sábado, 31 de marzo de 2012

Ideas y creencias


Tanto la lengua española como la francesa mezclan (La gramática, esa vieja hembra engañadora, Nietzsche) las expresiones, “¿Qué piensas?” y “¿Qué crees?”. A veces, si me siento más pedante de lo normal y alguien me pregunta: ¿Qué piensas del almacén de residuos nucleares en Cuenca?, le contesto: no tengo ni la más mínima idea, lo sabré cuando lo piense. Creo, añado, que los políticos han elegido una de las zonas más deprimidas de España para instalar la pesadilla radioactiva. Les toca a los de siempre.

Por supuesto, no podemos pensarlo todo. No somos animales racionales todo el tiempo. Si un chico llama por un impulso a la joven que le presentaron ayer para invitarla a cenar, ella deberá responder en centésimas de segundo. Sería absurdo que tomara una decisión por etapas: identificación del problema, aceptación del reto, selección de alternativas, formulación de un compromiso, actuación, evaluación de resultados... (¿Hacemos esto alguna vez o son monsergas de la psicología cognitiva?). Incluso sería un error fatal decirle a su amigo: Déjame que lo piense, luego te llamo. Es evidente que "no se hace una idea de quién la invita". Sin duda, la joven actuará según un repertorio de procedimientos heurísticos, de atajos mentales fecundos para la vida. Es decir, de creencias. Por ejemplo: este sábado no puedo, pero hablamos. (Si la contestación es esta, el joven debería ser cautamente pesimista, aunque nunca sabemos con certeza).

La confusión prosigue con el término “idea”, usado indistintamente en sentido psicológico (representación mental) y lógico (concepto epistemológico). Si dispone de algún tiempo, léase el bosque de acepciones de la Real Academia para definirlo. De nuevo aparece la anfibología, la ambigüedad entre lo que crees y lo que piensas. Cuando algún incauto relativista, tras un amago dialéctico, trata de endosarme la trivialidad manida o la ocurrencia infumable con la frase: todas las ideas son respetables, me protejo con esta otra: de acuerdo, si se trata realmente de ideas… Sólo peleo sobre creencias cuando me apetece.
Más de lo mismo: un médico amigo mío se encrespa con razón si trato de discutir con él los pormenores de una enfermedad; pero no tiene ningún empacho en largarme sus convicciones neocón y cabrearse conmigo si suavemente le sugiero: Alfonso, ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos de conversación. Alfonso no quiere que intercambiemos creencias sobre las causas del cáncer, ni yo sobre las causas de la crisis. Sería imposible intercambiar ideas en ambos casos.

Dejemos las creencias y volvamos a la potencia del pensar. Lo que tienen en común la reflexión fundante, las artes plásticas, la literatura y la filosofía consiste en ese no saber de la cosa hasta que el proceso ha concluido. El pensamiento es, en esas cuatro direcciones, producción, realización, resultado: es decir, verdad como proceso.
En este y otros muchos casos siempre cito a Ortega. La filosofía es para el pensador madrileño una búsqueda de lo desconocido como tal, una aventura del conocimiento cuyo objeto consiste en el enigma. El filósofo es un ojeador de lo incógnito que ignora el final de su andadura. La actividad filosófica consiste en el esclarecimiento de lo que radicalmente no sabemos, lo que absolutamente ignoramos en su contenido positivo.

Obviamente, no todas las ideas valen igual. Decía el maestro, ya desaparecido, Santiago González Noriega, que sólo hay dos figuras del pensar: ironía o iglesia. A la primera le corresponde el espíritu libre. Sus ideas son puntuales, vacilantes, puras. El pensamiento eclesiástico, al contrario, las oculta con toda clase de máscaras; sus favoritas son las políticas, pero hay otras: gestuales, interactivas, emocionales, estéticas, morales, vitales. También pedagógicas. Dos ejemplos: algunos profesores de filosofía sostienen que se trata de una asignatura imprescindible para la formación de los alumnos de bachillerato. Comprendo que por razones gremiales hagan apología del espíritu (todos la hemos hecho), pero es una farsa esta recaída en el krausismo.

