sábado, 29 de septiembre de 2012

La conferencia como género


Asistí hace unos días en la Residencia de Estudiantes a una espléndida conferencia a cargo de Francisco Calvo Serraller con el título “La autoridad del arte”. ¡Por fin una conferencia al viejo estilo, con un público ávido de verdades y alguien dispuesto a contárselas! Pero no me voy a referir aquí al contenido de la disertación, sino a la forma.

La conferencia como género está en declive. La posmodernidad y el pensamiento débil (es decir, el neoliberalismo disfrazado de filosofía) la han relegado al baúl de los recuerdos para suplantarla por un catálogo de sucedáneos menores como la puesta en común, la ponencia, la comunicación, la charla (con un tufillo inequívocamente clerical) o la videoconferencia (con olor a pirotecnia financiera).

Tengo que decir que para mí el término conferencia equivale a "la exposición magistral de una figura muy reconocida en el ámbito de la cultura según unas reglas constituyentes que la convierten en lo que es y no otra cosa". Puede haber matices intermedios y peticiones de principios. En cualquier caso, no considero figura reconocida de la cultura a un deportista famoso, un líder sindical, un cargo eclesiástico o un empresario del sector informático. Se puede discutir una casuística muy amplia pero no me detengo; se entiende perfectamente lo que quiero decir.

La primera regla se refiere a las condiciones de espacio y tiempo. Resulta imposible hablar de conferencia magistral, aunque la convoque un premio Nobel de literatura, si se celebra en el aula de usos múltiples de un Instituto de Secundaria, el centro cultural del barrio, la sede de un partido político, el local de una asociación cívica o el salón de actos de un Banco. El lugar debe ser la Biblioteca Nacional, el Ateneo, el Centro de Bellas Artes, el paraninfo de la Universidad Menéndez Pelayo o la Residencia de Estudiantes… Dicho sea del tiempo: una conferencia, como una corrida de toros, tiene un horario. Hay que descartar las sesiones mañaneras y aun más las noctámbulas. Es imprescindible que comience después de las siete de la tarde, aunque nunca pasadas las nueve. Su duración máxima será dos horas. Si se alarga, se convierte en un curso intensivo. Además, ningún acto público, sea boda o concierto, concluye cuando cesan los aplausos. Por cierto, el coloquio no tiene cabida en una conferencia seria. Bertold Brecht, el gran dramaturgo alemán, defendía el distanciamiento del público respecto de la obra; al revés, la conferencia exige el distanciamiento del ponente respecto del público. La veracidad se alimenta de un discurso sin puertas a la vía de la opinión.

La presentación del conferenciante debe hacerla algún conocido del gremio o el organizador del acto, si es alguien con lustre suficiente. En realidad no hace falta, pues su fama lo precede, aunque conviene que se digan dos palabras sobre el título y el tema.

La puesta en escena es otra exigencia del género.
El conferenciante no ha de salir forzosamente como un director de ópera, sino que debe dar la imagen que el público espera. Todos los espectáculos se basan en el cumplimiento de ciertas expectativas sociales y en primer lugar la conferencia. Por ejemplo, el atuendo del conferenciante ha de ser acorde con la cosa: no es coherente un traje azul con chaleco y corbata si el tema es el pop art, ni una cazadora informal y pantalón de pana si se habla de la arquitectura neoclásica. El gesto es decisivo, los brazos y las manos tienen que abarcar la escala entera de matices: anunciar el enigma, prevenir la trampa, develar la esencia...

Es fatal dar una conferencia sentado y, sobre todo, leerla. Es una invitación al bostezo, a manipular el Iphone y desconectar a la tercera frase. Desvirtúa el género, vaporiza al actor y amputa los recursos no verbales.

Demos un repaso a los objetos de cultura material: la palestra será de madera noble, con atril, un flexo negro de luz solar y el micrófono a la vista; completa la escena la carpeta de cuero repujado y la jarra de cristal (evitar las botellas de agua mineral, son propias de la cháchara de un entrenador de fútbol).
Los materiales multimedia están al filo de lo posible. Digamos que es tolerable recurrir a la diapositiva o a la presentación (a la que nadie en el fondo hace caso). Pero hay que ser muy precavido: un mal Power Point puede arruinarlo todo; por algo es la marca de los pelmazos que nos inundan la bandeja del correo. Asimismo, es un mal comienzo abrir un portátil, recuerda demasiado al presentador del telediario o a la tediosa reunión de empresa.

