martes, 30 de noviembre de 2021

Fines del mundo

 

La expresión el fin del mundo es ambigua. Puede tener un significado finalista (o teleológico), un significado terminal (o escatológico) y un significado personal (o tanatológico).

Podemos prescindir del primero: en el mundo todo es como es y sucede como sucede, carece de causas finales, incluso en su dimensión biológica. La evolución de la vida en la tierra o la aparición de la especie humana no tienen ninguna finalidad. La selección natural es un mecanismo biológico equivalente a la ley de la gravedad. No es posible, por tanto, preguntar por el sentido del mundo. La frontera del conocimiento sería la paradoja metafísica de por qué hay el ser y no más bien la nada. La cual no equivale a la investigación física sobre el origen del universo. La primera busca un propósito, la segunda una explicación. Hablar del problema del mal en el mundo es un sinsentido: la erupción de un volcán o las mutaciones de un virus pueden ser explicadas, no evaluadas.  En el mundo no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor, sólo sería un malentendido del lenguaje. El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. Dentro del mundo hay que guardar silencio. De lo que no se puede hablar, mejor es callarse. Fuera del mundo podemos conferir todo tipo de sentidos: éticos, estéticos, políticos, teológicos, filosóficos, esotéricos…

Del segundo significado del fin del mundo hay numerosas teorías. Prescindimos de las trompetas apocalípticas de carácter religioso y de las absurdas profecías pseudocientíficas. La ciencia predice que dentro de unos cinco mil millones de años el Sol habrá consumido todo el combustible de su núcleo, el hidrógeno. Entonces, comenzará a fusionar helio, se hará cada vez más grande, como un globo que se infla, y se convertirá en una gigante roja. Se hinchará tanto que su tamaño será casi doscientas veces el actual, se tragará a Mercurio y Venus, aunque no está claro si hará lo mismo con la Tierra. En todo caso, la temperatura será tan alta que la vida en nuestra única patria y morada será imposible millones de años antes. Por entonces, la especie humana o bien se habrá extinguido o habrá conseguido emigrar a otros mundos (naturales o artificiales). Me inclino por lo primero. En realidad, la especie humana es especialmente autodestructiva. Tres ejemplos: la confrontación cada vez más caliente de las grandes potencias mundiales. La imparable carrera de armamento es el trasfondo de la política internacional ante la evidencia de que el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última instancia, al poder militar. Otro: Las dos potencias que emiten más gases contaminantes del efecto invernadero, China y Estados Unidos -en torno al 40%- no se han adherido al Acuerdo de París (2021). La realidad hasta ahora es que de las 18 economías que más gases de efecto invernadero expulsan a la atmósfera, solo dos han revisado al alza sus planes de recorte con una notable ambición, como ha destacado Naciones Unidas. Se trata de la Unión Europea, que ha elevado del 40% al 55% su objetivo de reducción de emisiones en 2030, y el Reino Unido, que ha pasado del 53% al 68%. Tampoco los países del llamado primer mundo acaban de entender que es imposible vencer localmente a una pandemia mundial. En los países con recursos económicos el índice de vacunación es relativamente alto: se calcula que más de un sesenta por ciento de la población ha recibido la pauta completa, mientras que en los países pobres es tan solo de un tres por ciento. En muchos países del primer mundo ya se va por el tercer pinchazo, pero las olas no cesan de infectar a la población. Conclusión: mientras los países del tercer mundo no tengan acceso masivo a las vacunas continuarán las mutaciones cada vez más agresivas. No parece viable ponernos cuatro vacunas al año y cerrar las fronteras en un mundo globalizado. La pandemia es una extraordinario ocasión para entender las miserias del nacionalismo y la verdad del cosmopolitismo. Desde hace mucho tiempo, quizás desde los antiguos estoicos, la filosofía espera un tratado cuyo título sea “Principios de una ética cosmopolita”.

Del tercer significado del fin del mundo hay que comenzar con otra proposición del Tractatus: Así pues, en la muerte el mundo no cambia sino cesa. Las expresiones de tránsito (pasó a mejor vida, alcanzó la vida eterna, está con los más, descansa en paz) son eufemismos cuya finalidad es ocultar que con la muerte no cambiamos de estado, simplemente desaparecemos. No deberíamos reflexionar demasiado sobre la muerte puesto que carecemos de información fiable. Tu propia muerte (no la del otro, la que conocemos) es una experiencia única e irrepetible. Cada cual, a solas consigo mismo, conocerá los pormenores de su propia muerte: eso significa realmente la expresión “afrontar la muerte”. El acontecimiento de la hora postrera está reservado a un solo espectador. Podemos imaginar, adelantar acontecimientos, pero sólo son fantasías cuya finalidad puede ser múltiple, positiva o negativa, excepto saber algo de nuestra propia muerte (el último momento de nuestra identidad personal). Tu muerte es tuya, del soneto de Agustín García Calvo. La expresión La muerte no es final, símbolo de la trascendencia, deja intacto el fin del mundo y nos traslada a otro más misterioso y quizás indeseable. Terminamos como empezamos, con otra lúcida proposición de Wittgenstein: La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno sobrevivir aun después de la muerte, no solo no está garantizada de ningún modo, sino que tal suposición no nos proporciona en principio lo que merced a ella se ha deseado siempre conseguir. ¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de que yo sobreviva eternamente? Y esta vida eterna ¿no es tan enigmática como la presente?   

