viernes, 20 de mayo de 2022

Eurovisión

 

El Festival de la Canción de Eurovisión supera cada año sus cuotas de audiencia. Las votaciones finales del 2022 fueron seguidas en nuestro país por casi siete millones de espectadores. Se estima que en todo el mundo lo vieron alrededor de 500 millones. ¿Cuáles son las claves del éxito de este acontecimiento internacional que se remonta a 1956 en Suiza (que, por cierto, ganó) y sólo ha sido suspendido en 1920 por la pandemia?

La primera es, por supuesto, su larga tradición. Tuvo distintos formatos hasta que se adoptó el actual. Una curiosidad: es el programa de televisión vigente más antiguo. Desde nuestra más tierna infancia estábamos acostumbrados a que durante la primera quincena de mayo nuestros mayores se enchufaran a las nueve de la noche al Festival de Eurovisión, del mismo modo que lo hacían a las nueve de la mañana del 22 de diciembre al Sorteo de la Lotería de Navidad. Delante de la humeante sopa de Gallina Blanca engordada con un huevo escalfado, el pescado congelado en salsa verde y el flan chino mandarín (tan antiguo como Eurovisión) seguíamos con interés menguante la procesión de canciones de cada país hasta que le tocaba a la nuestra. En realidad, ya la conocíamos; era igual de insulsa que las demás y lo único que nos mantenía despiertos era el fallo clamoroso del o de la o de los intérpretes, como el genial gallo que hizo famoso a Manel Navarro en 2017. El pico de la ola coincidía con el politiqueo descarado de las votaciones, los amigos de los amigos, los previsibles intercambios de puntos (L’Italie, dix points) y el subidón aullante de los vencedores que repetían la matraca entre focos láser, nubes multicolor y lluvia digital de serpentinas. Hasta la presente edición, la española casi siempre terminaba en la parte baja de la tabla.  

Desde sus comienzos, la mayoría de las canciones eurovisivas han sido de encefalograma plano. Recuerdo algunas modalidades: la andanada de fragor que te golpea de principio a fin, la coreografía de vértigo que da cobertura a un tema monocorde (SloMo), la rebuscada originalidad de ciertos personajes estrafalarios salidos de un videojuego futurista y las baladas cursis, edulcoradas con una melodía sin melodía. Es cierto que algunas podían salvarse por su esquema musical creíble y pegadizo: Poupée de cire, poupée de son, de France Gall (1965), Puppet on a Strin, de Sandie Shaw (1967), Eres tú, de Mocedades (1973) o, más cercana, Merci Chérie, de Udo Jürgens (2017).

Otra razón del éxito del Festival son las deslumbrantes tecnologías kitsch del espectáculo que abruman al espectador con un impacto cada vez más envolvente y un aumento sostenido de la cantidad del estímulo. Se acabaron los efectos especiales a la vieja usanza. Los fuegos artificiales son historia. Este año, en el Pala Alpitour de Turín, los organizadores, habían preparado para sorprendernos el sol cinético, el centro luminoso del universo, una plataforma semicircular formada por siete arcos concéntricos que se moverían al ritmo de cada tema, proyectarían imágenes de Italia y del país representado y se ajustarían a la escenografía de los intérpretes. Al final uno de los rotores se estropeó sin tiempo para repararlo y hubo que dejarlo fijo. Chapuza a la italiana. Da la impresión de que los fines musicales han sido sustituidos por los medios electrónicos. Es probable que algunas canciones hayan sido compuestas mediante algoritmos informáticos.

La idea que recorre y soporta el desarrollo del Festival es lo inesperado. La canción, por supuesto. Pero todavía más el desfile de modelos exclusivos, los destapes rompedores (las piernas que no dejan ver el bosque), los peinados imposibles, los trucos de magia negra y los finales extáticos. Otro elemento imprescindible es el sentimiento nacional. Un nacionalismo inocuo (dentro de lo que cabe) de banderitas al viento y brindis al sol. Como la Liga de Campeones, Roland Garros o los Juegos Olímpicos. Los atuendos suelen incorporar detalles del folclore nacional más o menos evidentes. La canción puede aludir de pasada a rasgos musicales etnocéntricos. Chanel con traje de luces y toque de clarín. Y, sobre todo, el prestigio internacional del ganador, cuyo privilegio es organizar la siguiente edición. Patriotas por un día. Y la resaca mediática que dura una semana. Luego, el sol cinético se convierte en un agujero negro que no deja escapar ni un rayo de luz.    

