martes, 27 de noviembre de 2018

Cenas aburridas



Propongo un escenario universal: un restaurante de moda en cualquier ciudad. Uno de esos caros y repletos donde hay que reservar con dos semanas de antelación porque se come bien. Mejor en Madrid. Esta vez no toca cocina casera de cuchara y natillas sino platos “complejos”, fuera del alcance de los/las cocineras aficionadas que llenan las estanterías del salón con libros de recetas, tienen Thermomix último modelo y una madre de las de antes que les ha enseñado ciertos secretos culinarios. Tampoco se trata de esos lugares de culto con precios desorbitados y galaxia Michelin en los que el chef se ha convertido en un alquimista rodeado de probetas, retortas y alambiques. Quintaesencia de langosta (o sea, no es langosta) con una base de algas wakami y tentación arco iris. Un bodegón imposible. O tortilla de patatas con reducción del elixir de la vida (o sea, vino de Jerez): es como transmutar el oro en plomo. Los que han picado cuentan que tras mucha pompa y circunstancia te sirven en un plato enorme un mejunje multicolor que sabe… ¡a mermelada de sardina! Afortunadamente están de capa caída. Ahora les pisan los talones los restaurantes totales, como las óperas de Wagner, con música y escenario cambiante según el menú, paisajes sobrenaturales, estilo remordimiento, lecturas históricas y poemas sacados de contexto, efectos especiales y fuegos artificiales cuando dos bellezas con máscaras venecianas te traen la cuenta. Hortera a tope. También terminarán por largarse de la calle de la estafeta.
Proseguimos: dos matrimonios se disponen a disfrutar de una agradable velada. Hace bastante tiempo que no se ven por lo que la cita promete ser una luna de miel. Los aperitivos y entrantes están sobre la mesa y el vino en la cubeta. Comienza la fiesta. Lo primero que toca son las novedades familiares. ¡Cómo se echa de menos a los viejos rapsodas del yantar! Ahora todo se cuenta con el móvil. Cada foto es una historia tediosa que sirve de enlace a otras cincuenta de gente que ni conoces ni te importa. De la familia nuclear se pasa a la extensa, antepasados incluidos y causas del deceso. Ni siquiera Levi-Strauss habría sido capaz de entender estas estructuras tentaculares del parentesco. La mayoría de las fotos carecen de interés excepto para el que da la tabarra. Luego viene la crónica gráfica del viaje a la India: ¡Mira, aquí está Jorge dándole un patadón al mono! Menos mal que no nos vio nadie. (…) Como no había servicios en el patio del templo al que ves medio escondido es a Román meando detrás de una columna (o sea, en la columna). Mientras, la sopa se enfría y la degustación de una perdiz estofada o un bacalao al pil pil se convierte en la rutina de un engullir desatento y el vino en un mero pasar-el-bolo-alimentario (que diría Heidegger).
Son preferibles las atropelladas conversaciones en modo “saber, no sé de nada; pero opinar, opino de todo”; charlas informales, variopintas, ligeras e inofensivas. Muchas de las chorradas tienen gracia; es mejor respetar los rebuznos del osado/a. No crear tensiones es virtud del buen comensal. Además, si quieres saborear el rabo de toro, callas y manducas. El único inconveniente es que para disfrutar realmente de una charla hay que saber escuchar, lo cual no es lo normal: sólo te interesa tu rollo, te escuchas a ti mismo y lo demás son ruidos e interferencias. Conozco a personas que cuanta más atentas parecen, más empanadas están. Como tengo suficiente confianza, cuando les estoy contando cualquier rollo y me miran con ojos ávidos de curiosidad, les suelto en medio de la cosa: ¿A ver, Sara, Juanjo, de qué estoy hablando? Ni flores. Domino el arte de la desconexión porque he sido profesor. Si quieres que los alumnos te presten atención tienes que entrar en la clase disfrazado de torero y aun así la curva decae en dos minutos. Puro pesimismo antropológico.  
