Servicio religioso ortodoxo, misa dominical obligatoria para los reclusos en la capilla de una penitenciaria zarista…
León Tolstói, Resurrección (1899)
A ninguno de los presentes se le había ocurrido pensar que aquel mismo Jesús cuyo nombre había pronunciado el sacerdote infinitas veces, acompañándolo de extrañas palabras de alabanza, había prohibido precisamente lo que se hacía en aquel momento. No sólo había prohibido esa absurda locuacidad y esas brujerías sacrílegas con el pan y el vino, sino también que unos seres llamaran maestros a otros y que se rezara en los templos. Había ordenado que cada cual lo hiciera aisladamente, diciendo que los templos no debían existir, que había venido a destruirlos porque sólo se debía rezar en espíritu y en verdad. Había prohibido que se juzgara, encarcelara, atormentara, humillara y castigara a los hombres, como se hacía allí en aquel momento, y había dicho que había venido a libertar a los presos e impedir toda violencia sobre los seres humanos.
A ninguno de los presentes se le había ocurrido pensar que todo lo que se llevaba a cabo en aquel lugar era un grandísimo sacrilegio y un escarnio al mismo Cristo en cuyo nombre se hacía. Nadie había pensado que la cruz dorada con adornos de esmalte que el sacerdote daba a besar a los presentes era la imagen del cadalso en que ajusticiaron a Cristo, precisamente porque había prohibido que se hiciera en su nombre lo que en aquel momento hacían en la capilla.
Nadie había
pensado que los sacerdotes, que se imaginan comer el cuerpo y beber la sangre
de Cristo en forma de pan y vino, lo hacen así, en efecto, pero no en aquella
forma que consistió en poner a prueba a aquellos
pocos con quien Cristo se identificó al privarlos del mayor bien y al someterles
a los tormentos más crueles, ocultándoles la noticia del bien que les traía.
La novela fue censurada y no se
editó completa en Rusia hasta 1936. En España hubo que esperar muchos años más para
leer la versión íntegra.
El
sacerdote llevaba a cabo todo esto con la conciencia tranquila porque desde su
infancia se le había inculcado que ésa era la verdad en la que habían creído
los hombres santos de generaciones anteriores y en la que creían las jerarquías
eclesiásticas y civiles. No creía que el pan se convirtiese en cuerpo de
Nuestro Señor, ni que fuese edificante para el alma pronunciar ciertas
palabras –no se puede creer en eso-, sino que era preciso tener fe en esa
creencia. (…)
Por tanto,
cantaba o leía las oraciones con calma y seguridad, persuadido de que aquello
era indispensable, lo mismo que la gente comerciaba con leña, harina o patatas.
El director de la cárcel y los guardianes nunca habían reflexionado sobre los
dogmas religiosos, ni sabían lo que significaba lo que se hacía en la capilla,
pero estaban convencidos de que era preciso creer porque creían en la
superioridad del zar y su persona. Además, tenían una vaga conciencia de que
esa religión justificaba el desempeño de sus funciones crueles. De no existir,
les hubiera sido más difícil, o tal vez imposible, emplear sus fuerzas en
atormentar a los hombres, lo que hacían así con la conciencia tranquila.
La mayoría
de los presos –a excepción de algunos que se daban cuenta del engaño y en el
fondo de su alma se reían de esa religión- pensaban que los iconos dorados, los
cirios, las custodias, las casullas, las cruces y las palabras que se repetían
tantas veces: “Dulce Jesús”, “Apiádate de nosotros”, encerraban una fuerza
misteriosa por medio de la cual se podía adquirir una gran confortación en esta
vida y en la futura. Aunque casi todos había pasado por la experiencia de pretender
obtenerla por medio de rezos, misas y cirios, y no lo habían conseguido pues sus plegarias
no habían sido escuchadas, estaban firmemente convencidos de que su fracaso era casual y de que esa institución, aprobada por hombres sabios y por
metropolitanos, es muy importante e imprescindible, sino para esta vida, al
menos para la futura.