- Ahora se hace llamar Madre Devi. Interviene en las actividades del ashram. Inversiones, inmobiliarias, desgravaciones de impuestos. Es lo que siempre había querido. Serenidad mental dentro de un contexto empresarial.
Don DeLillo, Ruido de fondo
La incomunicación está vinculada sobre todo a las diversas subculturas. Los sociólogos hablan, entre otras, de subculturas asociadas al sexo, a la edad, a la profesión, a la clase social, a las creencias religiosas, a los valores morales o a las ideologías políticas. Hay otras subculturas más sutiles que también propician la incomunicación: las preferencias sexuales, el estado civil o, simplemente, los colores de tu equipo…
He dedicado tres de mis entradas favoritas a la subcultura vinculada al sexo, en concreto a la subcultura de la mujer, que muestran lo que llamo “debilidades femeninas”: las cremas de belleza, la adicción a la moda y la fijación por las muñecas. Tres aspectos que los hombres jamás podremos comprender en su mismidad.
Inversamente, tengo la sana intención de llenar el blog con tres artículos dedicados a la subcultura masculina: la manía del fútbol, la inmadurez crónica y el machismo. Puestos a comparar, que no es posible por la barrera de la incomunicación, la vida me ha enseñado que las mujeres, en general, son más inteligentes, más sensibles y más personas que nosotros.
Seguimos con la cosa. Por más que me estrujo el magín no puedo entender por qué las mujeres tienen que sacar del armario toda su ropa, zapatos y complementos (cinturones, pañuelos, bolsos, pulseras y fruslería) cada mañana para elegir el atuendo que lucirán en el trabajo. ¿No es más fácil, pregunto, hacerte cada noche un mapa mental de tus trapos favoritos? Incluso me parece un pensamiento que invita al sueño. Pero no. Cuando los espantados maridos salen de la ducha y entran en el dormitorio se encuentran una montaña de materia amorfa distribuida de forma aleatoria por los cuatro puntos cardinales. No se puede dar un paso. El infeliz necesita una pala para exhumar sus pertenencias. Asume resignado que no hay solución para el caos. Lo mejor es tirarlo todo por la ventana, incluidos los muebles, y crear desde la nada. Sin embargo por la noche el cuarto recobra su apariencia normal. Un ciclo cósmico digno de los presocráticos.
Al revés. Cuando la mujer “manda” a su marido a la compra (no incluyo aquí carnes, pescados, frutas y verduras) con un carrito de cuadros escoceses y vuelve al cabo de tres horas (ha ido al banco, se ha encontrado a un conocido con el que se ha tomado unas cañas, se ha parado en la ferretería y en la agencia de viajes), trae el pedido completo… y una serie de cosas que no estaban en el guión:
- Una botella de licor de kiwi (no le gusta, pero el envase es precioso).
- Una tijera de sierra (no le hace falta pero es original).
- Una lata de paté francés (cuesta como el resto del pedido).
- Tres botellones de zumo de tomate (si te llevas el lote no pagas uno).
- Una lata de dos kilos de fabada (por si no hay tiempo de hacer la cena).
- Unos alicates aislantes (por si hay que arreglar un enchufe).
- Una linterna de campaña (por si se va la luz) y un paquete de pilas (por si acaso).
- Una caja extra de muesli integral (porque ha leído que favorece el tránsito).
- Dos bombillas de bajo consumo…
El varón domado accede a comprar lo que le piden (y sólo lo que le piden) cuando la señora le somete a una curva mantenida de aprendizaje mediante refuerzos negativos por evitación y escape, además de a castigos varios por acción y omisión.
Paso a la edad. Los recuerdos de mi juventud me llevan a casa de mi tía Guadalupe en la calle Leganitos, donde algunos domingos por la tarde nos invitaba a mí y a mis hermanos a merendar (cualquier protesta se cortaba de raíz).
Era viuda de un coronel del Estado Mayor, un aguerrido defensor del tabaco que pagó su adicción al rubio sin boquilla con una muerte prematura. Descanse en paz el tío Sebastián nimbado en su nube tóxica.
