Tanto la lengua española como la francesa mezclan (La gramática, esa vieja hembra engañadora, Nietzsche) las expresiones, “¿Qué piensas?” y “¿Qué crees?”. A veces, si me siento más pedante de lo normal y alguien me pregunta: ¿Qué piensas del almacén de residuos nucleares en Cuenca?, le contesto: no tengo ni la más mínima idea, lo sabré cuando lo piense. Creo, añado, que los políticos han elegido una de las zonas más deprimidas de España para instalar la pesadilla radioactiva. Les toca a los de siempre.
Por supuesto, no podemos pensarlo todo. No somos animales racionales todo el tiempo. Si un chico llama por un impulso a la joven que le presentaron ayer para invitarla a cenar, ella deberá responder en centésimas de segundo. Sería absurdo que tomara una decisión por etapas: identificación del problema, aceptación del reto, selección de alternativas, formulación de un compromiso, actuación, evaluación de resultados... (¿Hacemos esto alguna vez o son monsergas de la psicología cognitiva?). Incluso sería un error fatal decirle a su amigo: Déjame que lo piense, luego te llamo. Es evidente que "no se hace una idea de quién la invita". Sin duda, la joven actuará según un repertorio de procedimientos heurísticos, de atajos mentales fecundos para la vida. Es decir, de creencias. Por ejemplo: este sábado no puedo, pero hablamos. (Si la contestación es esta, el joven debería ser cautamente pesimista, aunque nunca sabemos con certeza).
La confusión prosigue con el término “idea”, usado indistintamente en sentido psicológico (representación mental) y lógico (concepto epistemológico). Si dispone de algún tiempo, léase el bosque de acepciones de la Real Academia para definirlo. De nuevo aparece la anfibología, la ambigüedad entre lo que crees y lo que piensas. Cuando algún incauto relativista, tras un amago dialéctico, trata de endosarme la trivialidad manida o la ocurrencia infumable con la frase: todas las ideas son respetables, me protejo con esta otra: de acuerdo, si se trata realmente de ideas… Sólo peleo sobre creencias cuando me apetece.
Más de lo mismo: un médico amigo mío se encrespa con razón si trato de discutir con él los pormenores de una enfermedad; pero no tiene ningún empacho en largarme sus convicciones neocón y cabrearse conmigo si suavemente le sugiero: Alfonso, ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos de conversación. Alfonso no quiere que intercambiemos creencias sobre las causas del cáncer, ni yo sobre las causas de la crisis. Sería imposible intercambiar ideas en ambos casos.
Dejemos las creencias y volvamos a la potencia del pensar. Lo que tienen en común la reflexión fundante, las artes plásticas, la literatura y la filosofía consiste en ese no saber de la cosa hasta que el proceso ha concluido. El pensamiento es, en esas cuatro direcciones, producción, realización, resultado: es decir, verdad como proceso.
En este y otros muchos casos siempre cito a Ortega. La filosofía es para el pensador madrileño una búsqueda de lo desconocido como tal, una aventura del conocimiento cuyo objeto consiste en el enigma. El filósofo es un ojeador de lo incógnito que ignora el final de su andadura. La actividad filosófica consiste en el esclarecimiento de lo que radicalmente no sabemos, lo que absolutamente ignoramos en su contenido positivo.
Obviamente, no todas las ideas valen igual. Decía el maestro, ya desaparecido, Santiago González Noriega, que sólo hay dos figuras del pensar: ironía o iglesia. A la primera le corresponde el espíritu libre. Sus ideas son puntuales, vacilantes, puras. El pensamiento eclesiástico, al contrario, las oculta con toda clase de máscaras; sus favoritas son las políticas, pero hay otras: gestuales, interactivas, emocionales, estéticas, morales, vitales. También pedagógicas. Dos ejemplos: algunos profesores de filosofía sostienen que se trata de una asignatura imprescindible para la formación de los alumnos de bachillerato. Comprendo que por razones gremiales hagan apología del espíritu (todos la hemos hecho), pero es una farsa esta recaída en el krausismo.
Otra pieza clerical: el humanismo rancio de la ética y la educación en valores. Desengáñense si pensaban de otro modo: el único humanismo no contaminado, no ideológico, todavía respetable a esta altura determinada de los tiempos, es el de aquellos sabios del Renacimiento que promovieron los Studia humanitatis y salvaron el legado clásico para el arte y la cultura europea. La fundamentación en otra entrada.