El hispanista inglés Gerald Brenan (1894-1987) publicó en
1943 El laberinto español, una obra clave según los historiadores
para entender los antecedentes de la Guerra civil española. Haría falta una
segunda parte del mismo título para entender los consecuentes. Lo cierto es que
se trata del mismo laberinto antes, después y ahora. Se ha convertido en un
parte del inconsciente colectivo, en una mentalidad trasmitida de padres a
hijos que contradice la simplista teoría orteguiana de que las generaciones
sucesivas airean las creencias de las precedentes. Hay más literatura que
filosofía de la historia. Es su prosa, no su sistema, lo más valioso de Don
José. Los herederos de los vencedores se empeñan en olvidar, en pasar página
de algo superado y los vencidos en recuperar la memoria de una
confrontación grabada a sangre y fuego en sus ancestros, algunos sin enterrar.
La transición a la democracia supuso un intento conciliador de síntesis y
superación de los contrarios, aunque incompleto: el arquetipo de la represión
de la posguerra, la sombra que cubre la geografía española, emerge con fuerza a
favor o en contra de una segunda transición. El resultado es que resulta imposible
alcanzar un pacto social estable. Dialogar sin ira: ni siquiera somos capaces de
hacerlo en grupos reducidos, incluidos los amigos, la familia o la pareja.
En los Diálogos platónicos, tras un
breve protocolo de encuentro entre Sócrates y sus interlocutores, se suscita la
discusión sobre un tema de carácter humanístico, como el amor, el alma, la
amistad, la virtud, la justicia o el lenguaje. Literalmente el diálogo es un
viaje a través de la palabra. Razonan conjuntamente sobre una idea, y cuando,
al hilo del argumento, se producen alusiones personales quedan al margen de la
cosa misma. El contenido de verdad del proceso dialéctico está a salvo de
insinuaciones contaminantes. Es lo contrario de las disputas sañudas entre
nuestros representantes electos. Buscan ante todo el descrédito del enemigo.
El problema en cuestión se sugiere vagamente al final de la bronca si es que
queda algo que llevarse a la boca. Según estas reglas, el problema es el
otro.
Me considero un viejo liberal seguidor de las ideas de
Stuart Mill, del cual he escrito una breve monografía (Materialismo y utilitarismo, Marx y
Stuart Mill, Madrid, Oxford Educación, 2005). El concepto actual de libertad,
se ha distanciado de los valores ético-políticos del
genuino pensamiento liberal que además de defender las libertades
civiles primarias de pensamiento, conciencia y expresión, sostiene la autonomía
del individuo como sujeto constituyente (previa a cualquier contrato social) y
la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad general (la
mejor acción es la que produce la mayor felicidad para el mayor número).
Los que se denominan liberales en nuestro país, en el fondo, no son nada
liberales. La lideresa populista a la que a la mínima se le cae de la boca
la palabra libertad me recuerda más a Evita Perón que a Clara
Campoamor. He oído con regocijo a cierto comunicador de la extrema derecha
proclamarse “liberal”. También a la dama de hierro, que repunta
tras las mayorías absolutas de Madrid. El
fulminado partido Ciudadanos, faro del liberalismo, y su ambicioso
líder merecería un artículo aparte. Todo se reduce a que el votante conservador
prefiere el original a la copia.
En las democracias liberales más avanzadas de la Unión
Europea, si es que aún quedan, detrás de los políticos del gobierno o de la
oposición hay equipos de profesionales formados, técnicos competentes que son
los que finalmente resuelven los problemas. En nuestro país detrás de una clase
política mediocre en general, hay una legión de asesores, también políticos que
simplemente perpetúan los despropósitos de sus jefes de filas. Es inaudito
que los expertos de primera línea no advirtieran a la ministra y al presidente
de los efectos indeseables de la ley del sí es sí. ¿O lo hicieron?
Acreditados juristas, letrados de las Cortes y catedráticos de derecho penal llegaron a las mismas conclusiones. No obstante, la ley se aprobó primero y
se parcheó después. Nadie dimitió. La vigente ley de educación (y las
anteriores) es una superestructura ideológica avalado por
psico-socio-pedagogos cuya finalidad es triple: enjaular al personal como
sea, desterrar el fracaso escolar de las estadísticas oficiales y aparentar
diversificación y atención a la pluralidad donde sólo hay café
para todos. Nadie se ha parado a pensar que más de la mitad de los alumnos
preferirían cursar módulos de formación profesional. Obviamente, es más barato
montar un aula con una pizarra y una tiza que un taller de automoción. Y justificar
el dislate con una jerga incomprensible.
Sánchez, fecundo en ardides, es un experto en los temblores de la política de circunstancias. Después de todo, la política es el arte de lo posible, frase que se atribuye a pensadores y estadistas ilustres. Su precursor y maestro es el ínclito y nunca bien ponderado Don Álvaro Figueroa y Torres, Conde de Romanones, otro político liberal que ocupó todos los cargos de la patria, quien a la pregunta de los periodistas sobre sus bandazos parlamentarios respondió: A ver si se enteran de una vez: cuando yo digo en esta cámara “Nunca jamás” me refiero siempre a la semana actual.
Todos los presidentes del gobierno que en España han
sido desde la transición han sido silbados, denigrados e insultados cuando se
dirigían a la tribuna de autoridades el doce de Octubre, día de la Fiesta
Nacional. Se trata de un triste espectáculo sea quien sea la víctima de los
salivazos. Hace tiempo Alfonso Guerra sentenció, al referirse a la bronca de
todos los años: hay gente que abuchea al presidente del gobierno y
aplaude a una cabra.