viernes, 27 de julio de 2012

La fe ciega


Servicio religioso ortodoxo, misa dominical obligatoria para los reclusos en la capilla de una penitenciaria zarista…

León Tolstói, Resurrección (1899)

A ninguno de los presentes se le había ocurrido pensar que aquel mismo Jesús cuyo nombre había pronunciado el sacerdote infinitas veces, acompañándolo de extrañas palabras de alabanza, había prohibido precisamente lo que se hacía en aquel momento. No sólo había prohibido esa absurda locuacidad y esas brujerías sacrílegas con el pan y el vino, sino también que unos seres llamaran maestros a otros y que se rezara en los templos. Había ordenado que cada cual lo hiciera aisladamente, diciendo que los templos no debían existir, que había venido a destruirlos porque sólo se debía rezar en espíritu y en verdad. Había prohibido que se juzgara, encarcelara, atormentara, humillara y castigara a los hombres, como se hacía allí en aquel momento, y había dicho que había venido a libertar a los presos e impedir toda violencia sobre los seres humanos.

A ninguno de los presentes se le había ocurrido pensar que todo lo que se llevaba a cabo en aquel lugar era un grandísimo sacrilegio y un escarnio al mismo Cristo en cuyo nombre se hacía. Nadie había pensado que la cruz dorada con adornos de esmalte que el sacerdote daba a besar a los presentes era la imagen del cadalso en que ajusticiaron a Cristo, precisamente porque había prohibido que se hiciera en su nombre lo que en aquel momento hacían en la capilla.

Nadie había pensado que los sacerdotes, que se imaginan comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo en forma de pan y vino, lo hacen así, en efecto, pero no en aquella forma que consistió en poner a prueba a aquellos pocos con quien Cristo se identificó al privarlos del mayor bien y al someterles a los tormentos más crueles, ocultándoles la noticia del bien que les traía.

El sacerdote llevaba a cabo todo esto con la conciencia tranquila porque desde su infancia se le había inculcado que ésa era la verdad en la que habían creído los hombres santos de generaciones anteriores y en la que creían las jerarquías eclesiásticas y civiles. No creía que el pan se convirtiese en cuerpo de Nuestro Señor, ni que fuese edificante para el alma pronunciar ciertas palabras –no se puede creer en eso-, sino que era preciso tener fe en esa creencia. (…)

Por tanto, cantaba o leía las oraciones con calma y seguridad, persuadido de que aquello era indispensable, lo mismo que la gente comerciaba con leña, harina o patatas. El director de la cárcel y los guardianes nunca habían reflexionado sobre los dogmas religiosos, ni sabían lo que significaba lo que se hacía en la capilla, pero estaban convencidos de que era preciso creer porque creían en la superioridad del zar y su persona. Además, tenían una vaga conciencia de que esa religión justificaba el desempeño de sus funciones crueles. De no existir, les hubiera sido más difícil, o tal vez imposible, emplear sus fuerzas en atormentar a los hombres, lo que hacían así con la conciencia tranquila.

La mayoría de los presos –a excepción de algunos que se daban cuenta del engaño y en el fondo de su alma se reían de esa religión- pensaban que los iconos dorados, los cirios, las custodias, las casullas, las cruces y las palabras que se repetían tantas veces: “Dulce Jesús”, “Apiádate de nosotros”, encerraban una fuerza misteriosa por medio de la cual se podía adquirir una gran confortación en esta vida y en la futura. Aunque casi todos había pasado por la experiencia de pretender obtenerla por medio de rezos, misas y cirios, y no lo habían conseguido pues sus plegarias no habían sido escuchadas, estaban firmemente convencidos de que su fracaso era casual y de que esa institución, aprobada por hombres sabios y por metropolitanos, es muy importante e imprescindible, sino para esta vida, al menos para la futura.  
 
La novela fue censurada y no se editó completa en Rusia hasta 1936. En España hubo que esperar muchos años más para leer la versión íntegra.

viernes, 20 de julio de 2012

Diccionario filosófico. Sistemas no democráticos


Los sistemas políticos contemporáneos no democráticos son los siguientes:

- Autoritario. Sistema político basado en la perpetuación de una casta, una clase o un grupo social que se aferra el poder y lo controla directamente por medio del carisma, el fraude electoral o la fuerza (o los tres a la vez). La forma de gobierno correspondiente es el régimen oligárquico u oligarquía (que literalmente significa gobierno de unos pocos).