Otra pieza clerical: el humanismo rancio de la ética y la educación en valores. Desengáñense si pensaban de otro modo: el único humanismo no contaminado, no ideológico, todavía respetable a esta altura determinada de los tiempos, es el de aquellos sabios del Renacimiento que promovieron los Studia humanitatis y salvaron el legado clásico para el arte y la cultura europea. La fundamentación en otra entrada.

domingo, 25 de marzo de 2012

C(H)OEURS


El día 12 de marzo se ha llevado al escenario del Teatro Real de Madrid el estreno mundial del proyecto de Alain Platel C(H)OEURS (Coros/Corazones) con los Ballets C de la B y la música de Verdi-Wagner. Asistí a la representación del viernes 16 y es la ocasión de este artículo.

Lo primero es justificar el título desde los autores. El corazón simboliza el individuo, la identidad personal, el ámbito de lo privado, la libertad como proyecto. El coro simboliza la colectividad, la interacción social, los grupos, la vida pública. Esta dialéctica universal entre el hombre y lo absoluto está representada tanto por los intérpretes del ballet y el coro como por el significado asignado a la música.

La propuesta artística es, en mi opinión, coherente pero fallida (más por la parte musical que por el ballet). La idea de la coreografía es mostrar la belleza de lo feo como un lenguaje válido para expresar la farsa de nuestros días. En su libro Historia de la fealdad, Umberto Eco nos presenta un recorrido deslumbrante por los lugares del arte en que ambos conceptos estéticos se unen sin ser contrarios: las máscaras del teatro griego, los deliciosos bestiarios medievales, los bufones de Velázquez, los frescos de Goya, La mujer que llora de Picasso, los amaneceres en un vertedero de chatarra en las películas de Antonioni… no insisto, cada lector tiene su propia iconografía del mal. La producción de Plantel podría figurar al final del índice de Eco.     

La coreografía de C(h)oeurs consta de diez intérpretes. Su atuendo, su físico, su danza nada tienen que ver con los patrones del ballet clásico o moderno. Sus movimientos son bruscos, manieristas, espasmódicos, sincopados, arrítmicos; cercanos, sin caer en el tópico fatal, a la performance provocadora en la que los actores abruman al público con su irrupción en el patio de butacas entre gritos y cencerros.
En ocasiones, para añadir entropía al espectáculo, los intérpretes se mezclan con el coro mediante cuadros que simulan cuidadosamente el efecto anárquico de la improvisación. La diferencia formal entre unos intérpretes que se dedican a  la danza y otros al canto se desvanece. En ocasiones el ballet canta y el coro danza. El punto de convergencia entre ambos es el recitado común de textos, que resultan, en general, pretenciosos, marchitos y de una cargante profundidad “a la francesa”. Se hacen preguntas dóciles sobre el abismo, arrojadas al espectador entre efectos incidentales y paisajes sonoros: ¿Quiénes somos?, ¿Qué te convierte en una persona única?, ¿Merece la especie humana desparecer?, ¿Necesitamos líderes de referencia? ¿Por qué apreciamos más las semejanzas que las diferencias? (la última no está del todo mal). Hay escenas colectivas con los inevitables carteles de palabras triviales, “cruciales” o esotéricas para que al espectador le salga humo por las orejas. Unos niños deambulan por la periferia del escenario para insistir en el futuro del drama. Sin embargo, en los momentos más lúcidos se intuye menos la visión de la historia y más la de una humanidad caída, cuya regeneración nunca superará el momento de la autoconciencia, como en los cuadros de Brueghel.

La oferta de Platel hizo el milagro de que cesaran las toses. Al final, pueden imaginarse el cabreo del Real. Un público conservador en todos los sentidos, amante del bel canto y como mucho de la ópera de repertorio; en absurda confrontación política (disfrazada de gustos musicales) con el prestigioso Gerard Mortier, uno de los pocos directores musicales que puede subir el teatro de la ópera madrileño de segunda a primera división (Ricardo Muti no estaría hoy en el Real sin Mortier). Ya me he referido a este asunto en otra entrada de mi blog (y pido disculpas por citarme).


