viernes, 30 de julio de 2010

¿Existen realmente los hechos?


… El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.
Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus

Etimológicamente el término “hecho” significa “lo construido” (Facio, factum, es un verbo latino que significa “hacer”, “construir”, realizar). Un dato (Do, datum) es lo que está ahí dado y todavía no es un hecho. Un dato es un acontecimiento del mundo, pero no ha sido todavía construido o realizado, es decir, hecho. En un mundo sin seres humanos habría datos pero no hechos. Lo dado no es lo mismo que lo fáctico. El mundo como tal no consta de hechos sino de datos.
Supongamos por un momento que estamos viendo el inevitable partido del siglo, un decisivo Madrid-Barça. En el área azulgrana se produce el forcejeo del central con un atacante que se derrumba sobre el césped mientras el balón rueda mansamente a las manos del arquero (los datos). ¿Cuál es exactamente el hecho que hemos presenciado?
Es evidente que un aficionado merengue, a pesar de la moviola, dirá que se trata de un claro penalti, mientras que el hincha culé negará la sentencia y jurará que ha sido una entrada “normal” sin mayores consecuencias. Una nueva opinión de alguien que no sea de ninguno de los dos equipos dirá lo que tenga que decir y el árbitro pitará lo que estime oportuno (hace algunos años hubiera señalado sin vacilar la marca de los once metros, ahora es dudoso). Conclusión: el hecho es la construcción variable de una secuencia visual a partir de tu elección, neutralidad o competencia. Admito que el caso desprende el aroma inconfundible de los argumentos sofísticos, pero sirve para introducir lo que sigue a continuación.
No existen hechos intersubjetivos. No hay una materia fáctica neutral o igual para todos. Sin datos no hay hechos; pero tampoco hay hechos sin un marco previo que los constituya (científico, ideológico, moral, político, religioso o deportivo). Un hecho es siempre una construcción histórica y cultural.
Los hechos, desde los más simples a los más complejos, son siempre construcciones subjetivas. Los objetos, las situaciones, el entorno fáctico que nos rodea, son el resultado activo de nuestras sensaciones, percepciones, esquemas perceptivos y percepción global de la realidad. Pensemos en un aula: la percepción sería el patrón de reconocimiento del objeto-pizarra, el esquema perceptivo sería mi particular visión del desarrollo de una clase en sus rasgos materiales y no materiales, la percepción global de la realidad sería mi concepción general de la educación… Imaginad que un indígena africano, ajeno por razones culturales a este entorno, entra en el aula: miraría, tocaría, olería, saborearía la pizarra, pero nunca transpondría el ámbito de los datos, de las meras sensaciones sin interpretar. La pizarra no es un hecho para este habitante de las tierras vírgenes. Inversamente, si un occidental medio se desplazase a las tierras blancas de los esquimales, ¿cuántos tipos de nieve sería capaz de distinguir como hechos pertinentes (su vida podría depender de ello)? Posiblemente sólo uno, el esquimal distingue más de treinta.
Lo que Aristóteles consideraba (el hecho) un cuerpo pesado en el que predomina el elemento terrestre y con tendencia a caer hacia el centro de la tierra, para Galileo era un péndulo y para Einstein un sistema inercial de referencia.
Los sueños son para la psicología empírica y para el psicoanálisis entidades inconmensurables.
Cuando un historiador marxista y otro conservador miran a la guerra civil española no ven los mismos hechos; ni siquiera utilizan los mismos términos para explicarlos.
Una misma coyuntura económica, por ejemplo las crisis periódicas del sistema capitalista, no es el mismo hecho para dos teorías económicas con supuestos dispares.
Echemos un vistazo a los distintos periódicos de alcance nacional. En realidad, no nos informan de determinados hechos que después analizan y evalúan; lo que hacen es presentarnos cocinadas y digeridas ciertas versiones tendenciosas de lo que su dirección editorial desea que admitamos como hechos (lo demás son elipsis y no-sucesos).
George Edward Moore (1873-1958) uno de los fundadores de la filosofía analítica, junto con Bertrand Russell, en su obra Defensa del sentido común, afirma que ciertas proposiciones del tipo “Esto es una mano” pueden considerarse hechos objetivos al margen de cualquier interpretación ontológica. No es así, ya que tal proposición no constituye por sí misma un hecho, sino que depende del contexto en que se enuncie. Puede que tenga sentido en una sesuda clase de filosofía, pero si la pronuncio en una conferencia sobre anatomía o delante de mi novia o mis amigos me tomarán por un perturbado.
Podemos concluir que el marco teórico determina siempre el lenguaje observacional y no al revés. El perspectivismo de Nietzsche o de Ortega tiene este mismo sentido: no hay hechos objetivos ni verdades absolutas asociadas a descripciones univocas de la realidad. No hay hechos sino interpretaciones. El mundo es como un prisma de infinitas caras cada una de las cuales refleja una perspectiva fragmentaria y posiblemente única. Verdad es siempre perspectiva, y los hechos son ideas y valores disfrazados.
Un caso relacionado con el tema que me afectó personalmente: hace un par de años tuve molestias en el cuello a la altura de las cervicales, acompañadas de una desagradable sensación de mareo y vértigo cuando me inclinaba o tumbaba. El médico internista, tras analizar las correspondientes radiografías (los datos), me recetó un tratamiento farmacológico y varias sesiones de rehabilitación. Me aconsejó, antes de empezar, que contrastara su diagnóstico con el de un especialista. Fui al traumatólogo. Miró las mismas radiografías y me dijo que la solución definitiva era intervenir quirúrgicamente para quitar ciertas aristas o picos de loro, etc. Escamado fui a un tercer médico, un reumatólogo. Ante las mismas pruebas radiográficas determinó que no me pasaba nada, que tomara durante unos días unos suaves analgésicos y me olvidara del problema. Estuve a punto de recurrir a un cuarto protocolo, por supuesto el de un psiquiatra, pero preferí la inercia al no seguirse nada de los dictámenes previos. Poco a poco, el problema remitió y por ahora no he tenido nuevas molestias. La moraleja es que los diagnósticos, acertados o equivocados, no fueron arbitrarios, sino construcciones condicionadas por la especialidad, es decir, por el lenguaje teórico de cada uno de los médicos.
Aceptemos que el diagnóstico no sea disonante sino único e irrefutable. A partir de la verbalización del paciente, los síntomas corporales y las pruebas científicas, se diagnostica una neumonía y su tratamiento. Tampoco es un hecho. Ante los mismos datos, excluidas por razones evidentes las pruebas científicas, un curandero aborigen de la Australia profunda fabricaría un hecho muy distinto: espíritus malignos, influencias perturbadoras y soluciones mágicas. Un hipotético habitante de una lejana galaxia con una civilización más avanzada seguramente hablaría de otro hecho.
Un nuevo ejemplo relacionado con el deporte. La misma frase, “la selección española de fútbol ha sido campeona del mundo”, puede ser un dato o un hecho según tenga un significado denotativo o connotativo. Si queremos describir la realidad será un dato, pero si deseamos expresar nuestra desbordada emoción patriótica seguida del estribillo de “soy español, español, español“, se trata de un hecho. Un nacionalista radical del País Vasco o Cataluña no tendría más remedio que compartir el mismo dato pero no el mismo hecho.
Es bien sabido que una sociedad compleja como la nuestra es un conglomerado de subculturas (de clase, de raza, de sexo, de edad) donde los mismos datos significan hechos distintos. Una subcultura es una forma de pensar, de hablar, de vestir y de comprar, de casarse y de educar a los hijos; en definitiva, de construir la realidad. Prácticamente, todos los aspectos del pensamiento y de la conducta, incluso los procedimientos para hacer el amor, difieren de una subcultura a otra. Cada subcultura tiene una concepción del mundo única, con frecuencia incomparable con otra. Dos subculturas distantes no comparten los mismos hechos, ni siquiera los mismos nombres.
La mayoría de los conflictos sociales son discrepancias sobre lo que entendemos por ciertos hechos: por ejemplo, lo que una parte de la población entiende por interrupción artificial del embarazo, homosexualidad, familia, nación, trabajo o derecho a la huelga… Un acto quirúrgico, un acto sexual o una boda entre personas del mismo sexo, el artículo de una ley, el despido de un trabajador o el incumplimiento de los servicios mínimos, no son acontecimientos con realidad sustantiva. Son los datos que nutren las iglesias de todo signo e intención y los fantasmas que reproducen a diario nuestro particular modo de existencia.
Un buen gobernante es aquel que dispone del máximo de información valiosa (datos) y además es capaz de interpretarla correctamente (hechos) en función de los fines, alternativas, disponibilidad y circunstancias. La información ha sido siempre la principal fuente del poder político (en general, de cualquier forma de poder). Los monarcas absolutos del Renacimiento, por ejemplo los Reyes Católicos, disponían (igual que hoy) de una intrincada red de policías, espías, confidentes e informadores repartidos profusamente dentro y fuera del reino. Estos colaboradores ponían a disposición del poder con celeridad y rigor todos los datos relevantes para el buen gobierno del Estado. La reconstrucción posterior de los hechos movía al rey a descartar o aplazar una decisión o bien a tomar medidas drásticas.
Del mismo modo, el gobierno y la oposición, en el peldaño más bajo del lenguaje político, a partir de los mismos datos estadísticos perpetran estados de cosas radicalmente opuestos.
Los científicos siempre comienzan seleccionando aquellos datos empíricos que consideran relevantes para la solución de un problema. Lo que hace un investigador con talento es interpretarlos, es decir, constituirlos como tales, y encajarlos en una teoría. Para Einstein espacio y tiempo no son hechos independientes de los cuerpos, sino que son la cuarta dimensión determinada por sus interacciones físicas Este principio constituyente de lo real no es intuitivo ni empírico y escapa incluso a la imaginación.
Nuestra identidad personal, el famoso “pienso, luego existo” de Descartes, no depende de los rasgos constantes de nuestro carácter (algo oscuro y confuso), ni de nuestra memoria cuya principal función es olvidar, sino de nuestra facultad de interpretar de forma espontánea los datos del mundo. La lectura de la novela de Unamuno Abel Sánchez, un acontecimiento cultural, me fascinó en mi juventud, ahora me ha resultado somnífera. Soy, o mejor, me considero el mismo en la medida en que acepto la unidad sintética de la paternidad de ambas versiones y también de las siguientes (si es que lo acepto). Negar la identidad personal también es una posición antropológica válida.
El marco en el que se aderezan los hechos no es sólo cultural, también puede ser natural. Lo que entendemos y vivimos (es decir, lo que interpretamos) por “amistad” en la época de la niñez (un misterio indescifrable), en la adolescencia, en la juventud dorada, en la madurez y en la vejez, son hechos que no admiten comparación. La amistad es un esquema evolutivo sujeto a la varianza biológica, no un hecho constante y consistente. Ni siquiera es lo mismo la amistad de las mujeres que la de los hombres, aunque la consideremos en etapas paralelas de su desarrollo afectivo.
Cuando un alumno agrede e insulta a otro en clase, el hecho no es el mismo si lo hace un alumno de primero de la ESO, de cuarto de la ESO o de segundo de Bachillerato. El profesor tampoco observa en ninguna de las situaciones anteriores los mismos hechos. Lo único que realmente ocurre (los datos del mundo) es una urdimbre de cambios físico-químicos, alteraciones neurofisiológicas, estados mentales y movimientos conductuales simultáneos: un repertorio de signos de interrogación que intentamos transmutar en hechos.
Si tuviéramos que redactar un diccionario de la Real Academia de la Lengua que definiera la totalidad de las acepciones fácticas (no denotativas) de cada palabra (en el sentido literario que le daba Borges) tendríamos que levantar un mapa infinito de la mente de Dios. Esta inmensa metáfora de las diferencias y la dispersión de la realidad es una aceptable aproximación a la idea nietzscheana del eterno retorno de lo idéntico.
Una vez más la realidad imita al arte. Una buena novela, diría el filósofo alemán, es capaz de echar sus finas redes en el devenir infinito de lo dado y crear a partir de este magma impasible, ausente de fines y, por tanto, inocente, un mundo propio de valores, ideas y hechos. Algunas de estas creaciones servirán para afirmar la vida, otras, decadentes, serán su negación.
Los límites del mundo son efectivamente, como suponía Wittgenstein, los límites del lenguaje, pero tales confines de lo fáctico no las establece el lenguaje natural, ni siquiera el matemático, sino el lenguaje del arte.

