viernes, 27 de mayo de 2022

Cosmopolitismo

 

Anaxágoras le dijo a un hombre que se lamentaba porque iba a morir en un país extranjero: “El descenso al Hades es el mismo desde todas partes”.

Diógenes el Cínico


La idea del cosmopolitismo, literalmente “que un individuo se sienta ciudadano del mundo”, procede, como todo concepto cultural, de la antigua Grecia, en concreto de las escuelas filosóficas postaristotélicas o helenísticas (s. IV-III a.C), los cínicos y los estoicos entre otras. Estos últimos entendieron el cosmopolitismo como la consecuencia de una Ley Natural compartida por todos los hombres por el mero hecho de serlo y participar así de forma eminente en La Razón Cósmica (Lógos) que rige necesariamente el mundo. Esa ley común innata que descubre la recta razón es independiente de cualquier convención legal y debe ser la medida de las acciones morales y políticas. Zenón de Citio llegó a proponer la necesidad de un Estado universal filantrópico con un solo gobierno y una sola ley. De acuerdo con el testimonio de Plutarco, habría sostenido …que no habitemos en ciudades ni pueblos, separados cada uno por sus propias leyes, sino que consideremos a todos los seres humanos como nuestros compatriotas y conciudadanos, que haya un solo modo de vida y un único orden justo, como si se tratara de un rebaño que pace junto y se alimenta de una ley común. Tal idea surgió como una forma de rechazo al rígido nacionalismo de las ciudades estado griegas que promovían un ethos (costumbres) y un nomos (leyes) autónomos y diferenciados.

También el cristianismo original, el de San Pablo, tiene un componente cosmopolita (aunque no político) puesto que todos los hombres son hijos de Dios y por tanto comparten fraternalmente los mismos principios religiosos y morales. En Gálatas III, 28, afirma: Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. (Nótese el sorprendente giro "feminista" del Apóstol de las naciones). La caritas o amor incondicional al prójimo es el valor que traspasa los límites de fronteras, etnias y naciones para reunir a los humanos en una sola comunidad espiritual. La famosa oda o himno a la alegría de Schiller que Beethoven inmortalizó en su Novena Sinfonía es el cosmopolitismo cristiano convertido en poesía y música. Lo cierto es que la Reforma protestante acabó radicalmente con la unidad de los principios fundacionales. Nada más distante de la teología cristiana católica que la protestante. La teocracia pontificia católica todavía conserva un cierto cosmopolitismo urbi et orbi, mientras la cristología reformada se ha fragmentado en innumerables iglesias, confesiones y sectas con interpretaciones imposibles de reunir en una sola fe conciliar en el doble sentido del término.   

Kant, en su obra La paz perpetua, propone una federación de Estados libres o sociedad de todas las naciones fundada en el derecho a la ciudadanía mundial cuyo principal valor es la hospitalidad porque todos los seres humanos están en el planeta Tierra y, sin excepción, tienen el derecho a estar en ella y recorrer sus lugares y los pueblos que lo habitanLa Tierra pertenece comunitariamente a todos. Nadie debería sentirse extraño en un mundo generoso de fronteras abiertas. Entre las condiciones de la hospitalidad entre naciones están la desaparición de los ejércitos permanentes y la prohibición expresa de cualquier declaración de guerra. La ley moral no solo obliga a los individuos, sino también a los pueblos (como conjunto de individuos) a sobreponerse a su tendencia natural al dominio y a la confrontación con el otro. La utopía kantiana, como la estoica o la cristiana, ponen al mundo cabeza abajo.

El universalismo, cuyo punto de partida fue la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) tras la Segunda Guerra Mundial, es otro ideal cosmopolita. La Declaración establece, por primera vez en la historia, los derechos fundamentales que deben inspirar las Constituciones del mundo entero. La DUDH es reconocida por haber propiciado la formulación de más de setenta tratados de derechos humanos en todos los ámbitos sociopolíticos que tienen vigencia internacional. El universalismo defiende que se debe fomentar el encuentro, la comunicación y el diálogo permanente entre las naciones en un plano de completa igualdad en el que tengan cabida todas los rasgos, complejos e instituciones particulares, pero siempre sobre la base de la aceptación de un pacto intercultural que promueva, proteja y respete los derechos humanos. En teoría, todos los países de la ONU se acogen a esta Declaración… Seguimos en el mundo platónico de las ideas.

¿En realidad qué sentido actual tiene el cosmopolitismo? Cinco conclusiones.

En primer lugar, es una etiqueta progresista sin ninguna influencia práctica, aunque opuesta (que no es poco) al nacionalismo excluyente, al populismo demagógico, al patriotismo reaccionario y al internacionalismo comunista (algo que ya no existe).