Otro tema que puede complicar la cena es  hablar de política. Pueden ocurrir dos cosas: que estén de acuerdo en cuyo caso entran en bucle  o que no lo estén y se arme la pelotera. Los argumentos retorcidos se convierten en armas arrojadizas. Las falacias circulan sin control. Pronto los problemas políticos se convierten en personales. Crece el tumulto. Las mesas cercanas se empiezan a incomodar. Los camareros miran de reojo. Lo mejor que puede ocurrir es que el más sensato de los comensales corte por lo sano y diga contundente: Ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos de conversación.
Hay que evitar que la nueva charla ponga rumbo a la guerra de los sexos. Mujeres contra maridos. Un deporte de alto riesgo. La luna de miel entre amigos puede tambalearse. Si ha corrido el vino más de la cuenta empiezan a salir los trapos sucios, las confesiones a media noche y los secretos de almohada; se te calienta la boca y vomitas afrentas de las que te vas a arrepentir durante meses. Lo mejor es que, antes de que corra la sangre, algún avispado cónyuge desvíe las energías negativas hacia el cotilleo viperino. Sabes lo que le dijo a Sonia, la mujer de Alberto, su hija el día de su cumple: mamá, si sigues quitándote años al final vas a ser más joven que yo. Va por el tercer estirado cara, tiene el ombligo en la barbillaNo me extraña que su marido le tire los tejos a su cuñada. Silencio expectante. Mientras no te toque de cerca no pasa nada; como todos hablan mal de las mismas personas la ley del silencio está garantizada. 
Uno de los temas obligados es la misma gastronomía… pero no debe exceder ciertos límites porque puede convertir el festín en una travesía del desierto. Algunos ejemplos: es normal que tras leer la carta pidamos al garçon que nos aclare ciertos aspectos de los platos para saber lo que vamos a pedir. Sobre todo si nos inclinamos por esas sabrosuras que no comemos en casa. Aun así podemos equivocarnos: recuerdo a un amigo de la familia, entrado en años, viajante por negocios, viejo zorro, que recaló en la ciudad donde yo vivía entonces y me llamó para invitarme a comer. Amante de la cocina casera y la cuchara (nada de mariconadas, decía) lo llevé a un afamado mesón castellano. Pedí lo de siempre: sopa gloria, perdiz escabechada y flan. Se lo aconsejé pero prefirió pedir judías con conejo. Por no preguntar le trajeron judías verdes con perrillos. Al final, en un gesto de amor al prójimo ante la cara que puso, trufada de juramentos, le cedí mi perdiz que aceptó con  gusto (nunca mejor dicho) y me zampé las insípidas verduras tras apartar los sospechosos tropezones. Es absurdo preguntar al camarero qué está mejor porque siempre te va a contestar que aquí todo está bueno, señor/señora… Qué nos recomienda es menos paleto, pero poco menos. El exceso comienza cuando las señoras le preguntan al maître detalles precisos sobre los ingredientes del plato principal. El amable señor de negro le dirá lo que le dé la gana, pero aunque le dijera la verdad daría lo mismo. Las señoras nunca van a preparar algo así en su vida. Está bueno y punto. Después vienen las interminables disquisiciones sobre cómo deben prepararse tales y cuales platos. Mejor mirar en Internet. Hay blogs especializados hasta en bocatas de anchoas. Una variante pelmaza son las digresiones dietéticas y los regímenes para adelgazar. A mí me resbalan, pero pueden amargar un cochinillo al horno. Nadie los hace; y si los hace les dura el guion una semana; y si les dura más de una semana es porque les va la vida en ello. Por su parte, los maridos se dedican a competir en lid narcisista sobre los restaurantes que hacen mejor esto, eso y aquello. Otra variante masculina de presumir son los vinos; suelen ser monsergas sobre las mejores cosechas y una burda imitación de la jerga metafísica de los enólogos. Cualquier vino de seis o más euros debería estar bueno. Dudo mucho de que lo presuntos entendidos sepan de qué hablan si lo que les gusta es darse pisto pero no hincarle el diente. Por cierto, el pisto con dos huevos fritos. Como las migas. 