viernes, 23 de julio de 2010

La estética industrial 2. Exclusividad, obsolescencia y contingencia


La expresión “producir en serie” no se refiere propiamente a la cantidad de objetos facturados sino al método, es decir, al proceso mecánico basado en la iteración. Una serie es un conjunto de objetos idénticos. De ahí que en ciertos procesos industriales sea evidente el afán del fabricante por personalizar el producto, cualidad que lo separa de la uniformidad y del carácter estandarizado del conjunto. Por ejemplo, la firma automovilística Rolls Royce aproxima sus fastuosos diseños al mundo de la creación artística mediante un proceso de montaje único: en primer lugar, fabrica pocas unidades. Además, entrega al cliente su vehículo tras un tiempo considerable. Es conocida la anécdota del secretario particular de un jeque de los emiratos árabes que visitó la sede central de la Royce en Derby para encargar el último modelo de Phantom. Antes de entrar en los detalles, manifestó al empleado que le atendía la premura de su representado por disponer cuanto antes del vehículo por vagas razones oficiales; quien a su vez le informó que tendría el coche a su disposición antes de un año. ¡Imposible!, respondió contrariado el secretario. Tras insistir en vano y nuevas consultas a una escala superior, el secretario le espetó al director de ventas de la Royce una razón definitiva con la esperanza de zanjar el asunto: ¡no se imagina usted lo influyente que es la persona que me envía! Tras un silencio respetuoso, el hombre de la Rolls le dijo suavemente: Señor, aquí todos los clientes que vienen tienen mucha prisa y son muy influyentes. La historia recuerda al proceso de contratación, preparación y acabado de un cuadro en el taller de Rubens o Velázquez. Incluso en el precio. Otro rasgo de la Royce es la elección minuciosa del producto. Desde la gama abrumadora de maderas nobles, la piel de ensueño que cubre los asientos, el color de la carrocería único, en el mundo, los complementos insospechados del interior o las fantasías de última hora… Por otra parte, el proceso de fabricación no está totalmente robotizado, hay especialistas reputados en apretar los tornillos de las ruedas, pintar a pulso la ralla lateral, colocar la estatuilla que preside la marca, El espíritu del éxtasis, o pulir a mano los acabado externos. La habilidad del artesano frente a la reproducción mecánica se convierte en el ingrediente esencial de un juego en que arte y producción van estrechamente unidos. Se trata, en conclusión, de una iteración industrial que se desvía profundamente de la norma. Rolls Royce imita de forma consciente la secuencia completa del proceso creador, cuyos resultados son costosos (en el doble sentido del término), singulares e irrepetibles.
La estética industrial ha acuñado en este caso la categoría de exclusividad.
Otra característica que distingue al producto industrial de la obra de arte es, incluso en el caso del cine, que su desgaste o envejecimiento resulta menos acusado. La novedad en el arte consiste en que toda obra reconocida está sujeta a los vaivenes, incluso modas, de las interpretaciones inesperadas, las perspectivas originales y los hallazgos insólitos. Sabemos que no es posible agotar la comprensión definitiva de las obras. Al revés, el tejido de la historia contribuye a aumentar su enigma con un sobresentido que se nutre de la distancia temporal. Se trata de lo que Humberto Eco denominó carácter abierto.
Es más, la pátina del tiempo contribuye a crear el aura de la obra, expresión afortunada que acuñó Walter Benjamin. Pude reconocer la luminosidad del aura en el legendario grabado en cobre El Caballero, la Muerte y el Diablo en la exposición que el Prado dedicó a Durero, pintado a comienzos del siglo XVI y sobre cuyo significado narrativo han corrido ríos de tinta (pronto le dedicaremos una entrada) y al que Nietzsche dedicó un perspicaz homenaje.
En el producto industrial la “novedad” es un factor esencial, precisamente porque ha sido creado para una fruición inmediata y de corto recorrido. El tiempo en el diseño industrial opera al revés que en el arte. La hermenéutica o interpretación de la obra de arte es sustituida por la transformación permanente del objeto de consumo. Las nuevas pantallas de ordenador son cada vez más planas, resultado tanto de los avances de las microtecnologías, como de las exigencias de aprovechamiento del espacio doméstico. A veces, la función determina la forma, como ocurre con los nuevos lectores de libros digitales o con los terminales multifunción, que han sustituido prácticamente a los teléfonos móviles (un planteamiento discutible ya que el tamaño de la pantalla los convierte en artilugios inmanejables). Ocurre lo mismo con el diseño de las magnéticas escopetas de cañones superpuestos, más aptas para la repetición de disparos durante los lances de la caza que las clásicas de cañones paralelos. A su vez, los automóviles evolucionan, ignoro si por razones estéticas, funcionales o ambas, hacia diseños futuristas con formas curvilíneas e interiores volumétricos, hasta el punto que los garajes anteriores a los años noventa empiezan a quedarse pequeños. Decididamente, el coche de Batman se ha pasado de moda. Resulta curioso, dentro de este sector, la aceptación que tienen los modelos “cuatro por cuatro”, de vastas (y bastas) proporciones, aptos para transitar por zonas rurales pero inservibles, incluso contraproducentes, en las calles de las grandes ciudades. Toda una espesa simbología, relacionada con el estatus de clase y con ciertos valores dominantes, como la competencia, la agresividad, la jerarquía social o la potencia sexual están detrás de este curioso mercado en expansión.
La caducidad de los productos de consumo puede calibrarse en su dimensión exacta si volvemos la mirada a los automóviles Seat de nuestros abuelos o a las máquinas de coser Singer de nuestras abuelas, también a las macizas máquinas de escribir Olivetti de nuestra juventud, a las radios Phillips de madera barnizada por fuera y válvulas por dentro o a la ropa estrecha, oscura e incómoda de los años cincuenta. Son antiguallas antediluvianas que se pierden en la noche de los tiempos, pero encantadoras, graciosas y llenas de glamour.
La estética industrial ha acuñado en este caso la categoría de obsolescencia.
También los artistas han reflexionado en sus creaciones sobre la dialéctica contemporánea entre belleza individual y reproducción mecánica.
Gran parte de los principios teóricos y realizaciones del arte pop se basan en esta unidad de los contrarios. Así, Marcel Duchamp, antecedente del arte pop, rechazó el aura del clasicismo, es decir, la fijación y enaltecimiento de las obras de arte como consecuencia del paso del tiempo y destacó el valor de lo accidental, de lo fugaz y cotidiano. El resultado de esta búsqueda fueron sus conocidos ready-made, es decir, el arte realizado mediante la disposición arbitraria de objetos que no se consideran artísticos. A esta intención responde su célebre frase: ¿Se pueden hacer obras que no sean de arte? Por ejemplo, una rueda delantera de bicicleta puesta bocabajo sobre un taburete de cuatro patas, un porta botellas erigido en flamante escultura o el urinario que presentó a la primera exposición de la Society of Independent Artist en 1917, con el título Fontaine y que no fue admitido.
Andy Warhol, el principal oficiante del arte pop (que incluye entre otros a PeterBlake, Allan D’Arcangello, Richard Hamilton, David Hokney, Roy Lichtenstein o Claes Oldenburg) inauguró el estilo de los cuadros en serie, como los dedicados a la actriz Liz Taylor, al Che Guevara, al ratón Mickey o a Mao Tse Tung, en los que unía el carácter iterativo de la obra mediante la repetición insistente de la imagen y la individualidad de la creación al ser cada icono ligeramente distinta de los demás. Son también muy conocidos sus acrílicos y serigrafías sobre lienzo de las sopas Campbell’s, la Coca Cola, los Kellog’s o el detergente Brillo, productos elaborados por la industria norteamericana y que Warhol elevó al rango de solemnidades artísticas. En general, los ready-made y el arte pop deben entenderse como una interpretación estética del mundo (en ocasiones sombría, en ocasiones humorística) que tiene como punto de partida la revalorización plástica, cromática y simbólica de un abundante material que nos rodea bajo la apariencia de utilidad y uso común.
Inversamente, la escisión entre objeto industrial y artístico, hay que buscarla en el gusto de algunos pintores consagrados, como los españoles Manolo Millares y Antoni Tàpies, por los materiales de segundo orden, como la arpillera, la arena, el escombro o los restos de fundición, así como la elección de superficies ásperas y rugosas, restos de limaduras y objetos inacabados, por contraste con los pretendidos materiales “nobles” de la fábrica, el brillo de los metales pulidos o la textura acaramelada de los componentes plásticos.
La estética industrial ha acuñado en este caso la categoría de contingencia.

domingo, 18 de julio de 2010

Elogio de la pesca


A mi hermano Joaquín.