A mi entender, lo menos convincente fue la propuesta musical. Consta de nueve piezas muy conocidas de dos grandes de la música romántica: Giuseppe Verdi (1813-1901) y Richard Wagner (1813-1883). Dos compositores comprometidos con el espíritu de las revoluciones nacionales de 1848, la emancipación de los pueblos, la liberación de la carne, la lucha por los derechos civiles y la denuncia del oprobio. Ese es el vínculo ideológico que les une con el proyecto de Plantel.
Creo firmemente que hubiera sido mejor otro tipo de música: más actual y más cercana al corazón de las tinieblas. Por ejemplo, una partitura original creada en exclusiva para el proyecto. Además, la selección destila el aroma inconfundible del reclamo popular y, en el fondo, del perdón por las ofensas; también la concesión a los grandes foros para favorecer el estreno.

Inevitablemente, los motivos escogidos se degradan sacados de su contexto. Retomo las ideas de Adorno sobre la música fragmentaria: los temas se limitan a citar de pasada en vez de crear un mundo. Son meros indicadores de paso a los que falta la integridad de la obra. La brevedad y la discontinuidad del montaje impiden que se desplieguen como unidades significativas. Del mismo modo, nunca me han convencido los recitales de grandes arias cantadas por solistas archiconocidos. En cuanto se liberan de la mano sabia (y férrea) del director se mueven a sus anchas, se dedican a inflar las melodías y buscar efectos fáciles…

En C(h)oeurs, el ajuste de la música con la coreografía resulta discutible. La interpretación del escalofriante Dies Irae del Requiem de Verdi, por citar el comienzo de la representación, fue estruendosa, carente de pathos religioso, acelerado el tempo y sin nobles desplazamientos corales… Lamentable el Va pensiero del Nabuco. Fuera de lugar el Coro de Peregrinos del Tanhäuser Quizás orquesta y coro no tuvieron su día. La única pieza que estuvo a la altura de su gloria fue el Patria oppressa del Macbeth de Verdi.

jueves, 22 de marzo de 2012

Las pruebas de la existencia de Dios


Las especulaciones de sabios y pensadores para demostrar la existencia de Dios han sido una constante (incluso una obsesión) a lo largo de la historia del pensamiento. Expongo a continuación, con ánimo didáctico y de mera curiosidad, los principales argumentos sobre el tema, seguidos de la crítica a su validez lógica (sin que esto presuponga que se pueda encontrar -o no- una justificación a tales pretensiones en otros ámbitos de la razón teórica o práctica).

Argumento histórico. Se basa en que todas las culturas y civilizaciones han sostenido concepciones religiosas (animistas, politeístas o monoteístas) de la idea de dios. El hombre ha creído en lo sobrenatural desde la antropogénesis. Los yacimientos paleoantropológicos muestran al Homo erectus enterrado en posición de mirar al firmamento, de lo que algunos expertos han deducido ciertas inquietudes religiosas en los orígenes de la especie. Además, la mayoría de los monumentos funerarios de la prehistoria revelan la creencia en una vida transmundana.

Es cierto que la religión ha sido siempre una institución social; se trata de un universal cultural con funciones diversas: proponer respuestas al sentido de la vida, ofrecer tranquilidad y alivio ante la muerte, reforzar los sistemas normativos del grupo, mantener la cohesión social, incluso favorecer el entretenimiento y el ocio mediante la oferta de interacciones primarias… Ahora bien, resulta evidente que aunque todas las sociedades tengan convicciones religiosas; incluso si la religiosidad es una dimensión constitutiva de la condición humana (lo cual es discutible), de ninguna de ambas premisas se sigue un juicio trascendente que demuestre la existencia de Dios. No es válido desde un punto de vista lógico el paso de la antropología cultural o de la sociología científica a la teología.