En segundo lugar, no hay que identificar el cosmopolitismo con la globalización. Esta última es, sobre todo, un fenómeno económico que describe la expansión planetaria del modo de producción capitalista basado en el principio de la libre competencia y en la circulación de capitales a través de las transacciones financieras. La tesis de que el liberalismo económico y la democracia representativa sean el modelo cosmopolita definitivo (el fin de la historia, como anunció Francis Fukuyama) es cuestionada por los que consideran que tras la mundialización de la democracia y de los derechos humanos se esconde el interés de las grandes potencias occidentales, de las empresas y los monopolios transnacionales por controlar política, económica y militarmente el planeta. Democracia formal (cuando no falsaria) y derechos nominales son el aceite lubricante de los grandes negocios.

En tercer lugar, en mi opinión, sólo el europeísmo, el ideal de una Unión Europea fundada en un auténtico cosmopolitismo, todavía por definir y del que nada sabemos, es el único horizonte de sucesos ético y político que mantiene viva la esperanza en una ley común.

En cuarto lugar, en un tono más distendido, el cosmopolitismo ha servido de soporte ideológico a los guiones cinematográficos de las sagas galácticas más conocidas: Star Trek, la historia de la Flota Estelar de La Federación Unida de Planetas de los cuales forma parte la Tierra; y La Guerra de las Galaxias, cuya República Galáctica comprendía decenas de miles de sistemas estelares bajo un mando único. En ambos casos, un cosmopolitismo atacado sin tregua por las fuerzas del mal.  

Por último, estoy de acuerdo en que Madrid es una ciudad cosmopolita. Para mí significa que una parte importante de los madrileños no han nacido en Madrid y que nadie les pregunta, a no ser por sana curiosidad, de dónde son sin darle mayor importancia a la respuesta. Al contrario, se empeñan en ver el lado bueno del lugar de procedencia y, como mucho, se toman a guasa los tópicos y tradiciones. O les da lo mismo. Los demás madrileñismos son monsergas de encefalograma plano. Ya saben a qué me refiero.

viernes, 20 de mayo de 2022

Eurovisión

 

El Festival de la Canción de Eurovisión supera cada año sus cuotas de audiencia. Las votaciones finales del 2022 fueron seguidas en nuestro país por casi siete millones de espectadores. Se estima que en todo el mundo lo vieron alrededor de 500 millones. ¿Cuáles son las claves del éxito de este acontecimiento internacional que se remonta a 1956 en Suiza (que, por cierto, ganó) y sólo ha sido suspendido en 1920 por la pandemia?

La primera es, por supuesto, su larga tradición. Tuvo distintos formatos hasta que se adoptó el actual. Una curiosidad: es el programa de televisión vigente más antiguo. Desde nuestra más tierna infancia estábamos acostumbrados a que durante la primera quincena de mayo nuestros mayores se enchufaran a las nueve de la noche al Festival de Eurovisión, del mismo modo que lo hacían a las nueve de la mañana del 22 de diciembre al Sorteo de la Lotería de Navidad. Delante de la humeante sopa de Gallina Blanca engordada con un huevo escalfado, el pescado congelado en salsa verde y el flan chino mandarín (tan antiguo como Eurovisión) seguíamos con interés menguante la procesión de canciones de cada país hasta que le tocaba a la nuestra. En realidad, ya la conocíamos; era igual de insulsa que las demás y lo único que nos mantenía despiertos era el fallo clamoroso del o de la o de los intérpretes, como el genial gallo que hizo famoso a Manel Navarro en 2017. El pico de la ola coincidía con el politiqueo descarado de las votaciones, los amigos de los amigos, los previsibles intercambios de puntos (L’Italie, dix points) y el subidón aullante de los vencedores que repetían la matraca entre focos láser, nubes multicolor y lluvia digital de serpentinas. Hasta la presente edición, la española casi siempre terminaba en la parte baja de la tabla.  

Desde sus comienzos, la mayoría de las canciones eurovisivas han sido de encefalograma plano. Recuerdo algunas modalidades: la andanada de fragor que te golpea de principio a fin, la coreografía de vértigo que da cobertura a un tema monocorde (SloMo), la rebuscada originalidad de ciertos personajes estrafalarios salidos de un videojuego futurista y las baladas cursis, edulcoradas con una melodía sin melodía. Es cierto que algunas podían salvarse por su esquema musical creíble y pegadizo: Poupée de cire, poupée de son, de France Gall (1965), Puppet on a Strin, de Sandie Shaw (1967), Eres tú, de Mocedades (1973) o, más cercana, Merci Chérie, de Udo Jürgens (2017).