- Totalitario. Sistema de partido único en que el Estado controla totalmente la vida individual y social, subordinadas a sus fines políticos. Hay sistemas totalitarios de “derechas” o fascismos y de “izquierdas” o comunismos. Las formas históricas por excelencia de gobiernos totalitarios fueron el régimen nacionalsocialista de Hitler o la república socialista de Stalin.

- Autocrático. Sistema político en que el poder está en manos de las fuerzas armadas, bien de forma explícita (hay una autoridad militar institucionalizada) o encubiertas (hay un poder civil pero no lo ejerce realmente, ya que, en el fondo, tal poder lo detenta el ejército); estas últimas son las denominadas “democracias vigiladas o tuteladas”. La forma de gobierno es la dictadura militar.

- Teocrático. Sistema político en que las leyes proceden directamente de una interpretación literal, única e inamovible, de unos textos religiosos supuestamente revelados por Dios y considerados dogmáticos. La forma de gobierno es, en este caso, el régimen fundamentalista.

- Plutocrático. Sistema político en el que tras una apariencia institucional de democracia (participación, representatividad, legitimidad, derechos humanos, prestaciones sociales, poliarquía y división de poderes) quienes realmente gobiernan la sociedad civil son los poderes económicos, especialmente el capital financiero (especuladores, inversores, bancos de inversión, banca comercial, mercados…). El Estado neoliberal de los Estados Unidos de América y el extinto Estado del bienestar de los países de la Unión Europea son democracias formales que se han deslizado inexorablemente por la pendiente de la degeneración plutocrática.

jueves, 12 de julio de 2012

El bosón de Higgs


¿Supone el descubrimiento de bosón de Higgs un paso adelante en la solución a la pregunta de Heidegger: Por qué el ser y no la nada?

Recuerdo el libro de Steven Weinberg, una eminencia judía Premio Nobel de Física en 1979, titulado Los diez primeros minutos del universo. Se puso de moda y la gente lo compró al por mayor. Trataba de la teoría del Big Bang, aceptada mayoritariamente por la comunidad científica y sólo cuestionada por ciertas empresas de intoxicación al servicio del partido republicano.

Todos conocemos los aspectos básicos de la gran explosión: el universo comienza con el Bang impensable de una singularidad, una zona especial del espacio-tiempo a partir de la cual la materia se expande como un globo sin colores y crece durante quince mil millones de años. No se sabe si la burbuja se hinchará indefinidamente (sería la única) o, más bien, debido a las fuerzas gravitatorias se contraerá hasta el punto de partida. Después se repetirá una y otra vez la colosal formación de un universo pulsante. Son los viejos ciclos de los presocráticos o la idea nietzscheana del eterno retorno. En la actualidad, la justificación teórica de la teoría del Big Bang se debe a los físicos Stephen Hawking (ya saben, el de la silla de ruedas con pantalla y micro) y Roger Penrose; pero si, como yo, no dominan la alta matemática, absténganse de comprar la Historia del tiempo, del Big Bang a los agujeros negros (1998), porque no se enterarán ni del capítulo de agradecimientos.

Lo primero que hacíamos al abrir el clásico de Weinberg (que presté sin vuelta a un amigo físico) era saltarnos las cien primeras páginas para buscar el instante en que se pone en marcha la máquina del universo conocido, quizas una cáscara de nuez en el océano del cosmos. En el primer fotograma, el universo es una sopa hirviente con muy pocos tropezones que crece y se transforma según ciertas reglas, como Matrix.

Cuando apenas ha transcurrido una centésima de segundo y la temperatura se ha enfriado hasta unos cien mil millones de grados Kelvin o absolutos (el cero está sobre los -273 ºC), el universo está lleno de una sopa cósmica indiferenciada de materia y radiación en estado de casi perfecto equilibrio térmico. Las partículas que más abundan son el electrón y su antipartícula, el positrón, fotones, neutrinos y antineutrinos. El universo es tan denso que incluso los huidizos neutrinos, que apenas interactúan con la materia, se mantienen en equilibrio térmico con el resto de la materia y radiación debido a sus rápidas colisiones.

¿Pero qué había en y antes del punto cero de la gran explosión?
No vale decir “nada”: la nada no es propiamente un concepto físico sino metafísico, es decir, antropológico, hecho a la medida de las necesidades emocionales del hombre y los recursos cognitivos del lenguaje. Incluso el vacío absoluto en condiciones ideales tiene realidad. La única nada imaginable es la de los no nacidos o los muertos. Por tanto nos vamos a olvidar por el momento de Dios, la creación, las vías de santo Tomás y otros relatos de misterio.