Argumento psicológico. Es el más sutil. Según esta prueba, el hombre descubre en su interior a Dios con absoluta evidencia. Dios es más íntimo al hombre que el hombre mismo (San Agustín). Esta presencia inmediata de Dios en la mente es la prueba más segura de su existencia. Todas las religiones fideístas aceptan de forma implícita este supuesto.

En el argumento se produce el paso lógicamente injustificado de la psicología a la teología. Entre la multiplicidad de nuestras vivencias íntimas de carácter emocional, moral e incluso intelectual, no se halla la idea de Dios. Ocurre más bien que identificamos a Dios con la síntesis última de una constelación más o menos compleja de tales vivencias. Nuestro anhelo de inmortalidad, el amor ideal al prójimo, la exigencia de una justicia que no se da en este mundo, la felicidad como fin irrenunciable...  todo amasado mediante las leyes de asociación destila la idea de Dios.

Argumento ontológico. Propone lo siguiente: Tenemos la idea de Dios como el ser más perfecto posible; ahora bien, es más perfecto lo que existe que lo que no existe (la existencia es una perfección), luego Dios necesariamente existe. Lo formuló San Anselmo en el siglo XI.

Se trata de una argumentación sofística. Kant lo advirtió. La categoría de existencia sólo puede aplicarse con validez lógica a los hechos, no a las ideas. Cuando se aplica a las ideas puras, como hace la prueba ontológica, es igual a una cadena de bicicleta que no engancha en el piñón de la rueda y gira en el vacío.

Argumento cosmológico. Procede de Aristóteles y Tomás de Aquino. Es el viejo argumento del huevo y la gallina. La existencia de un orden de causas en la naturaleza exige la existencia de una primera causa incausada que ponga en movimiento o cree desde la nada el mundo. Esa causa es, por supuesto, Dios.

Aquí el paso lógicamente falaz va de la física a la teología. No hay nada que justifique un salto en el vacío desde el orden de las causas naturales o inmanentes a una primera causa de orden sobrenatural o trascendente. Asimismo, no es un juicio contradictorio afirmar que el universo es eterno.

Argumento teleológico. Tiene los mismos padres que la prueba anterior. Se trata del conocido argumento del reloj y el relojero. La constatación de que existe en la naturaleza un orden admirable de fines (puesto que todo lo que existe cumple una finalidad propia) precisa de una inteligencia ordenadora que los establezca o determine. Y a ese ser providente todos le llaman Dios.

Podemos utilizar correctamente los términos fin y finalidad en el lenguaje ordinario, pero su uso técnico los contamina de connotaciones metafísicas. En la naturaleza inorgánica, en los seres vivos e incluso en la conducta humana, se dan causas, no fines. Llamamos fines a las causas empíricas. El principio de causalidad (todo efecto tiene una causa) es universal para la piedra, la lechuga, el ratón y el hombre. Además (como sugirió Kant), si aceptamos el concepto de finalidad, sólo sería  lógicamente válido en su aplicación a la experiencia y no a un ser supremo que se encuentra más allá de sus límites. La realidad es un sistema de causas, no de fines ordenados desde fuera. El desliz transita en este caso desde la lingüística a la teología.

Argumento antropológico. Utilizado por Descartes en sus Meditaciones metafísicas. Dice la prueba: Tenemos en nuestro pensamiento de forma clara y distinta la idea de Dios como un ser perfecto e infinito; pero tal idea no puede proceder de un ser imperfecto y finito como el hombre; mi pensamiento no puede ser el origen de la idea de infinitud, sólo Dios ha podido ponerla en mi mente. Por consiguiente, Dios existe.  

Aquí, el error lógico salta de las matemáticas a la teología. La infinitud es un concepto que aparece en la aritmética, la geometría, el análisis matemático, y la teoría de conjuntos. Fuera de estos saberes carecemos de tal idea.

viernes, 9 de marzo de 2012

El quiosco


Los monasterios, las escuelas palatinas y las universidades fueron los centros difusores de la cultura medieval. Actualmente son los kioscos.