Otra razón del éxito del Festival son las deslumbrantes tecnologías kitsch del espectáculo que abruman al espectador con un impacto cada vez más envolvente y un aumento sostenido de la cantidad del estímulo. Se acabaron los efectos especiales a la vieja usanza. Los fuegos artificiales son historia. Este año, en el Pala Alpitour de Turín, los organizadores, habían preparado para sorprendernos el sol cinético, el centro luminoso del universo, una plataforma semicircular formada por siete arcos concéntricos que se moverían al ritmo de cada tema, proyectarían imágenes de Italia y del país representado y se ajustarían a la escenografía de los intérpretes. Al final uno de los rotores se estropeó sin tiempo para repararlo y hubo que dejarlo fijo. Chapuza a la italiana. Da la impresión de que los fines musicales han sido sustituidos por los medios electrónicos. Es probable que algunas canciones hayan sido compuestas mediante algoritmos informáticos.

La idea que recorre y soporta el desarrollo del Festival es lo inesperado. La canción, por supuesto. Pero todavía más el desfile de modelos exclusivos, los destapes rompedores (las piernas que no dejan ver el bosque), los peinados imposibles, los trucos de magia negra y los finales extáticos. Otro elemento imprescindible es el sentimiento nacional. Un nacionalismo inocuo (dentro de lo que cabe) de banderitas al viento y brindis al sol. Como la Liga de Campeones, Roland Garros o los Juegos Olímpicos. Los atuendos suelen incorporar detalles del folclore nacional más o menos evidentes. La canción puede aludir de pasada a rasgos musicales etnocéntricos. Chanel con traje de luces y toque de clarín. Y, sobre todo, el prestigio internacional del ganador, cuyo privilegio es organizar la siguiente edición. Patriotas por un día. Y la resaca mediática que dura una semana. Luego, el sol cinético se convierte en un agujero negro que no deja escapar ni un rayo de luz.    

martes, 10 de mayo de 2022

Anécdotas del Teatro Real

Desde que se remodeló hace más de dos décadas somos asiduos del Teatro Real. Un generoso familiar, directivo de una fundación que colabora en su mecenazgo, nos proporciona entradas de palco con derecho a copa en el entreacto. Agradecidos. Cuando alguien me pregunta si soy aficionado a la música clásica contesto que realmente lo que me gusta es la ópera. He coleccionado los programas de mano de todas las representaciones a las que hemos asistido. Los más antiguos eran auténticos libros con doble cubierta, los nuevos parecen hojas parroquiales. A propósito, el refrigerio del descanso también ha bajado el listón: en la edad de oro circulaba en abundancia el jamón, las croquetas, los tacos de salmón y la tortilla de patatas; ahora pasan de vez en cuando bandejas remilgadas con mini cazoletas rellenas de cremas multicolor parecidas a las tarrinas plastificadas de las películas de naves espaciales en tránsito. Por las mullidas alfombras del salón VIP desfilan los personajes más famosos e influyentes del gran teatro del mundo. Hay más escoltas que invitados. He visto a políticos de primera fila en el Congreso y en el patio de butacas departiendo cordialmente con sus compañeros de partido que una semana más tarde los pondrán entre la espada y la pared. A pesar de su facundia gestual, desafinan. Se me pasa por la cabeza una ocurrencia fácil: son lo contrario de una orquesta sinfónica.

El libreto de la ópera, su contenido narrativo, y la puesta en escena hacen más fácil seguir sin travesías del desierto la unidad de letra música y no perderse en cabezadas y haces de ideas en el teatro de la mente, como diría Hume, que nada tienen que ver con la obra. Hemos asistido en numerosas ocasiones, también por el mismo cauce, a los conciertos que se celebran en el Auditorio Nacional y estoy familiarizado con el escuchar desatento de los aficionados, como yo; algo impensable en el auténtico melómano dotado de conocimientos musicales que le permiten leer la partitura, distinguir la función de los grupos instrumentales y captar el conjunto orquestal.

En realidad, lo importante de la ópera no es el valor literario del libreto, en ocasiones grandilocuente como ocurre con Wagner; otras, dramático sin mesura, por ejemplo, en Puccini, donde muere hasta el apuntador o demasiado insólito y simbólico, como la mozartiana flauta mágica, por lo demás una obra maestra. Lo que hace grande a una ópera es el talento del compositor para encontrar la armonía perfecta entre el argumentola puesta en escena y la musicalidad; en encontrar los compases conmovedores, humorísticos, agónicos, arrebatadores y un conjunto infinito de matices que modelan, envuelven y transforman el argumento en pura sustancia musical. La industria del cine desde sus inicios sonoros comprendió el sentido de esta mutua copertenencia entre el guion, los planos y la banda sonora. Por cierto, la utilización conjunta del texto, el coro, la música, la danza y la escenografía proceden del antiguo teatro griego.  