Advierte Weinberg al desolado lector:

Desafortunadamente no puedo iniciar la película en el tiempo cero ni en una temperatura infinita. Más arriba de una temperatura límite de grados Kelvin, 1.5×1012 K, el Universo contendría sólo un gran número de partículas conocidas como los mesones Pi, que tienen una masa alrededor de un séptimo de una partícula nuclear…

Los mesones Pi, la primera generación de quarks, eran, cuando se publica el libro en 1976, las partículas atómicas más elementales y los componentes últimos de la materia. Unos bichitos tan insignificantes que si se caen de la mesa se matan, como decía aquel ministro de la UCD en 1981, rodeado de dos idiotas con bata, cuando explicó al país aterrado cómo eran las bacterias que causaban la enfermedad de la colza. Pero los mesones Pi no son el eslabón final de la cadena cósmica.

Un prestigioso catedrático de la Universidad de Barcelona hablaba ayer en Radio 5 del descubrimiento (este mes) de una nueva partícula cuyas propiedades son compatibles con las que predice el modelo teórico del bosón de Higgs, la llamada partícula de Dios. Se denomina así por el libro La partícula divina: ¿si el universo es la respuesta, cuál es la pregunta? (excelente título que enlaza con la pregunta de Heidegger) de Leon Lederman, otro judío ganador del premio Nobel de Física en 1988.

El análisis de la nueva partícula confirmará si se trata o no de tal bosón; aunque esto último, sugería el investigador catalán, es lo mejor para la ciencia, pues comporta que queda mucho terreno por hollar. Añadía enigmáticamente que a partir del modelo teórico de Higgs se habían construido las condiciones experimentales para comprobar la hipótesis en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN (Ginebra), las cuales habían determinado en cierta medida (¿qué, cómo, cuánto?) los resultados obtenidos. Dicho de otro modo, el modelo implica sus propias predicciones, el lenguaje teórico contiene el lenguaje observacional; no existe, por tanto, una base empírica neutra formada por hechos objetivos: ¿Hemos descubierto o más bien fabricado una nueva partícula?

De acuerdo, aceptamos “descubrir” como animal de compañía. El bosón de Higgs es la respuesta al origen de la masa en las partículas elementales. La pieza que faltaba para completar el rompecabezas de la física subatómica. Una nada que explica casi todo, como proponía un titular de la prensa madrileña. Si quieren conocer sus propiedades naveguen, lean, pregunten a quien sabe.

El bosón de Higgs, la partícula que acaban de detectar en el CERN el 4 de julio, es también un campo de Higgs (formado por tales partículas) que inunda todo el espacio. Según la cosmología moderna, ese campo es un residuo directo del Big Bang. El campo de Higgs fue la primera cosa que existió una fracción de segundo después del origen de nuestro universo, y la que explica no sólo las propiedades de este mundo -como la masa exacta de todas las demás partículas elementales-, sino también su mera existencia. El campo de Higgs fue el hacedor del Bang, o de la inflación formidable que convirtió un microcosmos primigenio de fluctuaciones cuánticas en el majestuoso cielo nocturno que contemplamos hoy.

Demócrito de Abdera (460-370 a. de C.) afirmó que todo ser natural está formado por un número determinado de partículas elementales, simples y no perceptibles, a las que llamó átomos, que literalmente significa indivisibles. ¿Es el bosón de Higgs la última y definitiva partícula en la explicación de la materia? No lo creo: cuando teorizamos sobre el cosmos debemos admitir que nuestro cerebro, uno de sus productos de gama alta, lleva menos de cincuenta mil años sobre la tierra. Como decía mi amigo el doctor en física: el universo es tan complejo que ni siquiera descarto la existencia de Dios. El pensamiento de los atomistas griegos sigue más vivo que nunca.

Esta es mi respuesta a la pregunta inicial Heidegger: el cosmos es necesidad, existe necesariamente, el ser es y no puede no ser (la nada es introducida en el mundo por el hombre); es inengendrado, eterno, homogéneo, esférico e inteligible. Pero todavía no conocemos su necesidad con fundamento. Por eso surgió la ciencia en Grecia hace 27 siglos.