Jamás descifré el código hogareño de mi tía (sospecho que una clave era el mal gusto, otra el horror al vacío y la tercera los males de la soledad). En la entrada había un sombrío aparador donde guardaba la vajilla de boda y la cubertería. Vestigios de un mundo perdido. Encima del mueble había un búcaro con caramelos que se soldaban a los dientes con sólo mirarlos. Al lado, un zorro polvoriento, cola enhiesta y ojos de cristal, no envejecía mientras mi tía se hundía en la noche de los tiempos. En el estrecho pasillo que conducía al salón se abría el hueco de una hornacina con un jarrón de cristal y dos gladiolos (todo un símbolo); al píe, una placa rezaba: no te olvido. Es difícil imaginar la vida diaria con ese cartel delante. En el cuarto de estar, una radio PHILIPS de color hueso emitía seriales monocordes; enfrente, brillaba el cristal de una vitrina repleta de pacotilla: exvotos de papel, velas de cumpleaños, elefantes de cristal, premios de la tómbola, medallas militares, sorpresas del roscón y un busto del caudillo. Sobre la chimenea de mármol, una urna-hucha con un Sagrado Corazón te miraba fijamente aunque cerraras los ojos. Una puerta daba al dormitorio donde se veía el dosel violeta del lecho y una bolsa de agua caliente encima. En la pared, aunque no se usaba, estaba más vivo que nunca un juego de baño con palangana, espejo redondo con marco de madera y jarras de latón en los flancos. Debajo de la cama se ocultaba un orinal de loza (¿era algo más que una reliquia?).
La tía Lupe nos daba de merendar unas tazas aguadas de café con leche. En una bandeja de cerámica con el borde roto traía unas pastas de jengibre y canela cuyo sabor no era de este mundo. Al terminar rezábamos de rodillas un misterio del rosario… Cuando nos despedíamos extenuados, nos daba por turno besos, una peseta de papel y la estampa de la Virgen.
Acabo, por no agotar como mi tía, con la subcultura profesional que mejor conozco: en demasiadas ocasiones los profesores viven la ficción de comunicarse con sus alumnos (otra subcultura). Lo cierto es que el flujo de información no fluye en ninguna de las dos direcciones. El profesor busca un resquicio de luz en las tinieblas porque es intolerable asumir lo que sucede realmente. Pregunte a cualquiera que imparta en un centro público y le dirá la verdad.
Acabo, por no agotar como mi tía, con la subcultura profesional que mejor conozco: en demasiadas ocasiones los profesores viven la ficción de comunicarse con sus alumnos (otra subcultura). Lo cierto es que el flujo de información no fluye en ninguna de las dos direcciones. El profesor busca un resquicio de luz en las tinieblas porque es intolerable asumir lo que sucede realmente. Pregunte a cualquiera que imparta en un centro público y le dirá la verdad.
El alumno, por su parte, no se traga la farsa, excepto si el profe pasa consulta o median amores sagrados o profanos. El joven, realista a pesar de la edad, tiene intereses definidos en el lance. Lo que pretende es sacar ventaja y poco más. Visto al revés, con más poesía: no es que los alumnos no te hagan caso, es que aunque quisieran no sabrían hacerlo. En el fondo, es lo mismo que ocurre con los hijos (otra subcultura inabarcable).
En las sesiones de evaluación de los alumnos de la ESO, el etnocentrismo del profesor brilla con luz propia. Las consabidas frases: no estudia, no hace los deberes, no participa en clase, habla y molesta, hay que llamar a sus padres… que no acuden a la cita o vienen a increpar al tutor porque su hijo es un alumno sin tacha ni baldón. Lo cierto es que al alumno, a los padres del alumno y a los padres de los padres del alumno no les interesa lo más mínimo la educación reglada, el estudio, los profesores o las aulas. Su perspectiva vital es totalmente ajena a la instrucción. Mandan a su hijo al centro a regañadientes (podría trabajar y traer un sueldo) porque les obliga la ley. Por su parte, el chaval acude al instituto a pasárselo bien con sus amigos (“otras almas perdidas”), aburrirse lo menos posible, hincar el codo cero e incordiar lo más posible a sus verdugos.
Ni creí en su momento ni creo en absoluto en la Enseñanza Secundaria Obligatoria. Es igual que el mito griego de Procustes.
Procustes era el dueño de una posada en la región de Ática que tenía un peculiar sentido de la hospitalidad: eran los viajeros quienes tenían que ajustarse la cama y no la cama a los viajeros. Si eran bajitos y la cama grande, los estiraba cruelmente hasta que dieran la talla. Si eran altos, les cortaba los pies y las piernas para que se acomodaran al lecho.