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Música en el tiempo


Narran las crónicas en papel de pergamino que el primer aparato de reproducción de sonidos grabados fue el fonógrafo inventado por Thomas Edison a finales del siglo XIX. El aparato no utilizaba discos sino un cilindro giratorio de cera denominado “registro”. Si la curiosidad les puede, infórmense. La Universidad de California ha digitalizado 10.000 canciones grabadas con este sistema. Lo que se puede encontrar en estos registros de finales del siglo XIX y principios del XX son polkas, valses, jazz y arias de ópera, entre otros géneros más ligeros. Cuando Edison presentó al mundo su invento, la primera pieza interpretada fue “Mary had a little lamb ("María tenía un corderito") el 21 de noviembre de 1877. El sonido se parece más al canto de una chicharra que a una balada campestre.
El fonógrafo quedó obsoleto a partir de 1910 con la aparición del gramófono. No soy tan viejo como para haberlo conocido, con su altavoz monoaural, el disco plano a 75 revoluciones por minuto y puesta en marcha con manivela. Como objeto de adorno lo pueden encontrar a precios asequibles en Internet. ¿Recuerdan el logo de la firma discográfica La voz de su amo con el perrito melómano? Nunca he oído un gramófono en vivo y en directo. Eso sí, he escuchado como todo el mundo sus melodías con ruidos de fritura en las escenas de amor de las películas en blanco y negro con beso del galán en el mentón de la chica. Al final solo se oía el sonido de la aguja girar en el vacío hasta que se acababa la cuerda… mientras nos imaginábamos la escena del sofá.
Los primeros reproductores que forman parte de mi vida fueron los antiguos magnetófonos de bobina abierta que permitían grabar en una cinta plástica todo tipo de sonidos con la ayuda de un micrófono. Se comenzaron a utilizar en los años treinta y se han ido perfeccionando hasta nuestros días. Según dicen, los magnetófonos actuales reproducen con una calidad superior al vinilo. En mi casa había uno de la marca Philips que mis padres allá por los años sesenta utilizaban para grabar música de la radio. Algunas cintas aún  están almacenadas en el baúl de los recuerdos aunque no tengo soporte para escucharlas. Por las etiquetas puedo saber que había grabaciones de copla, zarzuela y algunas piezas sueltas de música clásica. También canciones populares grabadas del programa Peticiones del oyente como El chachachá del tren, A lo loco, a lo loco, Dos gardenias, Se va el caimán, La raspa, Una casita en Canadá, Alma, corazón y vida y Qué será, será… Deduzco que no les interesaba el flamenco ni el jazz ni los géneros pop que estaban surgiendo en esos momentos: rock and roll, rhythm and blues, country y sus intérpretes más sonados: Chuck Berry, Little Richard, Buddy Holly, Jerry Lee Lewis, Fats Domino, Roy Orbison y The Everly Brothers. ROLL OVER BEETHOVEN. Mis vagos recuerdos del magnetofón se asocian a una frondosa maraña de cinta marrón con vida propia surgida de los carretes e imposible de volverla a su estado original… seguido de una bronca monumental y la prohibición terminante de enredar (nunca mejor dicho). La curiosidad mató al gato. Muchos años después me pasó lo mismo con las cintas de las cassettes. Tropezar dos veces en la misma piedra. Al final, tras dos horas de trasteo inútil con el bolígrafo BIC, mano a las tijeras y tajo al nudo gordiano para descubrir el punto exacto en que la razón erró. También asocio el magnetofón a la grabación de mi voz: curioso fenómeno, podía reconocer la voz de los demás pero no la mía. ¡Ese no soy yo decía! Claro que no, respondía mi padre, es una reproducción de tu voz, en versión familiar del conocido cuadro de Magritte, Esto no es una pipa.