Con toda probabilidad (está estudiada) existen en nuestra galaxia, sin ir más lejos, inteligencias superiores que evolucionaron hace millones de años y todavía no han desvelado las claves del cosmos o el sentido del ser. Pero que la humildad no nos haga mansos: seguro que compartimos con esas mentes luminosas un largo trecho de verdad. La ciencia y el arte, las más altas realizaciones del espíritu, las dos únicas razones que justifican la presencia de nuestra especie sobre la tierra.

miércoles, 4 de julio de 2012

La casa del hombre



Resulta como mínimo curioso el libro del gran arquitecto Le Corbusier, La casa del hombre (La maison des hommes, con François de Pierrefeu, París, 1942). Son excelentes los diagramas e ilustraciones al hilo de la exposición. La lectura, animada por un estilo seductor (más valioso que lo meramente convincente), es una invitación a compartir una reflexión original. 

Se trata de una utopía urbanística, anterior al final de la Segunda Guerra Mundial, surgida de la necesidad de reconstruir las devastadas ciudades europeas. Asombra que Le Corbusier evite otros factores condicionantes del proyecto (¡ni siquiera los menciona!) y se centre exclusivamente (y con infinita fe) en los principios arquitectónicos: ¡El motor de la historia la arquitectura, eh ahí la verdadera tesis del libro!

¡Nuestra vida es atroz, vivimos en las fauces, entre el jadeo de una bestia salvaje! Es precisa la demolición del urbanismo actual. (…)


La causa profunda de los trastornos sociales y personales en la actualidad es que los hombres están mal alojados. Hay que alcanzar un acuerdo que nos permita aprovechar los recursos del paisaje y la conquista de los placeres esenciales. (…)


¡Por fin ha sonado la hora de construir desde una nueva visión a la medida del hombre!

Se trata de una utopía antropológica cuya principal referencia es la naturaleza (en medio de la gran confrontación bélica). Una teoría que no dudamos en calificar de protoecologista. Su propósito es la aproximación entre la arquitectura del futuro y las exigencias biológicas de la especie, las únicas consistentes. 

Las nuevas casas deben ser máquinas de habitar, no de fabricar la desdicha. Deben proporcionar los tres placeres esenciales de la casa del hombre: luz, espacio, vegetación. (…)

¡Es preciso sellar un pacto con la naturaleza! La conformidad con el terreno y los nuevos materiales del edificio debe convertirse en biología pura. El provenir de la raza humana depende de este pacto. (…)

¡Volvamos a las ciudades concebidas como un inmenso  organismo vivo!

Antes de entrar en materia constructiva, el autor se dedica a demoler tres versiones del urbanismo:

La asfixiante línea del cielo neoyorquina.

El nuevo urbanismo debe contar completa con la jornada de 24 horas. Algo ajeno a la vida en Nueva York: vivir entre cañones y gargantas, haces de hormigueros humanos y tráfico ensordecedor. Es preciso aprender a caminar por la ciudad. Lo que la ciudad nos entrega son distancias quilométricas, gases venenosos y tumulto asesino. (…)

Las viviendas norteamericanas en la gran ciudad de los rascacielos: apartamentos banales de un inmueble colectivo. En los materiales, en el perfil de las formas, la precisión de las líneas, hay algo que recuerda el acabado impersonal de una carrocería o el fuselaje de un avión. (…)

En América, donde todo está absorbido por el interés de un juego ciego, se advirtió que se había plantado el árbol cabeza abajo, con las raíces arriba, en la línea del cielo de los grandes rascacielos.

Las deprimentes ciudades-dormitorio europeas.

La lepra actual es la fatal desarticulación del fenómeno urbano. Por ejemplo, el efecto centrífugo de las ciudades dormitorio: el infierno de la circulación, gastos, despilfarro… las ciudades dormitorio prosperan y París en consecuencia se vacía. París, un agujero lleno de casas guaridas de truhanes. Desmoronamiento de las casas abandonadas. (…)

Uno de los errores más peligrosos de la humanidad, por cuya causa esta corre el riesgo de morir un día cercano, sería considerar el movimiento como la esencia de la vida: más bien sería su espuma y su residuo. (…)

La industria debe ser un gran espacio interior, no inmensamente lejano. No hay que debilitar el cuerpo de la ciudad con la amputación de una parte de su sustancia y no precisamente la menos noble: la vida obrera.

Las pretenciosas urbanizaciones de pisos adosados.

