La historia de la sexualidad bajo demanda (la prostitución es una modalidad) ha evolucionado, como casi todo, desde las primeras civilizaciones (seguro que en el Paleolítico también había pero no tenemos vestigios) hasta el siglo de la tecnociencia cuyos límites en genética y electrónica ni siquiera vislumbramos. Por ejemplo, en el tercer milenio a.C. las hembras de Babilonia tenían la obligación de ir al menos una vez en su vida al templo de Militta, la diosa del amor, a entregarse a un extranjero a cambio de un precio simbólico como homenaje al valor supremo de la hospitalidad. Algo similar (aunque más interesado) ocurre en ciertos pueblos esquimales que tienen la costumbre de ofrecer los favores de las esposas de las mandamases del poblado a los visitantes más significados como una forma de establecer fuertes vínculos exogámicos que faciliten el intercambio de bienes y servicios. Muchos comerciantes canadienses tienen que pasar por el trance si quieren colocar a los inuit sus hachas, botas y trineos. ¿Qué tal se ven en un iglú desvistiendo con ternura a la jefa del clan para quitarle las cuatro capas de piel de oso y grasa de foca que la cubren en invierno? ¡El negocio es el negocio, qué carajo! O los casamenteros japoneses de antaño que negociaban falsas esposas para extranjeros de paso. Cuando volvían a su país o se cansaban de ellas las abandonaban. El repudio equivalía legalmente al divorcio. El ejemplo más conmovedor en el arte de esta práctica feudal es Madame Butterfly, la desgarradora ópera de Puccini que se representa en estos momentos en el Teatro Real: el matrimonio fugaz de un capitán de fragata norteamericano con una hermosa joven japonesa que, engañada, cree en el matrimonio y lleva en su alma el amor puro de una esposa. Como todas las óperas acaba en tragedia y puñalada.
La prostitución, sea masculina o femenina, es un universal cultural con infinitas variantes. Obviamente no vamos a entrar en un tema que ocuparía tres tomos. Sólo la prostitución premium merecería capítulo aparte: las bellas esclavas egipcias, griegas o romanas. Los harenes de las mil y una noches árabes. Los efebos de gama alta. Las prostitutas rituales de los aztecas reservadas a los príncipes guerreros. Las modernas cortesanas. Las actuales chicas de compañía de alto standing.
Por otra parte, el comercio sexual no siempre es asunto exclusivo de los profesionales del ramo: madamas, proxenetas, rameras, anuncios de contacto, chaperos, mafias, turismo sexual… En la antigua Roma, muchas amas de casa (eran famosas las pompeyanas) se prostituían en los numerosos burdeles de la ciudad para completar sus ingresos. ¡Podían cruzarse con su pícaro marido en un pasillo del prostíbulo y saludarse cordialmente! Algo parecido he visto en los hoteles caros de África Central. A la hora de la copa nocturna, la cafetería se puebla de minifalderas de toda suerte y condición: madres, hijas y sobrinas que con el beneplácito familiar se sacan un buen pico para aliviar las escuálidas despensas. O la mujer casada occidental de la clase alta que no se lo hace por dinero sino por inclinación perversa, aburrimiento profundo o por venganza psicoanalítica contra su marido. Buñuel lo llevó al cine en su película “Belle de jour”. Eso por no hablar de las mantenidas y, si me apuran, de las amas de llaves de los párrocos.
Otra variante del amor bajo demanda son las muñecas hinchables que se pueden adquirir en tiendas tan reputadas como Amazon. Echen una hojeada al catálogo y flipen en colores. ¿Quién no recuerda la película de Berlanga “Tamaño natural”? El erotómano que fue Don Luis se despacha a gusto. Recuerdo una noticia salida en la prensa hace tiempo sobre el uso de estas muñecas despampanantes. La guardia civil de tráfico echó el alto en el Bus-Vao (carril rápido en la autopista Madrid-La Coruña por el que sólo pueden viajar coches con dos o más pasajeros) a un conductor acompañado… ¡de una muñeca hinchable! Imaginen el estupor de los dos agentes bigotudos ante la pareja postiza. Pienso que cualquier acuerdo sexual entre dos personas adultas, conscientes y libres que no perjudique a terceros es admisible; cuanto más esto: el onanismo considerado como una de las bellas artes. La única desventaja que se me ocurre, como a Michel Picoli en “Tamaño natural”, es someter tu salud mental a una dura prueba: pero también lo es la represión pura y dura. ¿Quién sabe qué? No seré yo quien se escandalice de las poupées gonflables.