Afirmaba Nabokov con absoluta convicción que la actividad más apasionante a la que un hombre puede dedicar sus afanes es cazar mariposas. A mí me parece que esa afición insaciable es la pesca. En concreto la pesca en agua dulce, es decir en los ríos helados de alta montaña, como el Escabas, los cauces medios de los ríos caudalosos, como el Júcar o los grandes embalses, como el pantano de Alarcón.
Los ejemplares varían según el entorno fluvial en que lancemos la caña: vigorosos salmones, bravos salvelinos, truchas de todos los tamaños, barbos, percas, basses, feroces lucios y rollizas carpas, entre otras codiciadas capturas.
La pesca es una actividad que reúne las tendencias más atávicas de nuestro cerebro reptiliano y los estados mentales más sutiles. Por un lado, están los instintos depredadores, consolidados a lo largo de millones de años de evolución; por otro, la sensación ambivalente del miedo-amor al abismo y a sus criaturas plateadas. La pasión por la pesca es una figura de la conciencia no resuelta todavía: es a la vez un deporte rudo y una de las más altas realizaciones del espíritu. Ningún sentimiento de la naturaleza es comparable al que suscita el misterio del río, bullente de vida, cuando despierta por momentos al amanecer o declina al ocaso.
Con nueve años pasé un verano completo en Valverde del Júcar, el pueblo natal de mi padre. Allí conocí al primer amigo del alma, Victoriano, un lugareño que me enseñó los secretos de la supervivencia: disparar con gomero, coger nidos, cazar lagartijas, mangar arzollas y pescar con un poco de pan mojado. Lo volví al ver al cabo de los años; éramos dos desconocidos que no alcanzamos a decirnos tres palabras seguidas…
Ignoro la herencia de sangre que me empuja hacia la pesca: mi abuelo paterno, Rodolfo, fue antes de la guerra Ingeniero de Montes en la provincia de Cuenca; sus contornos profesionales abarcaban la Serranía, uno de los lugares más hermosos del mundo. Acaso sea este el punto de partida.
Aquel verano, Eloísa, la fiel sirvienta  de mi familia paterna (una especie extinguida) que crío con solvencia a cuatro generaciones, me compró en el almacén de coloniales de la plaza del pueblo una preciosa caña de bambú de dos tramos. También el carrete de nailon, los anzuelos montados, los plomos redondos con su estría para sujetarlos al hilo, el corcho o veleta que anuncia la picada, el cebo, lombrices, que tenían a veces en la tienda y la nasa de mimbre. Después de la siesta (no dormía ni un minuto excitado por el lance) me llevaba al río Gritos, un cauce de orillas accesibles, aguas tranquilas y diez metros de ancho. Feliz (no hay otra palabra), prendía con cuidado la lombriz o la masilla y con sigilo dejaba caer el aparejo en algún remanso. Primero se movía el corcho imperceptible, después se vencía un poco, luego más para salir al punto, por fin se hundía por completo… era el momento de tirar del puntal y sacar coleando del río al enfadado cabezota (más adelante me enteré que el pececito es un ciprínido que se llama “gobio”).
Eloísa nunca me dejaba pescar más de diez. Limpiaba la mitad hasta dejarlos relucientes, los freía churruscados (sin duda para quitarles el sabor a fango dulzón que tienen los ciprínidos) y los servía en plato de loza. Me los comía con fruición, perplejo de ser el único comensal que apreciase las excelencias del fresco.
Una encantadora tarde de Septiembre mientras disfrutaba de mi afición favorita, alguien se acercó a nosotros sin que me diera cuenta hasta que nos saludó con voz espesa; sin preguntar miró los pececillos de la nasa. Me dijo que fuera tras él hasta una corriente de aguas claras y peñones en medio. Me pidió la caña, ató el anzuelo a su modo, también el cebo, dejo caer el sedal a pulso, sin corchear, y al tercer intento sacó del agua un precioso barbo de más de medio kilo. Diles que lo has pescado tú -dijo con una sonrisa-; me hizo un arrumaco en el pelo, encendió la colilla que llevaba en la boca y se marchó con paso cansino. Era el gitano. Nunca olvidaré su aspecto: de edad indefinida, bajo pero robusto, mal afeitado y con la cara llena de arrugas, de pelo gris ensortijado y ojos negros. Fue el héroe de mi niñez.
He pescado bogas en el Júcar a su paso por Cuenca, loinas al amanecer en la Piedra de caballo, cerca el Recreo Peral, ese lugar mágico que Zóbel escogió para pintar su serie sobre el río; carpas y black-bass en el embalse de Alarcón, truchas en el Guadiela y barbos en Valdeganga. A este último escenario, donde Saura filmó Peppermint Frappé, acudía con el tío Tavo, hermano de mi padre; además de molestar a los peces, lo que realmente importaba era el “refrior” del baño, la sombra de los álamos y la sabrosa comida. El aire libre, el ejercicio físico y el agua disparan el apetito; recuerdo a Tavo en el papel del cocinero, con la sartén y el camping gas dispuestos, preguntándome cuantos huevos fritos quería, dos o tres. Primero las cervezas de la nevera y las latas de anchoas o mejillones, al final los filetes empanados con pimientos verdes, de postre melón maduro.
Recuerdo también a mi hermano Joaquín, mejor pescador que yo, y a sus amigos de siempre al comenzar sus andanzas por los ríos. Iban con frecuencia al coto de pesca intensiva de Uña y el único que pescaba era el forestal, un alma caritativa que nos enseñaba a lanzar la mosca y sacar algunas truchas postizas con las que tapar las vergüenzas. Una tarde que acompañaba a Mariano en su faena -por desgracia se ha ido con los más- nos topamos en un recodo del río con un pescador de verdad. ¿Cuántas truchas has sacado?, le espetó Mariano; once o doce dijo el barbado, ¿y tú?, Pues yo, dudó Mariano, ¡una o ninguna! (me caí rodando de risa por el verde). ¡Siempre pescaban cuando yo no iba!
Uno de los novatos del grupo que sin duda se reconocerá en este cóncavo espejo, me contó mi hermano, apareció la primera vez hecho un pincel con un equipo completo comprado en la sección de deportes de El Corte Inglés. Botas de goma verdes hasta la cintura para vadear el río, chaleco verde con incontables bolsillos en los que cabía una mudanza, pantalón verde de loneta… Risas contenidas. Se metió en la corriente con la fe del converso y a la primera poza se hundió hasta las orejas… casi no pueden sacarlo. En cada bota cabían cincuenta litros de agua. Se desvistió para secar la ropa y al final se alejó sospechosamente. Le siguieron a oscuras y en celada, y casi se desmayan al descubrir que llevaba calzoncillos verdes ¡estampados de anzuelos!
Con el tiempo y una caña aprendieron a valerse por sí mismos. Iban entonces a los rincones encantados del Tajo, limítrofes entre las provincias de Cuenca y Teruel, como Peralejos de las truchas. Llevaban porteadores para la impedimenta y por las noches el campamento parecía la jaima de un jeque árabe. Sólo faltaban las deliciosas huríes bailando a la luz de la Luna (a veces, ni siquiera faltaban, aunque no tan ideales).
Una vez casado volví a las andadas, pero el día en que mi mujer, invitada por error a la fiesta, se percató de los cebos que usaba y cómo ponía las lombrices en el anzuelo me prohibió volver a tocarla… tuve que abandonar la pesca por un tiempo.
El pretexto fue enseñar a pescar a mis hijos; el lugar, el hotel El Tablazo, bueno, bonito y barato; su propietario, otro amigo, Alfonso Alegría, que ha creado de la nada un lago mediante el desvío hacia la finca de un ramal del Júcar; el resultado: un entorno natural repleto de truchas que cría con amor en una piscifactoría anexa. El mismo Alfonso me proporcionaba el señuelo, una harina pastosa que servía de pienso a los peces y que en el lago resultaba infalible. Echar y sacar. Mis hijos se divertían de lo lindo y yo, por la cercanía del bar y los deliciosos cubatas de ron añejo, lo que pescaba era una prudente merluza.
Toda actividad tiene su mitología: la de Cuenca eran las truchas abisales y los olímpicos ribereños que a veces las clavaban en los tramos anchos de Júcar. Por ejemplo, la emblemática trucha del restaurante Togar (no sé si sigue allí en su urna de cristal) que debía pesar unos ocho quilos; según me contó su dueño, Julián, fue dominada por el sin par Indalecio Auñon, vecino y carpintero del popular barrio de la Guindalera, tras un combate de más de veinte minutos bajo el puente de hierro. Había muchas historias parecidas o con variantes: así, la trucha de astucia inaudita y tamaño creciente cuya sombra rondaba por los márgenes del Júcar a su paso por Albaladegito; una criatura de leyenda que ha sido buscada en vano, como el santo Grial, por generaciones de caballeros andantes.
En la actualidad, con cincuenta y tantos años, me conformo con los documentales del canal Caza y pesca en el Plus y, sobre todo, con la convicción de que cumpliré mi proyecto final en este mundo: pescar los salmones que remontan los grandes ríos de las tierras agrestes de Canadá para reproducirse y morir felices después de un viaje único e incomparable.