Es preciso desmitificar el más que discutible encanto y la autonomía imaginaria del piso adosado con su pequeño jardín familiar. El vecino se encuentra a siete metros de cada lado. La carretera pasa por delante de la casa. Son productos más nocivos todavía que la distancia quilométrica de la ciudad dormitorio: esta última, una vez recorrida, al menos se desvanece después de dejar detrás un vacío no realizado y una estela de cansancio. (…)

Frente al engaño de las ciudades jardín, bloques de apartamentos adosados, garitos sembrados de tresbolillo o apretadas cuadrículas de madrigueras de conejo, hay que reivindicar los bloques racionales de inmuebles, con su ubicación exacta y las instalaciones que prolongan el alberge y constituyen el marco material del equipo de salud de la ciudad.

Reivindiquemos la casa del hombre, que no es cárcel ni espejismo. El espacio deben ser concebido como un organismo vivo, como una unidad integral del hombre con el paisaje, la flora y la fauna, los cultivos, geografía, demografía, cielo, historia, cultura, luz solar… Necesitamos comprender el papel real de la luz solar en la vida humana, como sucede con los animales o las plantas. La auténtica partícula de Dios es el radiante fotón.

 El ser vivo no es otra cosa desde el punto de vista material, físico, que “un transformador de energía solar”, según la fórmula feliz del doctor Pierre Winter. (…)

El hombre es un producto de la energía solar. Son precisos estudios rigurosos sobre la planificación de una jornada solar armoniosa como consecuencia de las reformas urbanísticas: vivir todos los días en un equilibrio placentero. Lo contrario es un despertar para el sufrimiento. (…)

El cuerpo humano absorbe directamente la luz solar a través de la piel, a través de los millones de papilas adaptadas a las vibraciones luminosas como pequeños resonadores de precisión. La absorbe indirectamente a través de los alimentos vegetales o cárnicos, que constituyen auténticas reservas de luz. (…)

Conquistemos la luz solar frente a la oscuridad de la luz enferma de las ciudades, morada del raquitismo, la tuberculosis, la neurastenia potencial.

La vida, un gran ciclo compuesto de jornadas solares. Descubramos la nueva casa del hombre a partir de sus funciones esenciales: producir, cultivarse, descansar.

Seamos fieles a la regla del sol: el ciclo de las 24 horas y la radiación solar pueden enseñarnos como construir nuestras casas. (…)

Restituyamos el valor del ciclo solar, la melodía de la vida: trabajo, esparcimiento, reposo. El trabajo es la energía consumida en un amplio flujo ininterrumpido en beneficio del mundo exterior. El esparcimiento es la energía consumida según un régimen ordinario más débil y regulable a voluntad en beneficio de la familia, la amistad, la sociedad, el civismo y de uno mismo. El reposo: recuperación de la energía consumida durante los otros tiempos.

Hay que reivindicar los poblados primitivos, su imitación arquitectónica de los ciclos naturales. La naturaleza ilumina las horas dedicadas a trabajar.

¡El hombre, supremo arquitecto del universo, ordenador de las causas finales! La cultura, prolongación de la naturaleza a imagen y semejanza de sus leyes.

Hacer una biología de la arquitectura, lo único que importa son las funciones biológicas de la vivienda. Todo organismo muere cuando se arranca de su medio natural. Hacer series de cosas a la medida de las series del cuerpo. Todo debe ser planificado conforme a su finalidad. (…)

Buscar los puntos de articulación de la morada y la calle. La ampliación del espacio vital, la reconquista de la calle como el gran río de la vida. Convirtamos la calle una gran red de venas y capilares por las que fluya la vida del organismo. (…)

¡Los complejos de la administración pública y privada son el cerebro de la ciudad! Deben condensarse en un número reducido de edificios muy altos que forman una pequeña ciudad por sí mismos, un espacio que no sea proporcionalmente superior al que utiliza la naturaleza al reunir todas las células encargadas del mando en el reducido espacio del cerebro. (…) 
La sociedad se parece al hombre: la edificación de la nación al cuerpo humano.

El carácter mágico de los textos radica en que sabemos que son afirmaciones imposibles, pero su fuerza espiritual nos sobrepasa. No concebimos la refutación. Su verdad se salva por la finura y el carisma del autor.

[Le Corbusier y François de Pierrefeu, La casa del hombre. Barcelona, Poseidón, 1979]