Una conferencia, como la trama de cualquier narración, consta de planteamiento, nudo y desenlace. Pero la unidad de los momentos no debe ser lineal. No tiene que verse el andamio: el orden y la nitidez de algunos insignes profesores contribuyen a la funesta convicción de que el auditorio es poco perspicaz y necesita muletas. El buen conferenciante sabe dar carrete a las ideas y recoger el señuelo cuando toca; el público debe tener la impresión de construir el problema “con su propia cabeza”. La improvisación y la anécdota deben servir a la totalidad. Una conferencia es siempre el resultado de una estudiada espontaneidad. Es a la vez estructura y función, un equilibrio de las partes que se sostienen entre sí y una finalidad precisa.

No hay que olvidar, por último, el elemento gramatical. El lenguaje de la conferencia no es oral ni escrito sino una fórmula intermedia (más parecida al segundo). El que diserta como habla está muerto. Tampoco son de recibo las continuas muletillas como "digamos", "en definitiva" o "¿comprenden?". Es preferible incluso el discurso pedante plagado de articuladores, latinismos y conclusiones retoricas. La conferencia, como la poesía, es palabra en el tiempo, armonía dirigida a un auditorio educado para valorar la entonación, el ritmo y las pausas. Por eso me gustan las pronunciadas al modo de Ortega, renovadas por discípulos (como Julián Marías) e imitadores (como Carlos París). Tienen tres virtudes magistrales.

Convertir la idea trivial en una perla.

- He aquí, decía con las manos cargadas de tensión, una verdad nueva que nos adviene y sobrevuela… (Todos miran al techo para ver escrita la epifanía con letras de oro). Esta intuición rigorosa nos declara que la vida es realidad radical, sustento primordial en donde echan raíces los vivencias cotidianas

Lograr la comunión mística entre público y maestro.

Finalizar con un crescendo digno de una sinfonía romántica.

Quien sostenga que las conferencias son aburridas, es porque no escuchó al profesor Calvo Serraller hablar largo y tendido del arte como la realidad auroral del hombre.

domingo, 23 de septiembre de 2012

El cuadro más bello de Francia


He viajado a Londres cuatro veces en mi vida, la última hace dos semanas; una soltero y tres con Ana, ahora profesora de inglés en Madrid y antes de español en Newcastle. Por tanto, ¡oh delicia del turista!, sólo he tenido que chapurrear mi lamentable spanglish al quedarme solo, y créanme, no me he separado de su vera ni tras la recurrente discusión en Harrods por la calma desesperante con que se toma las compras… (Ella opina lo mismo de mi forma de visitar los museos).

Lo común de mis viajes a Londres es, además de la parada en los grandes almacenes, la cita con “el cuadro más bello del Francia”: Los embajadores de Hans Holbein el Joven. Fue llamado así por el canónigo de la Catedral de Troyes tras su traslado a París en 1653 desde el castillo de Jean de Dintenville, señor de Polisy, juez del distrito, propietario del lienzo y uno de los personajes que aparecen en la composición.
En mi última visita a la National Gallery me he dedicado en exclusiva al cuadro, movido, tras despegar el vuelo, por una intuición mística de las alturas (como Dalí) de cuya verdad no me siento especialmente satisfecho. Al salir del museo, como penitencia por mi presunción, renuncié a la espuma de una cremosa pinta de Guiness en un pub cercano a la plaza de Trafalgar.