viernes, 16 de julio de 2010

La estética industrial 1. Utilidad y belleza


Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas-pensó Augusto-: tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza: La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida!
Miguel de Unamuno, Niebla

Etimológicamente el término “arte” procede del latino ars que significa habilidad, destreza, oficio. El término es, a su vez, una traducción del griego tékne que significa lo mismo. Por tanto, el término “arte”, que hoy mantiene todavía esa voz en contextos arcaicos, es un sinónimo de poseer una habilidad especial o técnica para practicar una actividad determinada.
Si viajamos en el tiempo a los comienzos de la antropogénesis, hace más de un millón de años, podemos constatar que la especie humana ha sido viable gracias a la técnica. Cuando los homínidos bajaron de los árboles pudieron conquistar la sabana, cazar y alimentarse de carne (cuyas proteínas son imprescindibles para el desarrollo del cerebro) por la utilización organizada de instrumentos de defensa y ataque. La técnica es el primer estadio del saber, después vendrán el arte, la magia, la religión, los mitos… La tecnología y la industria serán sus poderosas herederas.
Sin embargo, el término “arte”, unido en sus orígenes a la técnica, tiene, además de un componente instrumental (relacionado con la utilidad y la manufactura), un componente estético (relacionado con la belleza y el sentido).
Este doble significado, que forma parte de la esencia del arte y recorre su historia, ya estaba presente en la primigenia cultura durante el proceso de humanización. A partir de la aparición del Homo sapiens sapiens los testimonios muestran que el hombre prehistórico tenía un innegable sentido de la figura, la composición y el color. Sus obras obedecían a ciertas reglas simbólicas o explicativas que ponían a la representación en relación sensible y espiritual con su referente natural o humano. Los primeros artífices eran también auténticos artistas: sus productos eran, además de útiles, genuinas obras de arte. El Hombre de Cromañón contó con numerosas manifestaciones artísticas unidas a la fabricación de enseres domésticos, armas para la caza, vestidos y adornos corporales; poseía incluso una evidente habilidad para decorar el espacio habitable. Pero las expresiones más avanzadas son, sin duda, las pinturas rupestres, como las encontradas en los abrigos rocosos de Altamira y Lascaux, cuya realización data de hace 14.000 años aproximadamente.
A partir de esta definición constituyente del arte, entre la utilidad y la belleza, se han sucedido diferentes clasificaciones del concepto. Por ejemplo, en la antigua Grecia se contraponían las artes interesadas a las contemplativas, las productivas a las imitativas o las manuales a las intelectuales. Cualquier actividad era objeto de alguna clase de arte o técnica.
Durante la Edad Media, esta concepción se mantuvo con la separación entre artes mecánicas y artes liberales. Las primeras, basadas en el trabajo corporal, eran propias de la gente socialmente inferior, mientras las segundas eran propias de los “hombres libres” que podían dedicar su tiempo a la actividad intelectiva. Las artes liberales eran siete, organizadas según el ciclo educativo de la Escolástica medieval: el Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica), lo que hoy llamaríamos “Letras”, y del Quadrivium (Aritmética, Música, Geometría y Astronomía), hoy diríamos “Ciencias”. A su vez, las artes mecánicas incluían las destrezas características de los diversos gremios, entre otras, la pintura, la arquitectura y la escultura. También el arte de escribir, ubicado en el límite entre ambas, era considerado un oficio.
Esta clasificación persistió en líneas generales durante el Renacimiento (siglos XV-XVI) y el Barroco (siglo XVII). Fue en el siglo XVIII, la época de la Ilustración, cuando se impuso la separación moderna entre artes mecánicas con un significado industrial y artes bellas con un significado puramente estético. Posteriormente, esta distinción se debilitó todavía más, hasta el punto de que en la actualidad es posible hablar no sólo de las consabidas bellas artes, sino de una pujante “estética industrial” relacionada con los objetos de consumo, como el diseño de un automóvil, un vestido, una televisión o unos zapatos. La arquitectura, un caso intermedio entre consumo y arte, oscila entre los dos polos según predomine en sus productos un criterio funcional o estético.
Es evidente, por otra parte, que a partir del siglo XX (aunque existían antecedentes notorios) la industria cultural ha sometido a las bellas artes a un proceso irreversible de adaptación al modo de producción capitalista (como sugiere el título de la obra de Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica). A partir de la síntesis contemporánea entre beneficio y belleza, los criterios ilustrados que servían para establecer la adscripción de una obra a las bellas artes (que la obra de arte ha sido creada sólo para su disfrute estético y que no puede ser reproducida por una cadena de fabricación mecánica) han dejado de tener vigencia. Un DVD musical, un libro de pintura o fotografía, la copia de un film que se distribuye por las salas, la serigrafía de un pintor abstracto, una página web dedicada a la comercialización de imágenes arquitectónicas... son ejemplos de la cercanía actual entre arte y consumo.

viernes, 9 de julio de 2010

¿Por qué nos gusta el fútbol?


Es bien sabido que un juego es esencialmente un enfrentamiento en el que uno gana y otro pierde de acuerdo con ciertas reglas, por lo que todos los juegos, a pesar de sus diferencias, tienen un cierto aire de familia: por ejemplo, el fútbol y el ajedrez.

Ahora bien, lúdico no es necesariamente sinónimo de inocencia; desde el momento en que hay un vencedor y un vencido no podemos hablar de juegos inocentes. En cualquier juego se reproduce en toda su crudeza la figura hegeliana del enfrentamiento de dos autoconciencias. La primera mira dentro de sí y para reconocerse en su verdad necesita la negación de la contraria, un momento dialéctico tapado por la moral cristiana y por generaciones de derechos humanos, pero más real y efectivo de lo que estamos dispuestos a admitir en primera instancia.

Habría que establecer una clasificación de los juegos según el diferente grado de confrontación. Hay juegos basados en el ocio y la distracción, juegos basados en la afición o las afinidades electivas y juegos basados en la alta competición o deporte profesional.

A pesar del grado menor, recuerdo perfectamente las trifulcas que se montaban en casa de mi tío Joaquín durante los veranos madrileños. Ocurrían durante los fines de semana. Nos levantábamos tarde, íbamos con otros parientes y amigos a la desaparecida piscina Marbella de la Vía Layetana; volvíamos al anochecer, cenábamos tranquilamente y después alguien sacaba del mismo cajón un juego de parchís con su tablero encristalado, fichas redondas de cuatro colores (rojo, amarillo, azul y verde) y llamativos cubiletes del mismo color. Lo que más me gustaba (y me gusta) del parchís son, sobre todo, las texturas, el tacto delicioso de sus componentes (cristal pulido, plástico liso, madera suave); por lo demás me parece un juego tedioso.

