El arte al aire libre es un género que incluye diversas modalidades. Una de las más conocidas es el arte callejero, entre cuyas formas de expresión se cuentan, por ejemplo, las bandas de las plazas turísticas con un repertorio universal, desde Los Platters a Madonna. O el músico solitario que se pelea con la pequeña serenata nocturna o desafina con el saxofón una pieza de Glenn Miller. O el sufrido hombre-orquesta cargado de artefactos sonoros, más cerca todos de la precariedad que del trabajo profesional; hoy desplazados por una legión de pedigüeños armados de karaokes.
Por cierto (aunque no se trate de arte propiamente), es cada vez más raro toparnos los sábados por la mañana en las ciudades, quizás por el acoso municipal, con el circo ambulante de marca gitana: la consabida trompeta, cabra acróbata, oso o perro inteligente y, a veces, una joven Esmeralda que baila al son del pandero. Han ocupado su lugar las mini-performances de marginados que representan en medio de la calzada un número relámpago de bolos o patines que dura un semáforo; o los mimos, que en los lugares más inesperados sorprenden a los paseantes con sus aspavientos.
Están incluidos en el arte al aire libre el programa estival de la banda municipal que toca en el quiosco del parque piezas arregladas de zarzuela o el concierto a la luz de las velas en un lugar emblemático de un conjunto de música étnica con instrumentos originales que redescubre los arcanos culturales del país; o el célebre recital de Les Luthiers en 2007 celebrado en el cruce de las calles Figueroa Alcorta y Pampa (barrio de Palermo, Ciudad de Buenos Aires) para conmemorar su cuarenta años de carrera, un espectáculo gratuito que convocó a más de sesenta mil personas. Y las veladas de cante jondo en las plazas y escenarios de Andalucía; una muy especial en la noche gaditana: las sesiones de Los jueves flamenco en el patio del Baluarte de la Candelaria organizados por la Peña del cantaor Enrique El Mellizo. O la cita anual de una orquesta sinfónica que interpreta a Sibelius o Ravel en los jardines de un palacio barroco; como los patrocinados en el mes de julio por Patrimonio Nacional en el Patio de Carruajes del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. O la representación de Aida en los Festivales de Ópera de la Arena de Verona: camellos de verdad, palmeras y lotos, aceites y perfumes, cien esclavos nubios salidos de un casting y un Nilo desbordante que pasa por el Véneto... O las fiestas cortesanas en los reales sitios de Aranjuez que los borbones celebraban con música acuática a bordo de falúas ricamente engalanadas. Y los incombustibles Festivales de España, una de las pocas concesiones del franquismo a la cultura popular, que aun se celebran todos los veranos en lugares públicos à la belle étoile.
Ciertas manifestaciones escénicas, textuales, mixtas o globales responden al género: así, el concurso de jotas en la plaza principal de la ciudad durante la semana de Ferias y fiestas; o la comedia de un autor clásico representada en las ruinas de un teatro romano y salpicada de alusiones eróticas o políticas de actualidad; o la sesión nocturna en un cine de verano con un público de bota y tartera dispuesto a disfrutar de la película del oeste y la tortilla de patatas. En mi opinión, también es arte el buen teatro de guiñol, con esos héroes sin tiempo que desfacen entuertos a golpes de palmeta ante los gritos alarmados del público menudo. Igual que la cabra y la pandereta, ha desaparecido la farándula o compañía itinerante de teatro, heredera de los cómicos de la legua e incluso de la comedia del arte. ¡Quién no recuerda haber visto en una película española de antaño la llegada a un pueblo perdido de una camioneta destartalada de la que se bajaban unos tipos estrafalarios para anunciar a bombo y platillo una obra titulada Hermelinda o la virtud perdida! Lejos del arte escénico aunque dignos de mención callejera son los funámbulos o equilibristas que tienden su cable de acero entre los puntos más altos de una ciudad ante la mirada estremecida de grandes y chicos. Algunos han salvado rascacielos o han cruzado el Gran Cañón del Colorado con la ayuda de una pértiga. Pero el mayor espectáculo del mundo son los magos. ¡En 1983 el ilusionista David Copperfield con público y televisión en directo hizo desaparecer la Estatua de la libertad!
Asimismo, podemos incluir las esculturas de muy distinta calidad e intención que fueron creadas para ser expuestas de modo permanente en la vía pública o el campo: desde la insípida estatua del prócer de la ciudad de provincias con el dedo señalando al cielo hasta la obra de arte genuina, por ejemplo las figuras volumétricas de Botero, la figura ecuestre del condottiero Gattamelata de Donatello en Padua o el monumento a la madera de Gustavo Torner enclavado en un bello paraje del curso alto de río Escabas (Serranía de Cuenca) para conmemorar el VI Congreso Mundial Forestal.