Después vino el tocadiscos de maleta destinado originalmente a los discos sencillos de vinilo o singles en formato de dieciocho centímetros y un tema en cada cara. Años más tarde nacieron los long play o discos de larga duración de 30,5 centímetros de diámetro y mayor duración (hasta media hora por cara). Se velocidad de reproducción era normalmente de 33 revoluciones por minuto y fueron los herederos de los antiguos fonógrafos a los que aventajaban en calidad de sonido, reproducción eléctrica y control de volumen. Se comercializaron a partir de 1948. Son coetáneos de los magnetófonos de bobina abierta. El primer tocadiscos de maleta lo trajeron los Reyes para toda la familia. Recuerdo especialmente la canción del tamborilero interpretada por Raphael que yo mismo cantaba con un sentimiento que hacía partirse de risa a las visitas Es imposible enumerar la cantidad de discos que rayé con mi tocata a lo largo de mi adolescencia a pesar de que cambiaba religiosamente la aguja de reproducción cada tres meses (nada baratas por cierto). Estaban de moda los conjuntos de cuatro músicos melenudos: bajo, guitarra de punteo, guitarra de acompañamiento y batería. El mundo se dividía en dos: los que preferían a los Beatles o a los Rolling Stones. Yo era de los segundos antes de la muerte de Brian Jones en circunstancias oscuras. A partir de estos dos modelos se multiplicaron los seguidores, imitadores y fotocopias. Fue un vecino y amigo mío, muy metido en la pomada, quien me inició en la adicción a la música electrónica. Tocaba el bajo en un conjunto local, The Boix, que lanzaba andanadas de decibelios los sábados por la noche en una discoteca. Décadas después, compré casi todos los Cds remasterizados de los Beatles a mis hijos cuando estaban en cuarto de la ESO, pero para mi sorpresa absurda los rechazaron de plano. Mi
primer equipo de alta fidelidad lo tuve a los veinte años. Hasta ese momento no había sentido el más mínimo interés por la música clásica o la ópera; tampoco es que lo haya tenido (o lo tenga ahora). Una forma de engañarme con una imagen narcisista en versión cultureta. Estoy empachado hasta del Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. Me conformo con poner RNE-CLAS como música de fondo para leer, estudiar idiomas, escribir o dormir la siesta. Practico, por tanto, el relajante escuchar desatento cuyo único inconveniente es que te crea un reflejo pauloviano que te impide realizar tales actividades si no pones la radio. Pienso que la mayoría de los melómanos militantes forma parte de la feria de las vanidades. Lo cierto es que con ocasión del equipo estéreo comenzó otra etapa de mi vida. Pero esa es otra historia.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Deus sive natura



La solución al problema teológico (no religioso, no hablo aquí de creencias basadas en la fe) de la existencia y esencia de Dios que más me ha convencido con bastantes cabezas sobre los demás colocados ha sido la del filósofo holandés de origen sefardí hispano-portugués Baruch Spinoza (1632-1667). Una solución realmente comprometida con la razón y la intención de verdad, al contrario que la apuesta de Pascal sobre la existencia de Dios, ventajista y con aroma de sofisma.