Se jugaban un duro por partida, ritual pecuniario que servía de pretexto para lo que venía después… Sobre las dos de la madrugada dormitaba yo plácidamente en un confortable sofá, hasta que un agrio crescendo de maldiciones, una zarabanda cacofónica de reproches, una disfonía de gritos destemplados y coléricos me arrancaba de los brazos de Morfeo. Cuando los litigantes estaban a punto de llegar a las manos intervenían las mujeres para poner paz en la guerra y calificar con razón a los jugadores de parchís (excelente tema para un cuadro cubista) de inmaduros y necios. El conflicto, además de una búsqueda inconsciente de emociones más fuertes, era la conclusión forzada de piques sutiles, pullas dolorosas, remoquetes mordaces, indirectas refinadas y toques de narices crónicos. Tras la tempestad comenzaba la siguiente partida con renovados ánimos.

Dicho esto, sería más exacto afirmar, a modo de corolario, que el fútbol, como todos los deportes de alta competición, es un certamen, es decir un combate o lucha en el sentido que tenían los Juegos Olímpicos en la antigua Grecia (una vez más los griegos han dicho todo lo relevante que había que decir a la cultura occidental).

El fútbol profesional no es un juego sino una conflagración, pero nos gusta. El acreditado neurólogo norteamericano Paul Mac Lean propuso la existencia en nuestro cráneo de tres cerebros en uno: el cognitivo o neocortex, el límbico o emocional y el reptiliano o instintivo. Recuerda a la división platónica del alma (por tanto, más de lo mismo). El fútbol nos gusta porque nuestro cerebro reptiliano, el menos evolucionado, está vinculado, entre otras, a pautas de conducta como la caza, la competencia, la dominancia, la defensa territorial, el esquema defensa-ataque y la agresividad. Sin estas pulsiones de vida la confrontación entre equipo rivales nos dejaría indiferentes, como sucede cuando nos derrumbamos resignados en el sofá para sufrir una final insulsa entre un equipo uruguayo y otro paraguayo.

La agresividad, por ejemplo, consiste básicamente en un conjunto de tendencias innatas dirigidas a doblegar al otro, perjudicarlo o suprimirlo. La manifestación extrema de la agresividad en el fútbol es la violencia de los hinchas al acabar el partido, pero obviamente no es la única. Por ejemplo, todos clamamos hipócritamente contra las entradas duras, la falta de deportividad, las infumables declaraciones anteriores y posteriores, pero lo que realmente pensamos es que el patadón por detrás, la falta de juego limpio, las salidas de tono graves, son la salsa del fútbol. ¿A quién le puede interesar un fútbol de guante blanco? ¡Es la guerra! Que diría el inefable Groucho Marx.

También es cierto que el fútbol es una válvula de seguridad destinada a eliminar la agresividad sobrante del sistema. Como ha señalado la teoría sociológica más conservadora resulta saludable, en términos de cohesión colectiva y prevención del conflicto, que el ciudadano domesticado durante la semana reviente en el estadio contra los errores arbitrales y el mal juego de su equipo en vez de contra el jefe y los compañeros de oficina. Inversamente, el fútbol forma parte de nuestra educación sentimental. Nos templamos con los dispositivos mentales del autocontrol, aprendemos a perder y a ganar sin descomponernos en exceso, a aceptar las frustraciones sin manifestar conductas agresivas y a respetar los éxitos de los demás sin morirnos de envidia.

También nos gusta el fútbol porque es como la vida misma: azarosa, incierta, arriesgada, impredecible, cruel, amoral. Otra cosa es que nosotros la sobrecarguemos de explicaciones causales, justificaciones éticas, creencias religiosas o valoraciones estéticas, para protegernos de la verdad. Lo mismo ocurre con el fútbol: antes, en y después del partido analizamos, exponemos, razonamos, aventuramos hipótesis, anunciamos victorias y desastres, lanzamos conjeturas, alabamos y criticamos, aprobamos y rechazamos, asentimos y negamos… La prensa deportiva y las iglesias de cualquier signo, de este mundo y del otro, viven de tales monsergas. En realidad, un partido de fútbol se decide porque el balón cayó por casualidad en el pie derecho del delantero situado en la boca de gol o porque un desnivel en la hierba hizo que el balón chocara con el larguero o porque un defensa, normalmente pacífico, perdió la cabeza (y el codo) y terminó en el vestuario antes de tiempo o porque el terreno de juego estaba embarrado y perjudicó al equipo más técnico o porque el árbitro en centésimas de segundo decidió pitar o tragarse un penalti… Discrepo totalmente del determinismo filosófico de aquel famoso delantero de la selección argentina, cuyo nombre no recuerdo, al que preguntaron si la suerte en el fútbol era decisiva. Ah sí, la suerte, dijo, ché cuanto más fuerte entreno más suerte tengo… El argumento, cuyo valor reside en la ironía, no cambia lo fundamental: el fútbol es el reino de la libertad entendida como la imposibilidad absoluta de controlar las ilimitadas variables que intervienen en un proceso no sistémico que dura más de noventa minutos. Si la causalidad natural tuviera algo que ver con el fútbol, hasta yo mismo acertaría las quinielas.

Estoy en radical desacuerdo con el uso de las tecnologías para auxiliar al árbitro, una forma consecuente de reivindicar el error, el devenir inocente y el enigma de la libertad. El fútbol no es el juego de la perfección; al contrario, nos gusta porque es una actividad humana, demasiado humana. Hay que contar gozosamente con los errores del presidente del club, del director técnico, del entrenador, de los jugadores y, por supuesto, del árbitro.

Una de las razones más favorables al fútbol es su potencia increíble para producir felicidad. Nos referimos a la felicidad interior, la más valiosa y perdurable, como descubrieron los filósofos de la época helenística; la que disfrutamos por todos los poros cuando nuestro equipo sale airoso del combate: durante una semana dormimos bien, tenemos apetito, el trabajo resulta soportable, los demás existen, la crisis se atenúa, la autoestima se dispara… También la felicidad exterior, pues al mínimo empate salimos disparados a la calle para juntarnos con el pueblo y tomar la Bastilla.

También nos gusta el fútbol por razones de identidad personal. La infancia recuperable, los juegos de rol en el patio, el ambiente familiar rebosante de fútbol, los amigos y enemigos imaginarios, el ambiente irrespirable del cole, todo conjuntamente te obligó a tomar partido y adoptar un compromiso perenne. Entre los esquemas personales más hondos, más integradores del "yo pienso" y la memoria, está la fidelidad de por vida al club de tus amores. No me fiaría de alguien que dijera sinceramente que no le gusta el fútbol.

