Las catedrales góticas
son después del mar el mayor espectáculo del mundo. Bosques inmensos de piedra,
las llamó Orson Welles; en realidad, son libros abiertos, símbolos de una
cristiandad unida por la fe y el arte de los canteros. La biografía de cada
cual puede ser contada desde sus avatares en las catedrales. En mi
caso, por mis coloquios y soliloquios en el interior de la desmochada catedral de Santa María y
San Julián de Cuenca, cuyas agujas se perdieron a principios del siglo XX tras
derrumbarse por causas desconocidas. De influencia francesa, es la primera
catedral gótica de Castilla; sólida, aunque lejos de la pureza del gótico francés de
Amiens, Chartres, Reims o París, cumbres de la arquitectura religiosa del siglo
XIII. La catedral de Cuenca está en obras perpetuas de restauración; inacabada
por los cuatro costados, su reconstrucción dura ya más de lo que se tardó en
levantarla. Los dos últimos trabajos han sido la reparación del claustro
renacentista y la reposición de las vidrieras perdidas mediante diseños abstractos
(y muy discutidos) del pintor Fernando Zóbel. En realidad, la tardanza que
se mide en décadas, se debe a tres causas: la falta crónica de presupuesto, la
polémica entre apocalípticos y modernos sobre la conveniencia de
restaurar ciertos monumentos y el desconocimiento de los planos originales.
En verano, cuando vivía en la calle de San Pedro y tenía que bajar a “la parte nueva” de la ciudad en plena canícula, entraba a la catedral por la puerta derecha de la portada, la única abierta a diario, y recorría completas las dos naves laterales unidas por la girola. Con frecuencia no había nadie en el templo. Cualquiera que haya recorrido a solas una catedral gótica inundada de luz, la de Toledo, Barcelona, Sevilla, Burgos, León, habrá sentido el escalofrío de la mística. Una especie de depuración esencial de la educación religiosa recibida en la familia, la escuela y la calle. Es difícil sustraerse a una experiencia emocional tan intensa; se hacían para eso. Dudo que sea posible comprender el sentido estético de una catedral sin sentir la teología en el alma.
En verano, cuando vivía en la calle de San Pedro y tenía que bajar a “la parte nueva” de la ciudad en plena canícula, entraba a la catedral por la puerta derecha de la portada, la única abierta a diario, y recorría completas las dos naves laterales unidas por la girola. Con frecuencia no había nadie en el templo. Cualquiera que haya recorrido a solas una catedral gótica inundada de luz, la de Toledo, Barcelona, Sevilla, Burgos, León, habrá sentido el escalofrío de la mística. Una especie de depuración esencial de la educación religiosa recibida en la familia, la escuela y la calle. Es difícil sustraerse a una experiencia emocional tan intensa; se hacían para eso. Dudo que sea posible comprender el sentido estético de una catedral sin sentir la teología en el alma.
La presencia de la
catedral al caer la tarde me resultaba familiar. A su alrededor, en la Plaza
Mayor, se encontraban los bares más marchosos de “la parte alta”. Todos los
recorridos del barrio húmedo pasaban por sus muros. Mi taberna preferida era Los elefantes, debajo del
estudio de Fernando Zóbel. Recuerdo a Félix, el camarero, sirviendo botellines
de Mahou cinco estrellas (no daban cañas) y copas de Rioja. El repertorio de
tapas variaba cada día. Hace tiempo que no voy y aunque sigue abierta ha
cambiado de dueño varias veces y no creo que conserve sus señas de identidad.
Monseñor Guerra Campos,
obispo entonces, celebraba los viernes misa de ocho en el altar mayor rodeado
de popa y circunstancia y la expectación de la iglesia visible de Cuenca.
Tenía aura de intelectual profundo y sus homilías clamaban a las puertas del cielo:
su tema favorito era la ponzoña del marxismo y la necesidad de una cruzada
permanente contra el materialismo, el evolucionismo, el utilitarismo y el
positivismo (el término laicismo aun no estaba de moda). Cada semana demolía un
ismo con nuevos anatemas. Afirmaba que en su verbo fluía la verdad del Dios de
los sabios y los pensadores. En realidad su catolicismo, desnudo de retórica,
era simplemente cristianismo para ricos. En la última fila estábamos Fernando,
Oscar y yo, a punto de reventar de risa. La gente nos miraba con gesto torcido.
En aquel tiempo se corría el riesgo de ser entregado al brazo del Santo Oficio.