Por más respetables que sean las interpretaciones históricas o académicas de la obra, no me convencen ni me alegran la vida; por lo demás, se pueden encontrar las versiones oficiales en cualquier libro o web del ramo (la de Wikipedia es excelente). Lo que me fascina (por eso retorno a tantear el enigma) es su interpretación heterodoxa, oscura, muy inglesa, plena de simbolismo e ideología religiosa… aunque, ¡oh cruel reproche!, con fama de vana mistificación. Mis amigos profesores de arte, tras escuchar con paciencia mi relato, lo han refutado siempre. Aducen, por ejemplo, que si fuera cierto, el embajador Dintenville jamás hubiera aceptado la propiedad del cuadro… razón por la cual sostengo que el pintor ocultó con mano maestra sus aviesas intenciones.
Para empezar, hay que recordar que Holbein fue uno de los artistas más comprometidos con la Reforma, de la cual fue defensor y propagandista, e inversamente, adversario de Roma. En 1526 realizó una serie de 51 dibujos sobre el tema medieval de la danza de la muerte sin reclamar su autoría para evitar represalias de la Iglesia por su contenido satírico. En Inglaterra, a partir de 1532, trabajó bajo el mecenazgo de Ana Bolena y Thomas Cromwell, en 1535 Enrique VIII lo nombró Pintor del Rey y en 1538 ilustró la portada de la traducción luterana de la Biblia. No hay que olvidar, por fin, que el auténtico contexto histórico de Los embajadores fueron las guerras de religión que asolaron Europa entre 1525 y 1648.
Volvamos a la famosa tela. Jean de Dintenville, a la izquierda, fue cinco veces a Inglaterra en calidad de embajador del rey Francisco I. El otro personaje es Georges de Selves, obispo de Lavour, amigo del primero y embajador ante la Santa Sede, el emperador Carlos V y la República de Venecia. En la Pascua de 1533 Selves fue a Londres en viaje privado para visitar a su amigo y allí permaneció hasta finales de Mayo, período en el cual Holbein pintó el cuadro diez años antes de morir.
Los dos embajadores muestran unos rostros toscos, provincianos, incultos, alusión a la baja calidad moral e intelectual de los altos cargos de la Iglesia. En contraste con la rudeza de su cara, lucen suntuosos ropajes de seda y armiño o un abrigo exclusivo de piel sobre el uniforme eclesiástico, símbolos de la exterioridad de la religiosidad papista, proclive al ornato, la riqueza y el poder temporal. Obsérvese el medallón que cuelga del cuello del primero: un ángel oscuro de la muerte, alegoría del alma en peligro o de una Iglesia muerta. Asimismo, el broche del gorro representa una siniestra calavera en referencia al mismo tema.
El bellísimo suelo taraceado es una copia bastante fiel del pavimento de la abadía de Westminster, donde el arzobispo de Canterbury corona históricamente a los monarcas ingleses: una alusión a la grandeza de la Iglesia anglicana.
En el estante superior, sobre un exquisito tapete adamascado “a lo Holbein”, hay una reproducción del globo terráqueo hecho en 1523 por Johann Schöner de Núremberg, amigo íntimo de Copérnico, fundador de la astronomía moderna, cuya teoría heliocéntrica fue perseguida con especial saña por la Inquisición. A la derecha del globo hay diversos instrumentos matemáticos y físicos (compases, un reloj solar, un calendario cilíndrico, un goniómetro, un sextante y un cuadrante); empujados por el codo derecho del obispo parecen a punto de caer, anuncio del desprecio de la religión católica, anclada en la Escolástica medieval, por el progreso científico.
En el estante inferior, dedicado a la música, hay dos libros abiertos: a la izquierda Kaufmanns-Rechmungde de Piter Apian editado en 1527, una publicación muy corriente; a la derecha Geistlich Gesangbuhli de Johannnes Walther, un libro de himnos sagrados editado en Wittemberg, en cuya catedral Lutero clavó el 31 de octubre de 1517 las 95 tesis contra la venta de indulgencias, documento que señala el comienzo teológico de la Reforma. Este último está abierto por dos textos luteranos (“Veni sancte spiritus” y “Si quieres vivir espiritualmente”) que versan sobre el dogma de la gracia que Dios otorga a cambio de la fe, uno de los pilares de la religión protestante.
Además de los salmos, hay dos objetos relacionados con la música: un laúd y un estuche de flautas. La música es el arte principal de la Reforma frente a las artes figurativas de la contrarreforma, la escultura y la pintura, utilizadas como punta de lanza doctrinal desde el Concilio de Trento. El laúd tiene una cuerda rota y el estuche está vacío, símbolos de la perdida de la armonía entre los cristianos y la ausencia de principios compartidos.
Por último, la escalofriante representación anamórfica de un craneo es una alusión a los temas del memento mori (“recuerda que has de morir”) y de la salvación personal, punto de partida de la experiencia interior luterana. También puede ser entendida como una alusión a la vanitas terrenal y a la igualdad de los hombres, humildes o poderosos como los embajadores, ante la muerte.