Más de lo mismo: algunos anuncios de carretera se han convertido en iconos del pop art, entre otros la botella de Tío Pepe de Gonzalez Byass, tolerada por la II República siempre que no levantara el brazo, o el toro de Osborne, a punto de desaparecer en 1994 por una orden del Reglamento General de Carreteras anulada tres años después por el Tribunal Supremo. Y las estatuas de bienvenida de algunas ciudades norteamericanas, como el leñador de la película Fargo de los hermanos Coen.
Entre las manifestaciones cercanas a la arquitectura destaca el trampantojo o trompe d’œil que se pinta o pega en ciertos edificios para dar continuidad a una fachada, crear un efecto imposible o simular un chaflán. O los murales sobre fachadas, tapias y paredes. Tienen especial interés los encargados por diversas instituciones (museos, corporaciones, estadios) a reconocidos artistas, como los realizados por Diego Rivera para la bolsa de valores de San Francisco o para los gigantes del sector automovilístico como Ford GM o Chrysler.
Asimismo, podemos incluir las esculturas de muy distinta calidad e intención que fueron creadas para ser expuestas de modo permanente en la vía pública o el campo: desde la insípida estatua del prócer de la ciudad de provincias con el dedo señalando al cielo hasta la obra de arte genuina, por ejemplo las figuras volumétricas de Botero, la figura ecuestre del condottiero Gattamelata de Donatello en Padua o el monumento a la madera de Gustavo Torner enclavado en un bello paraje del curso alto de río Escabas (Serranía de Cuenca) para conmemorar el VI Congreso Mundial Forestal.
Más de lo mismo: algunos anuncios de carretera se han convertido en iconos del pop art, entre otros la botella de Tío Pepe de Gonzalez Byass, tolerada por la II República siempre que no levantara el brazo, o el toro de Osborne, a punto de desaparecer en 1994 por una orden del Reglamento General de Carreteras anulada tres años después por el Tribunal Supremo. Y las estatuas de bienvenida de algunas ciudades norteamericanas, como el leñador de la película Fargo de los hermanos Coen.
Entre las manifestaciones cercanas a la arquitectura destaca el trampantojo o trompe d’œil que se pinta o pega en ciertos edificios para dar continuidad a una fachada, crear un efecto imposible o simular un chaflán. O los murales sobre fachadas, tapias y paredes. Tienen especial interés los encargados por diversas instituciones (museos, corporaciones, estadios) a reconocidos artistas, como los realizados por Diego Rivera para la bolsa de valores de San Francisco o para los gigantes del sector automovilístico como Ford GM o Chrysler.
Por lo que respecta a la pintura, se ha puesto de moda la exposición en las calles de ciertos barrios populares de copias-carteles en tamaño original de cuadros conocidos de pintores clásicos o modernos cuya conmemoración se celebra. Suelen hacerse a partir de primavera para evitar que el mal tiempo deteriore las muestras de papel que, al final, alguno se llevará a casa. Sin olvidar al pintor dominical de la Plaza Mayor o del Rastro que exhibe en la acera sus paisajes de nubes y ríos que parecen de otro planeta o hace retratos y caricaturas express (lo mejor) a la carta.
Algunas formas del espectáculo al aire libre tienen indudablemente un contenido estético. Como el arte de la tauromaquia, al que José María de Cossío dedicó una enciclopedia considerada “La Biblia de los toros”. O las procesiones de Semana Santa sobre todo en las localidades donde las imágenes son obra de autores reconocidos. Aceptamos también Las Fallas por su parcial intención artística, con sus multicolores composiciones satíricas y sus ninots mofletudos de una rotunda estética kistch. Ambos de tradición valenciana, pasamos del culto al fuego del gremio de los carpinteros al de los pirotécnicos, uno de los oficios más antiguos, autores de los fuegos artificiales que en días señalados pueblan los cielos nocturnos de efectos visuales y sonoros. También son arte al aire libre los concursos florales en viveros y rosaledas para elegir entre los maestros floristas la rosa o la orquídea más bella. Y por supuesto, la jardinería, ese arte del diseño vegetal que desde el Paleolítico Superior se ocupa de imitar o mejorar (nada menos) las leyes de la naturaleza.
Pero el arte callejero por excelencia es el grafitti, al que dedicaremos la próxima entrada.
Pero el arte callejero por excelencia es el grafitti, al que dedicaremos la próxima entrada.