La playa me gusta en pintura. Dos
ejemplos. Las marinas de Sorolla, los efectos fugaces de la luz mediterránea y
las sombras de los parasoles reflejadas en los vestidos blancos de las damas que
pasean por la orilla. O la pátina reluciente de los cuerpos mojados por las
olas. El mar, sus gentes y sus labores… O, inversamente, los cuadros de Gauguin
donde unas mujeres tahitianas están sentadas en la playa. La idea misma
de ir a la playa no forma parte de sus costumbres. El mar es
un trazo grueso, plano, una franja recortada de azul oscuro sin horizonte ni
sombras modeladas. Vestidas con atuendos tradicionales se dedican a sus
trenzados. La perspectiva forzada deforma
las figuras. Sus rostros expresan un sentimiento insondable para el
lenguaje gestual de nuestra cultura.
Detesto las fotografías de
atardeceres desde una atalaya marina o las calas recogidas con un fondo digital
azul turquesa. En ambos casos me parecen anuncios de una plataforma hotelera.
Tienen interés histórico y estético las instantáneas de los veranos de la Belle
époque española, por ejemplo, Alfonso XIII y Victoria Eugenia
acompañados de la corte estival en la santanderina playa de El Sardinero.
También admiro
el imaginario balneario proustiano de Balbec donde Marcel descubre el eterno
femenino a la sombra de las muchachas en flor. O la playa veneciana de Il Lido
en la que el consagrado escritor Gustav von Aschenbach sucumbe a la belleza de
Tadzio, un adorable adolescente polaco. O uno de los versos más hermosos sobre
el mar: La mer, la mer, toujours recommencée. El sol está en lo más
alto, no existen sombras y brilla la luz cegadora de la playa; entonces la
mirada del poeta se vuelve hacia la línea blanda de la arena en la que mueren
las olas después de un largo viaje, como las vidas.
Hace un mes, unos amigos gallegos ansiosos de sol (vamos a secarnos, dicen) nos llevaron del ramal a una conocida playa levantina. Un entorno hostil. Consigues aparcar tras dar más vueltas que la mula de un molino en una polvorienta explanada donde un guardacoches africano te saluda con zalemas; lo más sensato es darle un euro. Atraviesas el yunque del sol hasta la playa cargado con la impedimenta. Cuando llegas al mar a las doce en el reloj no tienes la sensación de que el mundo esté bien hecho. Según cuenta la prensa hay avispados playeros que a las siete de la mañana bajan de los bloques de hormigón para dejar la sombrilla en primera línea de playa y marcar el territorio. Al parecer está prohibido. Sería curioso saber cómo se controla el fraude. Accedes a las ardientes arenas por una desgastada pasarela de listones de madera flanqueada por concurridas duchas fúngicas. Te sitúas a treinta metros del agua. Colocar la sombrilla no es tarea fácil; si no la sujetas bien puede despegar al albur de los vientos y acabar en la jaima multicolor de una familia extensa provista de nevera, provisiones y una radio descomunal. Una procesión de emigrantes de color despliega ante tu pareja las últimas novedades de la ruta de la seda. Tristeza. Ir a la orilla es una aventura. Te abrasas los pies, molestas a la multitud abigarrada, recibes el pelotazo de unos palistas y cuando por fin llegas no hay espacio para entrar al agua. Ahora el suelo es de guijarros. Tienes que sortear las tablas de surf, los neumáticos de camión y las piraguas infantiles. Te remojas en Aguascalientes y cuando sales tardas diez minutos en encontrar tu parcela. Sobre todo si usas gafas. Rebozado en la arena en cuanto te tumbas en la escuálida toalla eres lo más parecido a una croqueta de mar. Tardas cinco minutos en estar de nuevo recocido. Queda recoger y volver a casa.