domingo, 9 de septiembre de 2012

La vida es oro



Salvador Dalí, Diario de un genio. 1952. Mayo

Después de la muerte de Hitler, una nueva era mística y religiosa se disponía a devorar todas las ideologías. Entretanto yo tenía una misión. El arte moderno, residuo polvoriento del materialismo heredado de la Revolución francesa, se alzaría contra mí durante por lo menos diez años. Por lo tanto, me tocaba a mí pintar bien, cosa que no interesaba en absoluto a nadie. No obstante, era indispensable pintar bien, puesto que mi misticismo nuclear no podría triunfar, cuando llegara la hora, si no se encarnaba en la más suprema belleza.
Sabía que el arte de los abstractos –de aquellos que no creen en nada, y por consiguiente no pintan nada- haría las veces de glorioso pedestal a un Salvador Dalí aislado en nuestra abyecta época de decorativismo materialista y de existencialismo aficionado. Todo esto era seguro. Pero, para aguantar el golpe, había que ser más fuerte que nunca, tener dinero, producir oro, rápido y bien, para poder subsistir. ¡Oro y salud! Me abstuve completamente de beber y me cuidé hasta el paroxismo. Al mismo tiempo acicalaba y pulía a Gala para que brillara, esforzándome al máximo para hacerla feliz, cuidándola mejor que a mí mismo, pues, sin ella, todo se hubiera malogrado. El dinero serviría para conseguir todo lo que deseábamos en cuanto a belleza y bondad. A eso se limitaba mi avida dollars [expresión de André Bretón referida a Dalí]. Hoy va a quedar demostrado del todo…

Lo que más me gusta de toda la filosofía de Auguste Comte es el momento preciso en que, antes de crear su nueva “religión positivista”, sitúa en la cima de su jerarquía a los banqueros, a quienes atribuye una importancia capital. Tal vez se deba al atavismo fenicio de mi sangre ampurdanesa, pero siempre me he sentido deslumbrado por el oro, se presente bajo la forma que se presente. Al haber aprendido en mi adolescencia que Miguel de Cervantes, tras escribir para mayor gloria de España su inmortal Don Quijote, había muerto en la más triste miseria, y que Cristóbal colón, después de haber descubierto el Nuevo Mundo, también había muerto en las mismas condiciones y además cargado de cadenas, ya en mi adolescencia, repito, mi prudencia me aconsejó con denuedo dos cosas:

1º Crearme mi propia cárcel lo antes posible. Y así lo hice.

2º Convertirme, en la medida de lo posible, en ligeramente multimillonario. Y así ha sido.

El modo más simple de negar cualquier concesión al oro es teniéndolo. Con oro es totalmente inútil "comprometerse". ¡Un héroe no se compromete con nadie! Es todo lo contrario de un criado. Como con tanto acierto ha dicho el filósofo catalán Francesc Pujols: “La mayor aspiración del hombre, en el plano social, es la sagrada libertad de vivir sin tener necesidad de trabajar”. Dalí completa este aforismo añadiendo que esta libertad condiciona a su vez el heroísmo humano. Aurificarlo todo, he aquí la única forma de espiritualizar la materia.

Yo soy el hijo de Guillermo Tell, quien ha transformado en oro macizo la manzana de ambivalencia "canibalista" que sus padres André Breton y Pablo Picasso habían colocado sucesivamente en peligroso equilibrio sobre su cabeza. ¡Esa cabeza tan frágil y tan querida de Salvador Dalí! Sí, estoy convencido de ser el salvador del arte moderno, el único capaz de sublimar, de integrar y de racionalizar imperialmente, embelleciéndolas, todas las experiencias de los tiempos modernos, dentro de la gran tradición clásica del realismo y del misticismo que constituyen la misión suprema y gloriosa de España.