jueves, 25 de noviembre de 2021

Analogías de la peste negra

 

A las epidemias les ocurre lo mismo que a las revoluciones: en realidad no hay más que una. La lectura durante el confinamiento de La peste de Albert Camus (cada libro tiene su momento), me reafirma en esta convicción. Resultan sorprendentes las semejanzas entre la peste negra del siglo XIV y la pandemia actual. La muerte negra procedente de China alcanzó su punto máximo entre 1347 y 1353 y acabó con la mitad de la población europea. La mayoría de la gente, la plebe, era pobre, inculta y en su mayoría analfabeta: para los campesinos lo más parecido a un texto eran las imágenes de templos y catedrales. En realidad, nadie sabía lo que ocurría. Tampoco se acordaban de la epidemia de peste bubónica de Justiniano (541-549) que asoló el Imperio Romano de Oriente. Las únicas fuentes de información eran los hechos y las Sagradas Escrituras. La creencia popular consideraba a la peste un castigo por los pecados de la humanidad. Como las plagas de Egipto. Se trataba de “un acto de Dios”. Cuando el mal se expandió sin solución, nobleza, clero y pueblo llano buscaron la intercesión divina para contenerla. La Iglesia organizó preces y rogativas bajo el amparo de alguna Virgen o santo venerado. Las sangrientas procesiones de los flagelantes desplazándose de pueblo en pueblo entre súplicas y gritos de agonía surgieron como una forma de apaciguar a un Dios justiciero y librar el mundo de la guadaña. Algunos visionarios pronosticaron que tenía un origen astrológico (eclipses, paso de cometas, conjunción de planetas). La mortandad cesaría cuando los cielos recobraran sus ciclos normales. Hubo profecías sobre el fin de la humanidad. También abundaron las teorías conspiranoicas: se culpó a los judíos de envenenar los pozos del agua, corrió el bulo de que enfermaban menos que los cristianos y se desencadenó una cruel persecución antisemita. Proliferaron los curanderos que vendían remedios a base de hierbas medicinales, maderas aromáticas y emplastos inocuos. Las supersticiones y falsos anuncios recorrieron campos y ciudades. Muchos se enriquecieron con el tráfico de reliquias, escapularios, y rosarios que circulaban de mano en mano trasmitiendo la enfermedad. Los apestados, cuyos primeros síntomas eran la fiebre alta, tos pertinaz, dificultad para respirar y un terrible dolor de cabeza fallecían en menos de cuatro días. Eran trasladados en carros y enterrados en fosas comunes lejos de las ciudades, a veces sin que sus familias pudieran despedirlos ni celebrar velorios y entierros por temor a nuevos contagios. Una familia hacinada en su mísera casa podía desparecer en una semana.

Los médicos surgidos de las universidades europeas, lucharon contra la peste con los pocos medios que tenían. La medicina medieval era más descriptiva y clasificatoria que científica y estaba influida por los conocimientos en parte empíricos, en parte especulativos de los médicos grecolatinos. Muchos, sin la protección adecuada, se infectaron al tratar a sus pacientes. En realidad, no podían hacer prácticamente nada. Por supuesto, fueron incapaces de determinar las causas del contagio. Los grandes hospitales se fundaron en el siglo XIV como respuesta a las exigencias de la pandemia. En Madrid se crearon nueve, uno de ellos llamado Hospital de los pestosos. Una de las medidas era aislar a los pacientes infectados en tierra y mar durante un periodo de cuarenta días o cuarentena hasta considerarlos fuera de peligro. Entre las normas de prevención personal se recomendó lavarse las manos y pies y salpicarlos con agua de rosas y vinagre, así como quemar las ropas y enseres de los muertos. También se usaron picudas mascarillas impregnadas de sustancias aromáticas fabricadas en talleres venecianos. El origen y la rápida difusión de la peste se debió al auge del comercio internacional; las ratas infectadas viajaban en los barcos, contagiaban a los tripulantes que, a su vez, lo extendían por los diferentes países. Obviamente la epidemia afectó a todos los sectores de la población. La muerte era la gran posibilidad democrática. Muchos huían en masa de los núcleos más afectados llevando consigo el mal o la pulga portadora de la enfermedad en sus equipajes, lo que contribuía a la propagación de la peste.