Nadie como Mozart, ni siquiera Wagner con su teoría de la obra de arte total tomada de la tragedia griega, ha conseguido esta perfecta transfiguración de los tres elementos constituyentes de la ópera. Por cierto, cada vez soy más reticente a las escenografías que se aparten en exceso de las indicaciones del libreto. Es evidente que muchas obras de repertorio se repiten temporada tras temporada en los grandes coliseos y que a los abonados les gustan las nuevas producciones. No obstante, el exceso de originalidad del escenógrafo, su egotismo, pueden devaluar, truncar e incluso arruinar la representación. Una cosa es la creatividad y otra la extravagancia. Detesto el minimalismo extremo, donde una sábana blanca representa la pureza, una solitaria columna, el poder y unas cintas azules, el proceloso mar. Tampoco lo contrario: no es preciso que una casa sea un abigarrado complejo de módulos cubistas que inundan el escenario y giran sobre sí mismos para introducir las transiciones de la acción sin que el espectador se aclare. Tampoco me convencen los vestuarios ahistóricos donde los caballeros medievales parecen habitantes de otro planeta o los centuriones romanos se disfrazan de oficiales del tercer Reich. Hace años asistí a una representación del Don Juan de Mozart donde el ilustre seductor era un señorito de derechas y doña Elvira una criada del barrio. También se han puesto de moda las proyecciones en tres dimensiones y los hologramas con alusiones crípticas y mensajes ocultos. Aunque se trate de una ópera de Verdi, popular y diáfana, hay que asistir a la conferencia previa al estreno del director musical o del director de escena (o escuchar su grabación en video) para que se nos muestren los arcanos del enigma revelado.

Además del argumento, la puesta en escena y la musicalidad, el cuarto elemento de la ópera es, por supuesto, el reparto y la dirección musical. Por eso hablamos de grabaciones de referencia. Dos impresiones a propósito de estas últimas, antiguas o modernas, grabadas en vinilo, Cd o video: en absoluto es comparable el sonido de una orquesta en vivo a la alta fidelidad, si bien es cierto que la calidad vocal de los intérpretes y el equilibrio sonoro entre las voces y el foso es mejor en las grabaciones. Por lo demás, hay más distancia estética entre una opera en el teatro y la misma grabada que entre una película en el cine y en la televisión por muchas pulgadas que tenga. Por eso si antes de asistir a una representación escuchamos una grabación de referencia, al salir del teatro tenemos la sensación de haber escuchado dos óperas distintas. Es una experiencia curiosa.      

El único efecto beneficioso que ha tenido la pandemia sobre la ópera ha sido el uso obligatorio de las mascarillas, algunas a juego con los modelos de las damas, que ha fulminado las tormentas de toses. Es conocida la reacción hace años del gran pianista Maurizio Pollini en el Auditorio de Madrid ante el catarro coral del público: detuvo la interpretación de un nocturno de Chopin, se levantó y se retiró al camerino. Tras un cuarto de hora volvió, terminó el resto del programa de forma rutinaria y salió a saludar al público una sola vez. Durante la apertura del teatro tras la llamada nueva normalidad, un mero carraspeo suponía que tres filas de butacas mirasen horrorizadas al presunto transmisor de la carga viral.

Las cumbres del género, muy por encima del siguiente escalón, son las tres grandes óperas que Mozart compuso en colaboración con el libretista italiano Lorenzo da Ponte: Le nozze di FigaroDon Giovanni y Così fan tutte. Esta semana será la tercera vez que asistiré a una representación de Las bodas de Fígaro en el Teatro Real, mi preferida. Recuerdo la carátula de la primera grabación en vinilo de Daniel Barenboim en 1977 en la que unos ángeles muestran la partitura de Las bodas a un grupo de músicos que tocan sus instrumentos. Amadeus. Un amigo mío, flautista de una orquesta de cámara catalana, me comentaba que incluso las hojas de Las bodas, los pentagramas, son de una hermosa plasticidad. La primera vez fue en la temporada 2008-9 dirigida por Jesús López Cobos, fallecido en 2018, cuya salida del Real no fue todo lo digna que merecía, la segunda en la temporada 2010-2011 bajo la batuta de Víctor Pablo Pérez y esta última bajo la dirección musical de Ivon Bolton en una producción de Canadian Opera Company procedente del Festival de Salzburgo. He visto el video promocional y leído las opiniones de la crítica especializada. La obra está ambientada en la actualidad. Fígaro parece el empleado de una oficina de seguros y la trasposición del mensaje original gira en torno al significado del amor, un tema que sólo Platón se atrevió a tratar de forma directa, del erotismo (¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?), del acoso sexual desde una posición dominante y sus ambigüedades, del machismo celoso y de cómo el eterno femenino nos arrastra, esto sí típicamente mozartiano. En fin, para mí no son los mejores augurios de una ópera bufa cuya divertida trama se desarrolla en el palacio sevillano del Conde de Almaviva en la segunda mitad del siglo XVIII.