Resumimos su argumentación filosófica: dice Spinoza, dentro de la clásica distinción del pensamiento cartesiano: por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí; esto es, aquello cuyo concepto, para formarse no precisa del concepto de otra cosa. Es, por tanto, autosuficiente. Con arreglo a esta definición, en sentido estricto existe una sola sustancia: la sustancia infinita, es decir, Dios. Dios, tiene infinitos atributos, de los cuales el hombre sólo puede conocer dos: el pensamiento y la extensión (los principios físico-matemáticos de la materia como principal atributo de la naturaleza). El pensamiento es la manifestación espiritual de Dios. El universo, el cuerpo como parte de la naturaleza, es su manifestación material. Dios no es trascendente sino inmanente al universo y al hombre como partes de Sí mismo. De este modo, pensamiento y materia son sólo dos modos o expresiones cognoscibles de la sustancia infinita. A la pregunta de si la autoconsciencia o razón absoluta es un atributo de Dios, Spinoza diría que no lo podemos saber aunque se manifieste como pensamiento en el hombre. La afirmación “Dios piensa” puede ser una trivialidad (quizás un modo secundario sub especie aeternitatis) o un modo exclusivo del Dios en el hombre. Podemos afirmar que el hombre, un modo de la sustancia infinita, puede pensar a Dios pero nada más…
En tanto que natura naturans, Dios es y da origen a infinitos modos o atributos (natura naturata). Para Spinoza Dios es todo y fuera de él nada existe. Se trata de una teología panteísta. El panteísmo identifica a Dios con la totalidad de lo real. Dios está en todo. Todos los seres del Universo son parte de Dios. El universo, la naturaleza, es una manifestación o despliegue ontológicamente diferenciado de Dios. Estas ideas, incluso en la tolerante Holanda, le valieron la expulsión de la comunidad judía y el destierro así como la censura o prohibición de sus escritos. Al menos no acabó en la hoguera como Giordano Bruno por sostener ideas similares.
Sin embargo, sus escritos y obras permanecieron y fueron apreciadas por una gran cantidad de creyentes y sabios a lo largo de la historia. Una de ellos fue Albert Einstein. El autor de la teoría de la relatividad en algunas entrevistas manifestó su dificultad para contestar a la pregunta de si creía en la existencia de Dios. Si bien no compartía la idea de un Dios personal, providente y finalista manifestó que la razón no es capaz de comprender la totalidad del universo, a pesar de ser capaz de describir matemáticamente la existencia de una armonía y un orden admirables. Cuarenta mil años de evolución del cerebro humano no son suficientes para descifrar un enigma dentro de un misterio que es el universo conocido, surgido de una inimaginable explosión hace catorce mil millones de años; acaso una cáscara de nuez flotando en un océano de infinitos universos paralelos con distintas dimensiones. Quizá podemos especular que inteligencias más antiguas y avanzadas del cosmos profundo alcancen a conocer otros atributos del Dios de Spinoza. Si el artesano pulidor de lentes, profesión a la que se dedicó Spinoza tras su expulsión de la comunidad hebrea, hubiera conocido los telescopios actuales, habría afirmado que la talla de tan potentes instrumentos nos permite vislumbrar pinceladas fugaces del gran retablo de Dios.    
Aunque a menudo se le consideró un ateo convencido, la experiencia religiosa de Albert Einstein estaba más cerca de un sofisticado panteísmo. El ganador del premio Nobel de Física manifestó que la concepción teológica más sugerente era la de Spinoza: un Dios que constituye el todo y se manifiesta a través del mismo. Para Einstein, las leyes naturales, hasta donde conocemos, existen y constituyen un orden irrefutable, necesario y perfecto: Dios no juega a los dados con el universo, sentenció metafóricamente. Como Spinoza, Einstein no dio un paso más. Deus sive natura; Dios o la naturaleza. Esta es la cuestión en la que detiene cualquier afirmación racional sobre el tema, desde Tomás de Aquino hasta la más avanzada física teórica. Incluso la afirmación de otro gran físico Stephen Hawking: El Universo no necesitó ayuda de Dios para existir puede ser interpretada desde una perspectiva panteísta.
Acaso la forma más pura de religiosidad (cambiamos de perspectiva) sea la de aquel que cree firmemente que Dios existe pero que a partir de esta convicción no expresa nada más (ni a nadie) ni interior ni exteriormente porque sabe que Dios no se ocupa del hombre y lo contrario es mera superstición desmentida por el mundo. 
Concluimos esta interpretación del pensamiento e influjo de Spinoza con el maravilloso soneto que le dedicó Jorge Luis Borges.

Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)

Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.