Algunos galenos difundieron explicaciones aproximadas: los efluvios de los cuerpos enfermos, la corrupción del aire provocada por la descomposición de la materia orgánica, los miasmas del agua estancada (las calles eran lugares insalubres) y las deficientes condiciones higiénicas y alimentarias de la población. Hasta el siglo XIX no se descubrió que la causa era la bacteria yersinia pestis que afectaba a las ratas que, a su vez, la trasmitían a los humanos a través de las pulgas que vivían en estos roedores. Se trata, por tanto, de una zoonosis.

Inversamente, la inminencia de la muerte desencadenó, en los albores del Renacimiento, la alegría de vivir, el amor profano, la sensualidad y los placeres terrenales. Hay que vivir al día, gozar del presente, burlarse de la parca. Los cien cuentos de El Decamerón (1353) de Boccaccio y los ciento veinte de Los cuentos de Canterbury (1380) de Chaucer son el espejo literario de esta nueva visión que se aleja de la teología fatalista del mundo como un valle de lágrimas donde el hombre debe aceptar el sufrimiento porque será recompensado en la vida eterna por su obediencia y resignación.

viernes, 12 de noviembre de 2021

El metaverso

 


Se debe al obispo anglicano irlandés y filósofo empirista George Berkeley (1685-1753) la conocida sentencia: “Ser es ser percibido”. Lo que significa que, con rigor, nada más allá de nuestra experiencia intrapsíquica puede ser confirmado como existencia segura. Para Berkeley, tan solo conocemos las cosas por su relación con nuestros sentidos, no por lo que son en sí mismas. En otras palabras, únicamente podemos aceptar como estrictamente ciertas nuestras representaciones en el gran teatro de la mente. Los límites de mis percepciones son los límites de mi mundo. La misma realidad física de las cosas queda reducida a "experiencia interior" o conjunto de percepciones subjetivas. Inmaterialismo, idealismo, psicologismo. Lo cierto es que este tipo de cuestiones, que hoy nos parecen algo rancias cuando no superfluas, eran las que ocupaban las sesudas cabezas de la Ilustración inglesa. Sin embargo, si nos tomamos más en serio la identidad entre realidad y percepción pronto descubriremos que no se trata de un mero juego de salón, de una paradoja de fabricación británica (¿sigue el cuadro colgado en la pared cuando salimos de la habitación?). Me atrevo a decir que no hay nada tan actual.

Las grandes tecnológicas, por el momento Facebook y Microsoft, se apuntan a la llamada meta realidad (meta en griego significa “más allá”). Un nuevo salto cualitativo en el uso de las redes sociales. El objetivo de Meta es crear un “metaverso”: un universo digital, un segundo mundo, al que los usuarios podrán acceder mediante dispositivos como las gafas inteligentes. El metaverso es la realización del viejo ideal de telépolis, la utopía renacentista de la ciudad perfecta, una realidad virtual y colectiva sin las limitaciones espaciotemporales del primer mundo. En este universo paralelo las personas interactúan a través de dobles o avatares en cualquier tipo de eventos imaginables en el planeta, incluso en las galaxias, agujeros de gusano y otras entelequias matemáticas. El Paraíso veneciano de Tintoretto deberá ser sustituido por las maravillas de unas culturas angélicas donde la materia se ha transformado en espíritu (otro homenaje a Berkeley). Al principio, algunos eventos serán gratuitos (el gancho) y después pago por percepción. A su vez, cada evento dispondrá de distintas variantes de creciente interés: no será lo mismo asistir en directo a un concierto de los Rolling Stones en Hyde Park que sustituir a Charlie Watts en la batería. No será lo mismo viajar a las Islas Galápagos que a una civilización perdida en el infinito, poblada por unos seres que llevan cientos de millones de años en el cosmos: en realidad una ilusión porque no dejará de ser un producto de la imaginación humana, aunque desconocemos los límites creativos de la inteligencia artificial. Por supuesto, gastos extras. Se crearán grandes plataformas temáticas. Está sobre la mesa el mayor negocio de la historia. En Meta, aún más que en el primer mundo, se puede afirmar sin ninguna concesión especulativa que ser es ser percibido. Como siempre, el cine de ciencia ficción se adelantó e incluso anticipó una meta-meta realidad: recuerdo las estupendas cintas “Desafío total”, “Matrix” o “Avatar” en las que se accede a la realidad virtual no mediante dispositivos intermedios como las gafas inteligentes, sino mediante tecnologías que conectan directamente nuestro cerebro con el tercer mundo. ¡Si el obispo irlandés levantara la cabeza!