Desde las ventanas de mi casa puedo ver el kiosco del barrio: su techo de aluminio brillante, su inmenso escaparate repleto de ofertas, el cartel enorme que anuncia WIFI GRATIS (si intentas conectarte, el antivirus te advierte que la red es insegura y peligrosa). Bajo con frecuencia a la calle a observar los pormenores. Lleva razón Levi-Strauss cuando afirma que es mejor una experiencia bien hecha que mil casos sin sustancia. También me he documentado en fuentes fiables, como el portero de mi casa. Me cuenta que el kiosco es una institución antigua y con raíces. Por los años cincuenta, el primer propietario, abuelo del actual, fue Fulgencio Sandoval, un aguerrido veterano de la División Azul, cascarrabias, parlanchín y preguntón. Amigacho de todos, toleraba como mucho a los apolíticos de derechas. Su quiosco era el punto de encuentro antes del aperitivo. Vendía la prensa del movimiento y la católica, revistas del corazón, El Caso, (La Codorniz estaba proscrita, había que ir a la competencia en Cuatro Caminos para conseguirla), Roberto Alcázar y Pedrín, imagen idealizada de la brigada político-social, El guerrero del antifaz, belicoso con el infiel y un aviso a navegantes, chicle, regaliz, pipas y poco más. El padre regentó la segunda versión del negocio hasta final de siglo, una especie en tránsito, irrelevante en la escala evolutiva. Actualmente, su hijo menor, Manolo, controla un imperio del papel y otros soportes. El interior del quiosco es impresionante; recomendado por un vecino, he podido echarle un vistazo: cierre frontal con cristales de seguridad, climatización calor-frío, teléfono fijo, internet, caja registradora de última generación, televisión HD, nevera adaptada, miniaseo del tipo avión, alarma conectada a la central y toldos electrónicos. Se acabaron las miserias de antaño. 

A imitación trivial de la biblioteca del Quijote, me propongo un recorrido breve, trufado de consideraciones y desvíos por los rincones y anaqueles del quiosco de Manolo, pero sin detalles (género próximo sin diferencia específica). Empiezo por la prensa.

Decía mi abuelo materno que el mundo se divide en dos: los buenos y los malos lectores de periódicos. Los primeros (entre los que se contaba) se zampan hasta las cartas al director y los anuncios por palabras. Recuerdo que compraba el Ya por la mañana y por la tarde Informaciones. Bajo vigilancia, nunca leía en la mesa con mantel. Cuando cerraba el periódico, entrada la tarde, le decía muy en serio a mi abuela: “He leído las necrológicas y no estamos; te invito a unas gambas en El Laurel de Baco”.
Soy un pésimo lector de prensa, sólo miro por encima algunas web tras desayunar, pero creo firmemente que la mejor imagen de la democracia es contemplar la cesta que nos ofrece un quiosco. Allí se amontonan los periódicos nacionales e internacionales, generales y especializados, las revistas de todos los pelajes, independientes y cavernícolas, inteligentes y necias, avanzadas y eclesiales. ¡Si mi abuelo levantara la cabeza! Prefiero la democracia representativa a la barbarie, pero no creo en la voluntad general como norma de lo justo, ni en la delegación de los derechos civiles durante cuatro años a una caterva de políticos ineptos y corruptos, menos aun en la utilización ideológica de los derechos humanos como el aceite lubricante de los negocios bancarios…

Los diarios de alcance nacional son la auténtica academia de la historia. De tiempo en tiempo nos ofrecen a buen precio, junto con la edición dominical, toda suerte de motivos áureos: historia universal o de España, de las guerras mundiales, de la literatura, del arte, del cine, de la fotografía, de la música (he visto una historia de la cetrería). Van acompañados de abundante material multimedia. En general, son productos rancios que las firmas sacan al mercado para colocarlos a la sombra del quisco. Las grandes historias de las civilizaciones, igual que los diccionarios megalíticos y las enciclopedias de treinta tomos, son existencias muertas, víctimas irrecuperables de la revolución digital y las descargas libres.               