Con veinte años, bajo el óculo de la doble girola, una hermosa tarde de otoño me declaré a Coral con espontánea premeditación. Me acogí a sagrado para ofrecerle amor eterno, pero se rió tiernamente en mis narices.
Con veinte años, bajo el óculo de la doble girola, una hermosa tarde de otoño me declaré a Coral con espontánea premeditación. Me acogí a sagrado para ofrecerle amor eterno, pero se rió tiernamente en mis narices.
-
¿Cuándo dices "para siempre" –preguntó puntillosa- te refieres a este
fin de semana?
Despechado,
respondí con frase lapidaria de Wittgenstein: Si
por eternidad se entiende no una duración temporal infinita sino la intemporalidad, entonces vive
eternamente quien vive en el presente. Después cambié de
tercio: ¿Sabes quién era San Julián? La cosa aun tenía arreglo, pero insistí
torpemente cuando visitamos el tesoro de la catedral: “Tú eres el único tesoro
que veo”, le dije con ardor poético infumable... y se cabreó. Tramaba un viaje
con ella a Toledo, pero acabé solitario en mi cama. En estos casos siempre nos
quedará la sillería del coro.
De soltero hacía de guía
de la catedral para mis amigos madrileños. Convertíamos los detalles eruditos
en asuntos prosaicos: mercadillo de lance y guapos donceles, decían ellas.
Cortesanas placenteras y cordero al espetón, decían ellos. Los clérigos
sombríos, el mendigo ciego, decía yo.
Allí se casó mi amigo
Alonso, hombre de mundo de familia ilustre, un bodorrio al que asistieron las
fuerzas vivas del lugar. Boda en el altar mayor, con hachones, inundación
floral y alfombra roja. Sedas y terciopelo, joyas y mantillas, smoking
alquilado que me sentaba fatal. Ofició la boda don Evaristo Monedero, deán de
la catedral. El tema del sermón: el amor sacro y el amor profano (¿Cuántas
veces contaría lo mismo?). Supremacía del amor sacro, hombre y mujer unidos en
una sola carne, el fin primario es la procreación y después la satisfacción de
la concupiscencia, la sagrada familia. Escuchaban atentos los novios. Si era
impresionable, mi amigo no la tocaría durante una semana. Cena de gala en el
parador. Cogorza con sordina, contenida por los reproches de mi mujer. Que nadie
separe en la tierra lo que Dios ha unido en el cielo. Antes de dos años se
divorciaron "por lo civil”. Solicitaron después la anulación por no sé qué
embrollo; que un tribunal eclesiástico les concedió tras pagar un montón de
millones. Supremacía del amor profano.
La última vez que visité Santa María y San Julián fue con mi familia. Mis hijos se negaron en redondo a escuchar mis historias. Se sentaron a más de veinte metros en la sillería del coro para ver la catedral en el móvil. Ana hacía como que me escuchaba. Domina la técnica del empane pero la conozco: si más atenta, más desconecta. Cuando amostazado le pregunté de qué estaba hablando en ese momento me respondió que de la catedral, ¿no?, y que cerrara el pico de una vez, que aburría a San Julián. El matrimonio es ante todo un conjunto de sobreentendidos. Dignamente, a solas y en celada, me restaba al menos repasar los misterios del bello ábside central de planta poligonal con siete lados que muestra un alzado con un primer piso de arcos apuntados y un segundo nivel de claristorio con ventanales de medio punto. El abovedado se lleva a cabo mediante bóvedas sexpartitas, cobertura típica del denominado “primer gótico”… Más madera.
La última vez que visité Santa María y San Julián fue con mi familia. Mis hijos se negaron en redondo a escuchar mis historias. Se sentaron a más de veinte metros en la sillería del coro para ver la catedral en el móvil. Ana hacía como que me escuchaba. Domina la técnica del empane pero la conozco: si más atenta, más desconecta. Cuando amostazado le pregunté de qué estaba hablando en ese momento me respondió que de la catedral, ¿no?, y que cerrara el pico de una vez, que aburría a San Julián. El matrimonio es ante todo un conjunto de sobreentendidos. Dignamente, a solas y en celada, me restaba al menos repasar los misterios del bello ábside central de planta poligonal con siete lados que muestra un alzado con un primer piso de arcos apuntados y un segundo nivel de claristorio con ventanales de medio punto. El abovedado se lleva a cabo mediante bóvedas sexpartitas, cobertura típica del denominado “primer gótico”… Más madera.