No puedo dejarme en el tintero, a pesar de mi alegato, la confesión de que todos los argumentos evolutivos, sociales, metafísicos, literarios y psicológicos juntos no consiguen ocultar la parte más execrable del fútbol: aquella que lo convierte en un negocio de escándalo.

lunes, 5 de julio de 2010

El tiempo


Azorín, Los pueblos

El pueblo comienza a despertar a esta hora. Aun las fuentes tienen el mismo rumor sonoro de la noche; las golondrinas cruzan raudas sobre el cielo de intenso azul, piando voluptuosamente; acaso por una retorcida calleja moruna se columbran los manchones negros de dos o tres devotas con sus sillitas en las manos. Y una campana va tocando lenta, en el sosiego matinal, con golpes cristalinos, espaciados…
Todas las cosas tienen durante el día un breve instante en que irradian su verdadero espíritu, y será inútil visitarlas y contemplarlas a otra distinta hora; así los jardines, los museos, los viejos palacios, las iglesias, las tiendas, las calles, las fábricas, los obradores. En estos momentos precisos, todos los detalles, todos los elementos de la belleza -la luz, el color, el aire, los ruidos, las líneas- forman unas síntesis suprema, algo como una armonía inefable, desconocida, que adquiere su máximum en un punto y que poco a poco va disipándose, fundiéndose en el ambiente vulgar del resto del tiempo, que hace que desaparezca el color propio del muro vetusto, y la penumbra de la estancia abandonada, y la claridad crepuscular que bañó una sauceda junto a un estanque, y los sones extraños de un piano que parten a medianoche, de una ventana iluminada… La hora viva, exultante, del pueblecillo en que el insigne hombre habitaba, era ésta de los primeros albores matutinos.

