuestos filosóficos (como buen francés no ha podido evitarlo) se sitúan con descaro -la única forma aceptable- en el existencialismo francés: el de Camus, por ejemplo, pero especialmente el de Sartre, cuyas categorías adopta al pie de la letra: la opacidad y el sinsentido del mundo; la carga de los demás, la condena a decidir, la “mala fe” del autoengaño… Todo saturado del modo de existencia liberal: Houellebecq ha sustituido el vacío moral del período de entreguerras por la conciencia infeliz del capitalismo financiero. El muro de hormigón de la náusea sartriana se transforma en invasión alienante de los mercados y las nuevas tecnologías. El resultado es un hombre perdido, errático, hecho a la medida de unas máquinas y unos poderes que desde hace tiempo son dueños de mundo.
Más que en otros autores, habría que decir de Houellebecq que “en el principio era la acción”. En el fondo, sus personajes no defienden nada. Lo que nos atrapa no son sus convicciones sino sus gestos. Su existencia real es lo que hacen, no lo que piensan en las noches de insomnio. A los personajes de Houellebecq hay que conocerlos por sus hechos, no por lo que se desprende de sus hechos (si es que se desprende algo). El incidente, el giro imprevisto siempre va por delante de la idea. En todo caso, las quimeras son el condimento sabroso de la acción. El gesto es todo y la justificación forma parte del gesto. Por eso, estas consideraciones mías son secundarias, prescindibles y están escritas más por inercia que por la convicción de aportar algo sustantivo. Interpretar a Houellebecq, establecer un diálogo filosófico con su obra, es como coger agua con un cedazo, no porque falten los conceptos, sino porque lo único que importa es el placer de la lectura.
Con todo, me voy a referir a ciertos aspectos de Plataforma.
Hay en esta novela una reflexión sobre la sexualidad que va directamente al grano, sin farsas etológicas o muermos hedonistas: la felicidad consiste en la práctica polimorfa y perversa del sexo. Para novelar este mojón, el mismo de Don Juan, de Valmont en la excepcional novela de Laclos Las amistades peligrosas, de Casanova o del Marqués de Sade, Houellebecq habita la piel de una pareja (bien avenida) de adictos al sexo. Por supuesto, nunca los presenta como tales, pero lo que hacen (lo único que tiene interés, insisto) no deja resquicio a la duda. Sólo un adicto psicopatológico piensa en follar a todas horas, planear las vacaciones en ciertos sitios de pesadilla, recibir un masaje erótico en Tailandia y masturbarse por la noche mientras lee un best seller, seducir á trois a la camarera de un hotel en Cuba o visitar los locales parisinos del 2x2 para intercambiar parejas en un torbellino de miembros dislocados. Por cierto, Houellebecq emplea con eficacia los recursos de la novela y la película porno. Por momentos, el relato se convierte en un tratado exhaustivo de los órganos genitales, especialmente femeninos. Todo son homenajes: la vagina por aquí, la vagina por allá... No es posible en este caso que la fuente de información sea Wikipedia. Me imagino a Houellebecq inmerso en juiciosos estudios de sexología para modelar sus máquinas deseantes.
Más difícil todavía: una parte magra de la novela plantea un curioso delirio empresarial que une a los protagonistas con una cadena planetaria de hoteles fundada en el empujón del sexo. Al final, se impone el principio de realidad y el invento se va al carajo.
Lo que hacen y dicen Michel y Valérie parece muy “natural”, liberador, futurista, un código atrayente, excepto que lo hace y dice una pareja de enfermos… por más que el residuo de su patología sea el brillo de la lucidez amarga. Sus hábitos me recuerdan a los del yonqui de la novela de Burroughs: cuando el psiquiatra de la cárcel le pregunta burdamente por qué se droga, el adicto le contesta que lo necesita para despertarse, desayunar, afeitarse, vestirse y salir a la calle. La adicción no es un problema moral, ni siquiera mental sino de metabolismo. La organización celular del adicto abarca lo que le concierne y prescinde del resto. Siempre actuamos por el motivo más fuerte.
Tras la muerte de Válerie en un atentado terrorista en Tailandia, la deriva del Michel es de manual de psiquiatría (por más que lo forren de psicotrópicos y bromuro): disolución de la identidad personal (apasionante tema), pérdida de la realidad, aislamiento compulsivo, incomunicación verbal, hundimiento de la autoestima, autocompasión (ese dulce mal), rituales de confinamiento, impulsos destructivos y búsqueda morbosa de la muerte (aunque no es tan fácil palmar de depresión a los cuarenta años).
Cuando se acaba la novela, un cierto hastío acaba por instalarse en el lector: presiente que, después de todo, tanto orgasmo no puede ser bueno.