Otro género nunca bien ponderado es la colección por entregas. El gancho consiste en eximir al público de cualquier esfuerzo crítico. El prestigio garantiza la compra. No obstante, una antología de la Deutsche Grammophon, por ejemplo, revela, tras el análisis, su condición de maraña musical sin más criterio que vaciar el almacén de excedentes añejos. A las selecciones literarias les ocurre lo mismo. Tanto la trompetería que glosa el repertorio como la uniformidad del diseño avalan su valor ornamental en la estantería del salón. Sólo así se venden libros. La alta cultura sufre una rebaja en su calificación por culpa del quiosco. Aunque todo tiene sus ventajas e inconvenientes.

Vamos con los libros. En el quiosco se mezclan sin transición los tres niveles culturales: masscult, midcult y highcult. Hay, por tanto, libros mediocres o best sellers al lado de aceptables creaciones, divertidas, amenas o curiosas (que se dejan leer en ciertos momentos astrales), obras de autores consagrados y gruesos volúmenes de los clásicos.

Un verano intenté leer tres conocidos best-sellers con la intención de deslindar los estilemas del género. Sólo acabé el primero (el de los pilares), aunque para juzgar si una manzana está podrida no es preciso comérsela entera. Mis conclusiones: el autor trabaja con plantillas y “negros”; hay una tendencia peligrosa a la unidad entre lenguaje oral y escrito para facilitar la empatía del lector; todo está muy claro en el universo moral de la novela: los buenos son muy buenos y los malos malísimos; hay desde el comienzo garantías absolutas de que el mal perece y el bien prevalece (al revés que en la vida real); los personajes son modelos archiconocidos de cartón-piedra, como los ninots de las Fallas: el lector debe identificarlos de inmediato so pena de abandonar la lectura y maldecir el libro; aunque la narración suceda en la Edad Media, retrata una ciudad del medio oeste americano; finalmente, deben ser productos de digestión fácil para evitar quebraderos de cabeza: bastante tenemos con jodernos solitos la vida para que encima nos hagan sugerencias… Por cierto, las “ediciones princeps” no son baratas.

Soy incapaz de comprar en el quiosco libros de calidad y mucho menos los clásicos; del mismo modo, me niego a leerlos en los libros electrónicos o en el portátil. Reconozco mi purismo anacrónico en este punto. Soy un apocalíptico recalcitrante, vale. En todo caso, un libro es algo más que un objeto aislado de cultura material: su presencia efectiva comporta un conjunto de relaciones internas y externas que no estoy dispuesto a soslayar a partir del “espíritu de la época” o de la noción gaseosa de progreso.

Más cosas: los cursos de iniciación. El mercado de grandes esperanzas se abre a finales de septiembre. Cursos para aprender idiomas (predomina el inglés pero el chino despunta), de bricolaje con la excusa de los ajustes en el economía familiar, cursos para mantenerse en forma mediante toda clase de gimnasias torturantes, manuales de caza o pesca (te regalan con el primer fascículo un reclamo de perdiz o una cucharilla) o catecismos para una vida sexual sana, interesantes si tenemos en cuenta que los sexólogos son cada vez más libertinos y manejan un lenguaje esotérico. De jardinería, ebanistería, guitarra… todo un despliegue de intenciones efímeras que llegarán como mucho a Navidad. Lo que se vende es apariencia, aunque para Nietzsche la verdadera realidad son siempre las apariencias…

En lo más bajo de la cadena alimentaria están las publicaciones porno, cuyo público es para mí un misterio antropológico, la novela rosa y las fotonovelas, cada vez más apreciadas por los estudiantes de secundaria, las novelas policíacas, leídas a pie de obra por aviesos oficinistas, las de ciencia ficción serie Z, muy valoradas por los parados crónicos… Pero no encontrarás las del Oeste, una rama extinta de la sociogénesis: han desaparecido sin que nadie haya publicado todavía una tesis doctoral sobre las innumerables causas del trágico deceso.