El papel de mi país resulta esencial en el gran movimiento de “mística nuclear” que marcará de manera indeleble a nuestra época. Norteamérica, gracias a los progresos inauditos de su técnica, proveerá las pruebas empíricas (digamos si se quiere, fotográficas o microfotográficas) de este nuevo misticismo.

El genio del pueblo judío le dará involuntariamente, gracias a Freud y Einstein, sus posibilidades dinámicas y antiestéticas. El papel de Francia será esencialmente didáctico. Ella redactará probablemente el acta de constitución del “misticismo nuclear”, por los méritos de su inteligencia, pero, a pesar de todo, España tendrá la misión de ennoblecerlo con la fe religiosa y la belleza.

El anagrama avida dollars fue para mí un talismán. Rindió generosa, dulce y monótonamente un manantial de dólares. Cualquier día revelaré toda la verdad sobre cómo acumular este bendito desarreglo de Danae. Constituirá un capítulo de un nuevo libro, muy probablemente mi obra maestra: La vida de Salvador Dalí considerada como una obra de arte.

sábado, 1 de septiembre de 2012

¡La supercopa es nuestra!


No hay tres sin cuatro. El superatleti repitió en el coqueto estadio Luis II de Mónaco las virtudes futboleras que le hicieron grande: defensa rocosa al borde del área, presión y ayudas en el medio campo, recuperación del balón y salida aullante al contraataque. Desde el primer minuto sólo hubo un equipo en el cesped y una afición en la grada. Ni el Chelsea ni sus seguidores estuvieron en ningún momento enchufados al partido. Parecía como si un equipo quisiera la victoria y el otro pasar el trámite. Esa voluntad de poder frente al nihilismo inglés fueron determinantes en la exhibición rojiblanca y el amplio marcador. Los sajones no tuvieron ninguna oportunidad. Entre otras razones porque el Chelsea es un equipo que le viene al atleti como un guante. Al revés que los equipos españoles (en esta final al menos) presiona moderadamente, deja jugar, ataca noblemente sin guardar la ropa y cuando pierde la pelota se queda en cueros, deja espacios y sucumbe al contragolpe… Así habló el gran Falcao.    

La prensa épica del deporte, la madrileña que va con el Madrid, destaca, en mi opinión, de forma excesiva la genialidad de un solo jugador, una forma de ponerlo en la órbita de sus futuras intenciones. Al revés, el atleti se mostró ayer como un conjunto formidable. Interpretó el concierto como si fuera la Filarmónica de Viena dirigida por el Cholo Simeone. Su versión de “la heroica” fue perfecta. Su planteamiento exacto: las declaraciones alegóricas antes del partido, la pizarra en el vestuario, su actitud mesiánica en el banquillo. La afición, como siempre, a tope, ajena a la crisis, en comunión mística con el equipo, un coro mixto a pleno pulmón. Por cierto, había una enorme bandera de Cuenca, saludos a mis amigos de la ciudad encantada.
El final y el protocolo de entrega fue un desmadre de sentimientos polimorfos; hasta el Cata Díaz, recién llegado del Getafe, botaba de júbilo. Retoños y mamás con la camiseta oficial vagaban por la cancha. El dueño del club, Gil Marín (no tuvo más remedio que asistir al partido) lucía una apacible sonrisa de valium 10; el presidente Cerezo repartía por doquier ocurrencias y actos fallidos (¡mañana nos vemos en la Cibeles! Suficiente para dimitir)… el que les habla se enjugaba las lágrimas al recordar a su abuelo y muchos más. Salí del éxtasis teresiano cuando al levantar la copa Gabi, el capitán, mi hijo, resonante, me llamó desde un bar adicto a la causa…  

Por fin, un recuerdo para Fernando Torres, que a pesar de sus airadas protestas al árbitro, un disfraz, no movió un solo dedo del pie contra el equipo de su alma. No tengo ninguna duda de que le hubiera gustado salir al campo a levantar la copa con sus colegas.
¡Mañana nos vemos en Neptuno!