viernes, 2 de julio de 2010

La ciencia ficción como género literario





La literatura de ciencia ficción tiene su origen en dos factores: en primer lugar, es una consecuencia ideológica de la consolidación de la tecnociencia como etapa avanzada del saber; en segundo lugar, es el resultado de la curiosidad insaciable de nuestro cerebro, un biosistema limitado, incapaz de conocerse a sí mismo, que existe desde hace cuarenta mil años, y que no renuncia a comprender el significado de un universo con una antigüedad de quince mil millones…
La ciencia ficción no es un género literario inventado en el siglo XX. Podemos encontrar antecedentes notables en la Historia verdadera de Luciano de Samosata, donde se narra el viaje a la Luna de un barco que surca los espacios siderales. Vemos en sus páginas a selenitas, que carecen de ano, hacen sus trajes con metales y vidrio, se quitan la sed con zumo de aire, tienen ojos de quita y pon y dan a luz en vez de las mujeres… o La nueva Atlántida de Bacon, a medias entre la utopía y la ciencia ficción, el imperecedero Frankenstein de Mary Shelley, Veinte mil leguas de viaje submarino, La máquina del tiempo y La isla del doctor Moreau, escritas por otro de los grandes pioneros, H.G. Wells.
Actualmente la ciencia ficción ha perdido fuerza e incluso su lugar natural en la cultura. Este desgaste se debe a que su capacidad de asombro ha sido eclipsada por los continuos avances de las tecnologías de la comunicación. En nuestros días la imaginación no necesita anticiparse a los hechos ya que las innovaciones telemáticas van siempre por delante de la fantasía: hoy se trata de un pasmoso terminal telefónico, mañana de una milagrosa pantalla táctil, pasado mañana de unos sensores tridimensionales, al otro de un edificio inteligente, etc. Ya no es posible compartir sin bostezos el amor por la ciencia ficción. Si le hablas a alguien, incluso culto, de aventuras en galaxias remotas te mira como un bicho raro mientras manipula frenéticamente su trasto multifunción. Es una pérdida irreparable, aunque antes o después la ciencia ficción tornará con renovado vigor, pues el pensamiento humano no puede prescindir, como afirmaba Kant, de realizar síntesis últimas, cada vez más generales, más allá de los fenómenos, del espacio, del tiempo, y de las explicaciones causales. Este es precisamente el nexo de unión entre la ciencia ficción y la metafísica.
Sin ir más lejos: me complace imaginar el paraíso celestial, esa especulación de las religiones que resume la aspiración irrenunciable a la felicidad, como el perpetuo vagar de la identidad personal, de la mente y del cuerpo juntos o separados, por las infinitas y cada vez más fascinantes culturas del cosmos.
De entrada, no hay que confundir la literatura fantástica con la ciencia ficción. La segunda es propiamente un subgénero de la primera. No vamos a centrarnos tampoco en los eventuales aires de familia de la ciencia ficción y otros géneros adyacentes, sino en sus ingredientes diferenciales; el primero, la dependencia de la narración de un determinado paradigma científico. Otros géneros próximos se constituyen de un modo distinto: la utopía, por ejemplo, La ciudad del Sol de Campanella, depende prioritariamente de un marco social y político; el libro de viajes, de la clase de Gulliver, de un marco antropológico; la novela de terror o el cuento de fantasmas (al que nos referiremos en otro lugar) de un marco sobrenatural y teológico, el cuento de hadas y elfos, como La Historia interminable de Michael Ende, de un marco mitopoético (basado en la recreación de una realidad aparte con reglas propias), las fantasías épicas, tipo El Señor de los anillos de Tolkien, de un marco cosmogónico (unido a la creación de un nuevo espacio geográfico y una nuevas razas), la saga iniciática, como Harry Potter (un mero sucedáneo sin apenas valor excepto el comercial), de un marco mágico (fundado en la existencia de saberes árcanos y fórmulas perdidas en las noche de los tiempos que nos abren las puertas a mundos ocultos que coexisten con el nuestro).
No hay que esperar en la literatura de ciencia ficción grandes monumentos artísticos. En todo caso, podemos hablar de una escala descendente que refleja la calidad de sus creaciones: en lo más alto, además de los antecedentes citados, podemos incluir obras contemporáneas muy conocidas, como Un mundo feliz de Huxley, después vendrían productos muy estimables, como Nova Express o The Soft Machine de William Borroughs, luego libros reconocidos, como 2001, una odisea del espacio de Athur Clarke y a un nivel similar la Crónica de las estrellas de Stanislaw Lem; más abajo Las Fundaciones, una serie de indigestos relatos de Isaac Asimov; en el penúltimo peldaño están los numerosos escritores fantacientíficos con oficio pero sin talento, Pohl, ScheKley o Van Vogt y en la base de la pirámide un enjambre de desconocidos e incluso anónimos chapuceros dedicados a suministrar la novelita mensual o el relato por entregas a las publicaciones especializadas que se destinan al paladar poco exigente del gran público.
Otro rasgo constituyente de la ciencia ficción es la descripción exhaustiva del interior de la astronave, del organigrama detallado de la tripulación y de las relaciones personales o sociales que se dan entre los cosmonautas. Este elemento formal es especialmente relevante en las historias de viajes largos que se prolongan durante décadas, incluso siglos si tomamos como referencia el tiempo terrestre. En la ciencia ficción prefotónica la vida entera de una tripulación podía transcurrir en el interior de la nave. También aparece este elemento en las novelas basadas en la figura de un héroe, de un capitán espacial justiciero e invulnerable (tipo Flash Gordon en el comic), unido orgánicamente a su nave antropomórfica.
Otra constante del género es la posibilidad de escapar a las leyes de la física mediante la liberación del continuo espacio-temporal y sus dimensiones que pueden ser controladas y utilizadas. En este sentido, ha resultado muy socorrido el recurso al “hiperespacio” que permite recorrer el universo de un extremo a otro en apenas unos segundos. La existencia del hiperespacio exigía a su vez el postulado de la circulación en el tiempo en todas las direciones, otro elemento recurrente que introduce la posibilidad de ser transferidos a épocas felices o malditas de nuestra historia, prehistoria, protohistoria o poshistoria. El fenómeno de la reversibilidad cronológica mediante la consabida máquina del tiempo hace posible la producción de tramas originales (del tipo Un yanqui en la corte del Rey Arturo del escritor estadounidense Mark Twain). La más sugerente de estas tramas es la posibilidad de modificar la historia futura desde el pasado o el presente desde el futuro. Tales intentos de intromisión, imposibles de resolver si aceptamos las consecuencias lógicas del embrollo, están normalmente destinados al fracaso, precisamente para permitir que los hechos históricos encajen finalmente con los fantásticos. De todos modos, las estrategias inventadas son de lo más extravagante (como recuerda Gillo Dorfles, en su estupendo estudio La ciencia ficción y sus mitos, en Nuevos ritos nuevos mitos); así sucede cuando un navegante del tiempo introduce caballos en los reinos aztecas desbaratando la invasión de Cortés que sólo pudo realizarse, según parece, por el terror de los indígenas a unos animales que nunca habían visto. Las puertas estelares o pasarelas del tiempo han permitido a la ciencia ficción enviar viajeros a la época de Noé y el diluvio, a la Atlántida, al Egipto faraónico, a la Roma imperial o a la América precolombina y trasladarlos in extremis a la época actual cuando se habían extraviado en el “tejido del tiempo”.