Hace unos días leí en la sección científica de El País un artículo titulado “Así será nuestro futuro sexual con los robots”, es decir pasamos al sexo bajo demanda entre humanos y máquinas. El cine de ciencia ficción ya había tanteado el tema mediante engendros varios como autómatas conscientes construidos con circuitos mágicos (Alien), androides de protocolo (Star Wars), replicantes casi imposible de distinguir de los humanos (gran cinta Blade runner) fabricados con materiales que imitan a la perfección nuestros órganos y tejidos. Si les interesa el tema no se pierdan la excelente película Ex maquina (2015), la historia de Ava una mujer-robot cuya inteligencia artificial es capaz de enamorar al humano hasta las cachas y generar en el proceso de interacción sentimientos y decisiones propias. Imaginen lo que se podría simular mecánicamente en relación con todas las variantes del sexo: manual, oral, anal o vaginal. Un nuevo mercado se abre. De hecho ya está abierto, pero queda lo mejor. Dicen los expertos en robótica que en los próximos cinco años se alcanzará la excelencia y estarán disponibles los nuevos modelos: a precios asequibles los más sencillos y a precios prohibitivos los más sofisticados. Como cualquier aparato doméstico. Y añade: Es posible que todo este mercado quede reducido a un nicho dedicado a una minoría fetichista, pero también existe la posibilidad de que el sexo con robots cambie nuestra forma de relacionarnos y se convierta en la norma. Hay demasiada incertidumbre y lo que necesitamos es mucha más ciencia sobre el tema. Entretanto los moralistas ya han empezado a largar amarras: uso terapéutico en pedófilos, ayuda a violadores, tratamientos psiquiátricos de ciertas patologías, etc. Veremos.
Lo que el futuro del sexo bajo demanda nos depara, y eso decididamente no lo veremos, serán las empresas de vacaciones virtuales capaces de programar bioquímica o electrónicamente (o como sea) nuestro cerebro para tener vivencias “metaoníricas” (el término es aproximado porque el nuevo no existe) tan reales o más que la vida misma, como ocurre en la película Desafío total (1990) de Paul Verhoeven. Los científicos lograrán exprimir tu sesera al cien por cien de sus capacidades. Antes de empezar el viaje a través de tus neuronas, el experto del hotel-laboratorio te ofrecerá un montón de posibles entornos (en el trepidante film de Verhoeven, Arnold Schwarzenegger elige una ciudad artificial construida en Marte) y te preguntará qué tipos de mujer u hombre prefieres para tus gozosas experiencias sexuales. Y si no lo sabes o no lo tienes claro te ayudarán a descubrirlos. Después una aséptica enfermera te acompañará a la sala de control donde tras sedarte te implantarán en el cerebro un chip holográfico o algo parecido. No estaría mal pasar un mes en la Venecia de Casanova. En un solo día, tumbado en una cama llena de cables, tubos y monitores, pasarás unas vacaciones inolvidables.
Decididamente no me convence el término “colectivo”. Un colectivo es un agregado estadístico de individuos con una propiedad social que los agrupa aunque, en realidad, cada uno es, como se dice castizamente, “de su padre y de su madre”. Es el problema medieval de los universales (de si tienen existencia propia, un recuelo platónico, o sólo existen en los individuos), el matemático de los conjuntos (con sus leyes y paradojas) y el moderno de los estereotipos (el catálogo de estupideces que los europeos se aplican profusamente para conocer lo incognoscible). El término “colectivo” tiene en todo caso un significado sociológico y por tanto abstracto; pero como escribió en sus memorias aquel ilustre veneciano que fue Giacomo Casanova todo ser del que no se podía tener más que una idea abstracta sólo podía existir en abstracto. Mero “flatus vocis” sin posibilidad de gozarlo. Sería como decir que Casanova perteneció al colectivo de… ¿los libertinos? Y el resto de la apasionante historia de su vida, sabiduría mundana incluida (no se la pierdan en dos tomos) pudiera ser resumida en ese término. Ocurre lo mismo con la expresión “colectivo de profesores”, “colectivo de médicos”, “colectivo de discapacitados” o “colectivo de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales”. En este último caso dudo que compartan en sentido estricto propiedades comunes. Otrosí, ¿qué carajo significa la palabra de moda "pansexual"? Dicho sea de paso, lo que tienen en común los “colectivos” más heterogéneos que conozco es que en todos hay homosexuales y no pocos.