miércoles, 3 de noviembre de 2021

El videojuego del calamar

 

El juego del calamar es una serie de Netflix concebida, en el fondo, como un videojuego en el que hay que superar sucesivas pantallas. En un videojuego tras cada nivel que pasas aprendes más trucos y obtienes más poderes para el siguiente. Igual que en el calamar, cuyos participantes compiten en seis juegos infantiles en los que si pierden, pierden la vida. Comienzan 456 jugadores y sólo uno puede ganar la fabulosa cifra de millones que se acumulan tras la eliminación a tiros de cada perdedor. Prescindo aquí de las inevitables interpretaciones sobre el mensaje anticapitalista o la crítica a las miserias de la condición humana que según muchos expertos son la moraleja de la serie y me quedo con la reiterada alerta sobre los peligros de que los niños y adolescentes la sigan por razones miméticas y emocionales. Es obvio que nadie en su sano juicio dejaría que un niño la viese. Además, se aburriría como una ostra porque los juegos de la serie están tan cruelmente deformados, tan contaminados de relaciones tóxicas, que no forman parte del universo infantil. Pero dudo que hiera la sensibilidad de un adolescente de doce años, acostumbrado a lidiar en su videoconsola con juegos violentos, agresivos o de supervivencia donde todo son disparos, explosiones y emboscadas en las que el protagonista que elijas (suele haber varios tipos de superhéroe) tiene que liquidar a todo lo que se le ponga por delante. Obviamente descarto los juegos sadomasoquistas, gore, racistas (tipo “cacería del negro”), supremacistas y homófobos. De hecho, estoy convencido de que en breve la serie se convertirá en El videojuego del calamar. El argumento es el mismo: se ha especulado por psicólogos y sociólogos sobre los efectos nocivos de ciertos videojuegos en los jóvenes. Se aduce que los menores y adolescentes no tienen suficiente capacidad para distinguir la realidad de la ficción y corren el riesgo de mezclarlas en el patio del colegio. Más bien tengo la impresión de que quienes deliran son muchos adultos en su vida privada y pública. En un videojuego no se produce ningún proceso de identificación con los personajes, simplemente ganas o pierdes. Por eso, la mayoría de las películas basadas en videojuegos han sido un fracaso, aunque no al revés. El héroe de un videojuego carece por definición de un perfil humano (y menos literario), por lo que resulta un fraude crearlo. Lo contrario, privar al hombre de sus atributos, es lo más fácil del mundo. En realidad, es lo que hacen los malos guionistas. Tiran del archivo de prototipos y levantan un andamio sin tornillos que al final se cae en las narices del autor. Un videojuego no es una parábola moral sino un desafío lúdico. Cualquier consideración sobre el significado “profundo” de la trama introduce un considerable ruido y se convierte en un elemento perturbador de la diversión. Lo cual no significa que haya jóvenes que desarrollen conductas violentas, agresivas e incluso criminales, pero sus causas proceden de otras circunstancias personales. Estoy convencido de que un joven dentro de la norma estadística, una vez que apaga la consola borra de su mente todos los componentes conflictivos, desconecta de su envoltura agresiva y, en todo caso, su pensamiento en segundo plano se enriquece con la inteligencia lógica que ha adquirido mientras resolvía las dificultades del juego. Por su parte, su inteligencia emocional permanece vacía, al margen, porque no tiene ninguna función que le sirva para evitar obstáculos, resolver problemas y pasar de pantalla. Es un ejemplo perfecto de la máxima de Ockham de no multiplicar los entes sin necesidad. La diversión consiste en salir del laberinto, no en construir otro paralelo. ¿Significa esto que los videojuegos son positivos? De nuevo descarto a los adictos de la pantalla que se aíslan del mundo en su madriguera, prescinden de cualquier relación social y sólo contactan con sus iguales mediante chats o plataformas monocordes. Por lo demás, creo que su uso es beneficioso para quienes lo practican con cualquier edad y condición.

El calamar no tiene una pantalla final, como la mayoría de los videojuegos (o películas populares) con éxito. El final de la serie es absurdo, pero no en sí mismo (qué más da) sino porque resulta demasiado evidente que queda abierto a una segunda temporada. El único efecto mimético, según parece, ha sido la gran demanda de disfraces para Halloween copiados de los personajes. Por cierto, estoy de acuerdo en que Halloween es un claro ejemplo de una tradición cultural extraña que en parte se ha impuesto y en parte se ha superpuesto a la nuestra (mucho más macabra, por cierto). Lo que resulta evidente es que la tradición importada es mucho más divertida para los niños con sus disfraces en el cole, sus calabazas y su continuación en la calle. Y también para los padres que disfrutan con las compras y preparativos de un jubiloso día de todos los santos.