No es menos interesante el tema relativista del retorno de los astronautas tras concluir la vuelta al universo en ochenta días según el tiempo de la nave, pero de diez mil años según los calendarios de la Tierra. Los asombrados viajeros se encuentran al aterrizar con un mundo irreconocible: por ejemplo, la Tierra se ha convertido en toda su extensión en un globo urbanizado, una ciudad sin fisuras ecológicas, incluidas las selvas y los océanos. O bien, al revés, el planeta se encuentra en plena civilización posnuclear, arrasado por la decisión fatal de apretar el botón del apocalipsis. Inmensos desiertos, parajes calcinados, ruinas irreconocibles, raíles retorcidos por el fuego, seres que vagan por un lugar de pesadilla guiados por la ley del más fuerte (idea de la que surgió la divertida serie cinematográfica de Mad Max).
Junto con el espacio-tiempo, otro elemento que introducen los relatos de ciencia ficción es el tamaño. Es el caso de una astronave esperada que llega de una remota constelación, penetra en la atmósfera terrestre (las señales emitidas son normales) pero no puede localizarse porque viene de un mundo en que las criaturas son de un tamaño ultramicroscópico, por lo que el minúsculo ingenio acaba hundido en un charco de barro. O también las invasiones de tropas de asalto perfectamente equipadas procedentes del hiperespacio que deambulan por el intestino de un organismo humano creyendo haber descubierto una nueva galaxia…
Otro asunto imprescindible es la existencia de universos paralelos, similares el nuestro en todo o en parte, con acontecimientos y personas iguales o parecidas pero que han tenido un desarrollo histórico radicalmente distinto: allí triunfó el totalitarismo fascista o, por el contrario, han encontrado el ideal de una democracia perfecta. El viajero acabará por encontrarse a sí mismo y se verá cara a cara con su alter ego en un desafío por recobrar sus señas de identidad; o hallará a sus padres y amigos, a los que tratará de comprender en estas versiones desdobladas. En realidad, como apunta Dorfles, son novelas sin personajes ya que tal complejidad psicológica perturbaría la trama y la sobrecargaría de información redundante. En estas obras los verdaderos protagonistas son los acontecimientos, a remolque de los cuales se mueven los personajes como marionetas del destino. En uno de los relatos, el mismo individuo desenvuelve su vida en siete universos a la vez de forma distinta e incluso opuesta en función de mínimas circunstancias puramente azarosas e incontrolables. Una curiosa variante del efecto mariposa aplicado a la ciencia ficción.
Tales licencias, contrarias a las leyes de la naturaleza (igual que los milagros denunciados por el pensamiento ilustrado), exigen la construcción de una jerga paracientífica o pseudocientífica que sirve de soporte técnico a las epifanías del relato: pantallas deflectoras, generadores de rayos gamma, propulsores iónicos, planos astrales, corredores galácticos, receptores gravitacionales, mecanismos teleforéticos… La jerga extrae su léxico de la física, pero también de otras ciencias, la antropología, la genética, la lingüística, la informática, etc.
Otro estilema del género es el problema de la comunicación verbal con los habitantes de otros mundos. Normalmente se soluciona con sofisticados artefactos descodificadores, como los robots de La guerra de las galaxias,  aunque con frecuencia los pobladores de las civilizaciones más avanzadas tienen un don de lenguas innato o bien son capaces de aprender cualquier lengua en cinco minutos. Otro elemento comunicativo que aparece en numerosas narraciones es la existencia de una lengua intergaláctica común cuyos términos recuerdan vagamente al inglés tecnocrático que se habla en Estados Unidos.
También forma parte de esta exageración tecnológica la construcción de computadoras de última generación inteligentes y con voluntad propia, autómatas conscientes, mutantes con facultades excepcionales, androides perfectos y replicantes imposibles de distinguir de los humanos sin abrirlos en canal y contemplar sus milagrosos cableados.
Todo esto comporta, por supuesto, la capacidad de trasladarse a los confines del universo y entrar en contacto con seres más o menos desarrollados (estos últimos dan poco juego). Es particularmente jugosa la descripción corporal y mental de inteligencias superiores que han evolucionado durante cientos de millones de años. Alienígenas con piernas largas y finas como aves zancudas, ojos telescópicos dotados de movilidad, apéndices prensores en forma de tentáculos y cabezas bifrontes… seres que parecen salidos de un cuadro de El Bosco. La mayoría de estos engendros ha superado las modalidades sensoriales y las leyes de la percepción mediante insólitas capacidades telepáticas, telecinéticas y oníricas (control de los sueños como ámbito de sucesos).
Las culturas que descubren en sus viajes tienen unas costumbres rarísimas, prácticas religiosas, leyes, conocimientos e instituciones impensables (tipo Gulliver) y normalmente en contraste o conflicto con las humanas. Nacimientos en fábricas (plantas criogénicas que producen esperma sintético), alimentación intolerable (bandejas blancas con cazoletas cuadradas de todos los colores), asépticas relaciones sexuales (son capaces de hacer el amor a distancia), juegos misteriosos (extraños tableros donde la fuerza mental mueve las enigmáticas piezas) y muertes programadas (salas espaciosas, música celestial y drogas consoladoras), todo ello conforma una auténtica barahúnda etnográfica, la mayoría de las veces inconexa, incompleta e incoherente. El efecto buscado no consiste en la presentación de una estructura social organizada y funcional, sino en mostrar unos rasgos culturales impactantes.
Estos contactos interestelares permiten la introducción de relaciones de todo tipo, también estimulantes, entre humanos y otra razas; por ejemplo, la trama amorosa entre el joven normal y la bellísima mutante con seis dedos en cada mano y tres pechos, pero cautivadora por todo lo demás. Algunas de estas inteligencias superiores, semejantes a espíritus angélicos luminosos y transparentes, están en el límite impreciso entre lo material y lo espiritual. Estos semidioses han conseguido dominar el secreto de la eterna juventud, la felicidad sin sobresaltos e incluso la inmortalidad.
¿Cuándo sale la próxima nave?