Nunca más
que ahora ha estado de moda el término “diálogo”,
sobre todo en la vida pública. Junto con “relato” y “poner en valor” es la
palabra (o expresión) más utilizada por los políticos.
El término “diálogo” como casi todo
nuestro bagaje cultural procede de la antigua Grecia. Diálogo procede del verbo dialegw. El “Diccionario griego-español” de J.M. Pabón incorpora
los siguientes significados: conversar,
platicar, hablar, discutir, disputar, tratar (algo con alguien), discurrir,
razonar… El significado, en versión libre, de la unión entre la preposición (dia) y el
verbo (legw) sería
algo así como “un viaje a través de la palabra”. Como criterio epistemológico
podríamos denominar al diálogo “la verdad como resultado de un proceso”.
El
término pasa literalmente al latín clásico como conversación o plática entre
dos o más personas (dialogus) mientras que el sentido de discusión o razonamiento lo recogen mejor los términos quaestio: indagación, cuestión,
disputa o disputatio: disputa, controversia (según “El diccionario
latino-español etimológico” de Raimundo de Miguel). El diccionario de “Expresiones
y frases latinas” de Víctor-José Herrero Llorente, amplia el significado
histórico de ambos términos. Quaestiones: Nombre que se daba en la Edad Media a grandes repertorios de
problemas discutidos, acompañados de sus autoridades, argumentos y soluciones. Disputationes: “Discusiones”,
“Controversias”. Nombre que se daba en la Edad Media a ciertos ejercicios
escolásticos en los que se debatían cuestiones importantes y que servían para
ejercitar a los participantes en la argumentación y demostración. Por su
parte, el “Diccionario etimológico de la lengua castellana” de Joan Corominas
incluye entre los derivados del verbo griego los de dialéctica a mediados del
siglo XIII y dialéctico hacia
1440.
Por
último, el “Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua” subraya
tanto la etimología latina como la griega y recoge tres acepciones del vocablo:
1.
Plática entre dos o más personas, que alternativamente
manifiestan sus ideas o afectos.
2.
Obra literaria, en prosa o en verso, en que se finge una plática o
controversia entre dos o más personajes.
3.
Discusión o trato en busca de avenencia.
El
diálogo como disputa o dialéctica es el
método de la filosofía socrática y del propio Platón. La estructura de los Diálogos platónicos es siempre la misma:
aparece un personaje fijo y principal, Sócrates, el maestro de Platón, en torno
al cual se reúnen un conjunto de personajes secundarios, normalmente figuras
conocidas de la Atenas de entonces. Tras un breve protocolo de encuentro, se
suscita la discusión sobre un tema determinado, normalmente de carácter
antropológico o humanístico, como el amor, el alma, la amistad, la virtud, la
justicia, la república o las leyes. Tras un elaborado proceso de discusión, Sócrates
tiene siempre la última palabra sobre la solución más convincente. Es una forma
de dialogar con truco, con red, porque siempre gana Sócrates. En realidad
cuando leemos los diálogos platónicos se nos ocurre una y otra vez que sus opositores
dialécticos hacen demasiadas concesiones y dicen amén a sus razonamientos con
excesiva premura (sin duda, ciertamente, en efecto, no podría ser de otro
modo); se lo ponen demasiado fácil sin plantear las serias objeciones que
nosotros le haríamos al hilo de la lectura. Si jugamos a la ucronía y uno de
los diálogos platónicos se hubiera titulado Puigdemont
o la independencia, la solución socrática hubiera sido, sin truco, sin red
y sin contrarios, la creación de una ciudad Estado independiente o polis debido
al fuerte sentimiento nacionalista de los griegos en el siglo V a.C. Atenas era
Atenas y Esparta era Esparta y así todas las polis. Sólo la guerra contra el
extranjero pudo confederarlas. La idea de Grecia como una sola nación integradora
de todas las ciudades Estado bajo una misma ley era todavía impensable. Eso
vino después, como sabemos.
Inversamente,
si Cicerón hubiera escrito un diálogo
titulado De Republica indivisa, las
famosas catilinarias del filósofo romano hubieran sido un amable consejo comparado con el furibundo alegato contra el malvado partidario de la partición
del Imperio. Si alguna de las provincias del Imperio Romano, por ejemplo
Hispania, Lusitania, Judea o Egipto tras la muerte de Cleopatra (por
abarcar distintas etapas históricas) hubiera osado independizarse de Roma, los
generales más renombrados al mando de las legiones más belicosas partirían al
punto hacia la el territorio sedicioso y pondrían en orden los límites del
imperio a sangre y fuego… Dura lex, sed lex. Excepto para aquella aldea de irreductibles galos que
nunca se sometieron al dominio del invasor gracias a los efectos de una poción
mágica.