martes, 10 de mayo de 2022

Anécdotas del Teatro Real

Desde que se remodeló hace más de dos décadas somos asiduos del Teatro Real. Un generoso familiar, directivo de una fundación que colabora en su mecenazgo, nos proporciona entradas de palco con derecho a copa en el entreacto. Agradecidos. Cuando alguien me pregunta si soy aficionado a la música clásica contesto que realmente lo que me gusta es la ópera. He coleccionado los programas de mano de todas las representaciones a las que hemos asistido. Los más antiguos eran auténticos libros con doble cubierta, los nuevos parecen hojas parroquiales. A propósito, el refrigerio del descanso también ha bajado el listón: en la edad de oro circulaba en abundancia el jamón, las croquetas, los tacos de salmón y la tortilla de patatas; ahora pasan de vez en cuando bandejas remilgadas con mini cazoletas rellenas de cremas multicolor parecidas a las tarrinas plastificadas de las películas de naves espaciales en tránsito. Por las mullidas alfombras del salón VIP desfilan los personajes más famosos e influyentes del gran teatro del mundo. Hay más escoltas que invitados. He visto a políticos de primera fila en el Congreso y en el patio de butacas departiendo cordialmente con sus compañeros de partido que una semana más tarde los pondrán entre la espada y la pared. A pesar de su facundia gestual, desafinan. Se me pasa por la cabeza una ocurrencia fácil: son lo contrario de una orquesta sinfónica.

El libreto de la ópera, su contenido narrativo, y la puesta en escena hacen más fácil seguir sin travesías del desierto la unidad de letra música y no perderse en cabezadas y haces de ideas en el teatro de la mente, como diría Hume, que nada tienen que ver con la obra. Hemos asistido en numerosas ocasiones, también por el mismo cauce, a los conciertos que se celebran en el Auditorio Nacional y estoy familiarizado con el escuchar desatento de los aficionados, como yo; algo impensable en el auténtico melómano dotado de conocimientos musicales que le permiten leer la partitura, distinguir la función de los grupos instrumentales y captar el conjunto orquestal.

En realidad, lo importante de la ópera no es el valor literario del libreto, en ocasiones grandilocuente como ocurre con Wagner; otras, dramático sin mesura, por ejemplo, en Puccini, donde muere hasta el apuntador o demasiado insólito y simbólico, como la mozartiana flauta mágica, por lo demás una obra maestra. Lo que hace grande a una ópera es el talento del compositor para encontrar la armonía perfecta entre el argumentola puesta en escena y la musicalidad; en encontrar los compases conmovedores, humorísticos, agónicos, arrebatadores y un conjunto infinito de matices que modelan, envuelven y transforman el argumento en pura sustancia musical. La industria del cine desde sus inicios sonoros comprendió el sentido de esta mutua copertenencia entre el guion, los planos y la banda sonora. Por cierto, la utilización conjunta del texto, el coro, la música, la danza y la escenografía proceden del antiguo teatro griego.  

Nadie como Mozart, ni siquiera Wagner con su teoría de la obra de arte total tomada de la tragedia griega, ha conseguido esta perfecta transfiguración de los tres elementos constituyentes de la ópera. Por cierto, cada vez soy más reticente a las escenografías que se aparten en exceso de las indicaciones del libreto. Es evidente que muchas obras de repertorio se repiten temporada tras temporada en los grandes coliseos y que a los abonados les gustan las nuevas producciones. No obstante, el exceso de originalidad del escenógrafo, su egotismo, pueden devaluar, truncar e incluso arruinar la representación. Una cosa es la creatividad y otra la extravagancia. Detesto el minimalismo extremo, donde una sábana blanca representa la pureza, una solitaria columna, el poder y unas cintas azules, el proceloso mar. Tampoco lo contrario: no es preciso que una casa sea un abigarrado complejo de módulos cubistas que inundan el escenario y giran sobre sí mismos para introducir las transiciones de la acción sin que el espectador se aclare. Tampoco me convencen los vestuarios ahistóricos donde los caballeros medievales parecen habitantes de otro planeta o los centuriones romanos se disfrazan de oficiales del tercer Reich. Hace años asistí a una representación del Don Juan de Mozart donde el ilustre seductor era un señorito de derechas y doña Elvira una criada del barrio. También se han puesto de moda las proyecciones en tres dimensiones y los hologramas con alusiones crípticas y mensajes ocultos. Aunque se trate de una ópera de Verdi, popular y diáfana, hay que asistir a la conferencia previa al estreno del director musical o del director de escena (o escuchar su grabación en video) para que se nos muestren los arcanos del enigma revelado.