Hoy prefiero hablar de personas, de dos amigos que conocí hace años en mi segundo piso madrileño, cuando vivía tan ricamente de alquiler, casado y con hijos de mediana edad. Goyo y Alberto fueron primero vecinos de planta. Llegaron en agosto y tras una mudanza que me perdí porque estábamos de vacaciones en un pueblo de Cádiz se instalaron puerta con puerta. Tienen nuevos vecinos, me comentó, Antonio, el conserje, que no se le escapaba una. Son jóvenes y algo raritos, ya sabe, e hizo un gesto amanerado con las manos para apoyar su tesis… Han subido más tiestos que los que caben en la terraza de mi suegra. Esos dos pierden aceite, me jugaría las propinas del mes (un aviso a navegantes a primeros de septiembre). Cogí el ascensor pensando que los prefería mil veces a mis vecinos anteriores, un matrimonio que salía a bronca diaria con megafonía, churumbeles que movían los muebles y jugaban al frontón en el tabique compartido y un perro pequeño sin educar al que dejaban solo y ladraba y lloraba hasta que caía exhausto, supongo, en la cama mullida de sus dueños; además de mearse en los ascensores. Pensé en comprar por internet un aparato de ultrasonidos para ahuyentar perros, introducir por debajo de la puerta el mango de madera de un polo untado de cianuro con sabor a hueso, pagar a dos sicarios de la mafia para liquidarlo, pero mi mujer se negó en redondo. ¡Eres más pesado que el perro! me dijo.
Al día siguiente por la tarde llamaron al timbre y se presentaron. Cortesía de la casa.
- Somos Goyo y Alberto, los nuevos vecinos. Alberto, mi pareja, es abogado y yo profesor (¡un colega, abundan!). Para cualquier cosa podéis contar con nosotros. Seguro que a tu señora le gusta este pequeño obsequio: y puso en mis manos un paquete envuelto que resultó ser una caja de bombones Godiva.
- Muchas gracias y encantado de conoceros. Ahora mismo estoy solo pero ya veréis a mi familia. ¿Os apetece pasar y tomar una copa? (no sabía qué decir). Rehusaron amablemente y se despidieron. Un buen comienzo (¿En qué se diferencia una caja de bombones pensados de una caja de bombones comprados?).
Pronto corrió la voz en la comunidad, aunque puedo afirmar y afirmo que cada vez que un cretino me venía con el cuento de que tenía vecinos mariquitas y que pegaba el trasero a la pared del ascensor cuando subía con alguno, le contestaba lo mismo: me llevo muy bien con ellos, son encantadores y, sobre todo educados (haciendo hincapié en el adjetivo); ¿te han molestado alguna vez?... con lo cual yo les parecía todavía más raro que Goyo y Alberto. Las señoras eran discretas. ¿Será verdad que a las mujeres les encanta tener amigos homosexuales? Buen tema para otra entrada. Al final, se impuso el sentido de la convivencia con gente respetable y la mayoría se desprendió por lo menos en las formas de su coraza de ídolos de la tribu, o sea, de prejuicios sociales.
Me tomé con ellos unas cuantas cañas en los bares del barrio, quedamos en restaurantes italianos, marroquíes, tailandeses, japoneses y mexicanos... Les pirriaba la cocina internacional. Incluso asistí a su boda en la Casa de la Panadería en la Plaza Mayor de Madrid en la que hubo interminables discursos de casi todos los invitados y se leyeron un sinfín de epitalamios más o menos afinados: sin procacidades hetero ni basteces machistas. Salida gloriosa entre pétalos de bolsa y rociada de arroz hasta que los novios vestidos con trajes blancos y pajarita se subieron a un viejo pero reluciente Citroën de época aparcado a la puerta y cuyo alquiler les costó un pico como me contaron más adelante.
Hablamos de todo un poco. Admitían sin reparos que los gays de ambos sexos son una subcultura (en el sentido técnico del concepto), lo cual es evidente, y se referían a sus rasgos diferenciales: gastronómicos (por cierto, las clasificaciones del libro de Simon Doonan Los gays no engordan son divertidas pero falsas), informáticos (prefieren los ordenadores Mac de Apple, una marca cool), sexuales (según ellos, sólo un treinta por ciento de los varones homo practica la penetración anal), muebles (les encantan los lacados, los biombos y las mesas pink market), la ropa de diseño trendy con simbología propia o los gimnasios fitness para pulir el tipo… También hablamos del día del orgullo gay. Les dije que nunca había ido a verlo pero que me hacía una idea por los videos en las redes sociales y los documentales. Ellos sí habían estado el año pasado. Opiniones hay para todos los colores de la bandera arco iris, dijeron, pero que a ellos, al margen de las reivindicaciones en defensa de los derechos civiles y las declaraciones de los políticos salidos del armario, les parecía un desfile bastante chocarrero; en ocasiones de un erotismo pasado de rosca y un exhibicionismo que se acercaba a lo grotesco. Demasiados gritos obscenos y efectos de mal gusto. O la parafernalia de las carrozas kitsch. No nos sentimos identificados con los excesos chabacanos de esa fiesta, somos gays “convencionales”, concluyeron.