Además del argumento, la puesta en escena y la musicalidad, el cuarto elemento de la ópera es, por supuesto, el reparto y la dirección musical. Por eso hablamos de grabaciones de referencia. Dos impresiones a propósito de estas últimas, antiguas o modernas, grabadas en vinilo, Cd o video: en absoluto es comparable el sonido de una orquesta en vivo a la alta fidelidad, si bien es cierto que la calidad vocal de los intérpretes y el equilibrio sonoro entre las voces y el foso es mejor en las grabaciones. Por lo demás, hay más distancia estética entre una opera en el teatro y la misma grabada que entre una película en el cine y en la televisión por muchas pulgadas que tenga. Por eso si antes de asistir a una representación escuchamos una grabación de referencia, al salir del teatro tenemos la sensación de haber escuchado dos óperas distintas. Es una experiencia curiosa.      

El único efecto beneficioso que ha tenido la pandemia sobre la ópera ha sido el uso obligatorio de las mascarillas, algunas a juego con los modelos de las damas, que ha fulminado las tormentas de toses. Es conocida la reacción hace años del gran pianista Maurizio Pollini en el Auditorio de Madrid ante el catarro coral del público: detuvo la interpretación de un nocturno de Chopin, se levantó y se retiró al camerino. Tras un cuarto de hora volvió, terminó el resto del programa de forma rutinaria y salió a saludar al público una sola vez. Durante la apertura del teatro tras la llamada nueva normalidad, un mero carraspeo suponía que tres filas de butacas mirasen horrorizadas al presunto transmisor de la carga viral.

Las cumbres del género, muy por encima del siguiente escalón, son las tres grandes óperas que Mozart compuso en colaboración con el libretista italiano Lorenzo da Ponte: Le nozze di FigaroDon Giovanni y Così fan tutte. Esta semana será la tercera vez que asistiré a una representación de Las bodas de Fígaro en el Teatro Real, mi preferida. Recuerdo la carátula de la primera grabación en vinilo de Daniel Barenboim en 1977 en la que unos ángeles muestran la partitura de Las bodas a un grupo de músicos que tocan sus instrumentos. Amadeus. Un amigo mío, flautista de una orquesta de cámara catalana, me comentaba que incluso las hojas de Las bodas, los pentagramas, son de una hermosa plasticidad. La primera vez fue en la temporada 2008-9 dirigida por Jesús López Cobos, fallecido en 2018, cuya salida del Real no fue todo lo digna que merecía, la segunda en la temporada 2010-2011 bajo la batuta de Víctor Pablo Pérez y esta última bajo la dirección musical de Ivon Bolton en una producción de Canadian Opera Company procedente del Festival de Salzburgo. He visto el video promocional y leído las opiniones de la crítica especializada. La obra está ambientada en la actualidad. Fígaro parece el empleado de una oficina de seguros y la trasposición del mensaje original gira en torno al significado del amor, un tema que sólo Platón se atrevió a tratar de forma directa, del erotismo (¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?), del acoso sexual desde una posición dominante y sus ambigüedades, del machismo celoso y de cómo el eterno femenino nos arrastra, esto sí típicamente mozartiano. En fin, para mí no son los mejores augurios de una ópera bufa cuya divertida trama se desarrolla en el palacio sevillano del Conde de Almaviva en la segunda mitad del siglo XVIII.