jueves, 30 de junio de 2011

El vitalismo, dos apuntes

Splendet dum frangitur

El Romanticismo contrapondrá la razón y la vida como dimensiones antropológicas irreconciliables. Como consecuencia de esta visión, a mediados del siglo XIX surgieron en Europa algunas corrientes filosóficas contrarias al espíritu ilustrado, entre otras el vitalismo. Fue una corriente de pensamiento (incluso una moda intelectual) tan celebrada y extendida que prácticamente todas las manifestaciones de la cultura europea recibieron de un modo u otro la denominación de vitalistas, incluidas la biología, la literatura, la historia o la psicología… Estas variantes ideológicas coinciden en la consideración del mundo de la vida (lebenswelt) como un ámbito de realidad autónomo e irreductible.

El vitalismo filosófico se enfrentó a las escuelas positivistas, mecanicistas y, en general, naturalistas del momento que pretendían explicar la vida en términos rígidamente científicos. La metafísica de la vida exploró las posibilidades del nuevo concepto a través de distintas manifestaciones culturales, como los géneros literarios, la filosofía, la historia, la música o las artes plásticas. El vitalismo, la concepción romántica de la vida, queda plenamente realizada en el pensamiento del primer Nietzsche.

Apolíneo (Apolo era el dios de la luz y el sol, el símbolo de la razón) y Dionisíaco (Dioniso era el dios de la vid, del vino, del desenfreno y la orgía, el símbolo de la vida) son los arquetipos de esta nueva interpretación.

Las ideas apolíneas de la filosofía (alma, verdad, ser, causalidad, identidad, bien, justicia, Dios) tienen para Nietzsche la función de detener y fijar el movimiento real de la vida: la pluralidad, el azar, la dispersión, la diferencia, el carácter fragmentario de lo real, la inocencia, el devenir amoral del eterno retorno; así como preservar al sujeto de su sentido trágico: el riesgo, el extravío, el error, la dispersión, la diferencia, el azar, la disolución, el dolor cósmico, la voluntad de poder.

El vitalismo, en cuanto pensamiento que busca la soledad agreste de las cumbres, no se pregunta qué es la verdad sino cuánta verdad somos capaces de soportar. Para Nietzsche, sólo el artista trágico, el creador de valores, tiene la osadía de contemplar la vida sin temblor, el instinto de ser un puente y un ocaso, la fortaleza de asomarse, como Empédocles, a la sima ardiente del volcán y trasmutar su visión sobrecogida en amor al destino (amor fati): en no querer nada distinto de lo que es, ni en el futuro ni en el pasado, ni por toda la eternidad.

El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego de la embriaguez y del éxtasis. Dos poderes son, sobre todo, los que, al hombre ingenuo, natural, lo elevan hasta el olvido de sí mismo que es propio de la embriaguez: el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium individuationis queda roto, lo subjetivo desaparece ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural.

Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también los reconcilian con la naturaleza. De manera espontánea la tierra ofrece sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado con flores de Dioniso. Todas las separaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la “armonía de los mundos”. Cantando y bailando se manifiesta el ser humano como miembro de una comunidad superior: se ha olvidado incluso de andar y de hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo divino.

[Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo. Madrid, 1973, El Libro de Bolsillo, Alianza Editorial.]

La metafísica de la vida tuvo su expresión más genial en la ópera de Richard Wagner (1813-1883).

El personaje que da nombre a su obra Tannhäuser y el torneo de cantores de Wartburg, estrenada en París en 1861, presenta, en palabras del autor, “a un artista sediento de vida hasta lo más profundo de su corazón

[Wagner, Tannhäuser, Bayreuther Festpiele, Giuseppe Sinopoli. 1DVD, 2006, EuroArts Music.] 

Las escenas I y II del primer acto se sitúan en la gruta de Venusberg, la morada de la diosa, donde se suceden las delirantes bacanales mientras suenan los motivos arrebatadores de la obertura. Un ardiente cuadro de desenfreno en el que un coro de bacantes invita a los placeres sensuales a un cortejo de ninfas, faunos, jóvenes, gracias y cupidos. En Venusberg permanece desde hace tiempo el noble Tannhäuser, embriagado por el dulce yugo del amor, retenido por el hechizo de la más bella de las diosas… Favorito de la vida, el poeta y trovador canta agradecido las estrofas del himno a su inmortal amante, en las que finalmente se vislumbra el funesto destino de Tannhäuser, la maldición divina, el pecado original al que ningún hombre puede escapar: el ansia de dolor, la añoranza de finitud, la voluntad de aflicción para la que no existe remedio; al fin, elige la traición a la diosa, el abandono de su celeste palacio, el tránsito aciago a la religión cristiana.

¡Qué suenen tus alabanzas! ¡Loado sea el milagro

de tu poder que me hizo dichoso!

¡Mi canción se eleva jubilosa

por el dulce placer que tu favor me otorga!

Mi corazón ansiaba la alegría, ¡ay!,

mis sentidos deseaban el gozo más encendido.

Lo que en otros tiempos se concedía sólo a los dioses

me lo diste graciosamente a mí, que soy mortal.

Pero ¡ay!, mortal sigo siendo,

Y tu amor me resulta excesivo;

Aunque un dios pueda gozarte sin pausa,

yo soy mortal y estoy sometido al cambio;

no solo el placer me llena el corazón

sino que mientras gozo, suspiro por el dolor.

He de huir de tu reino,

¡oh reina, diosa, déjame partir! 

El talento poético de Tannhäuser, que le permitió traspasar los umbrales del templo de la vida, se desvanece abrumado por los ropajes sombríos de la teología y le lleva a la negación de sí mismo y de la verdad dionisíaca del arte. La verdadera naturaleza de este cambio de rumbo en el personaje se percibe al comparar el Tannhäuser de Wagner con una de sus fuentes principales, el poema que Heinrich Heine había publicado en 1837, Espíritus elementales. En esta irónica versión de la leyenda, Heine presenta a un Tannhäuser que pasa felizmente siete años en el Venusberg hasta que siente un anhelo de “lágrimas y espinas” (un aspecto fundamental que Wagner retomaría con el “ansia de dolor” de su protagonista). En la versión de Heine, cuando Tannhäuser acude a Roma, le describe al Papa los placeres vividos en compañía de la dulce Venus y, como ocurre en la ópera de Wagner, el Papa le condena para toda la eternidad; sin embargo, Heine permite que Tannhäuser regrese tranquilamente a los brazos de Venus, quien lo recibe con una sopa caliente mientras él le trae los saludos del pontífice y le cuenta las aventuras que ha tenido en su viaje. La opción de Heine es clara: su Tannhäuser no necesita redención alguna. El conflicto entre el universo pagano de Venus y el cristiano de Roma se resuelve sin mayores problemas a favor del primero, en una perspectiva muy propia del vitalismo de la Joven Alemania.

[Rosa Sala Rose, Tannhäuser y el arte, Teatro Real, Ópera, Patronato de la Fundación Teatro Real.]

domingo, 26 de junio de 2011

Claves del pop art 2. Las latas de sopa Campbell’s



El significado del término pop art es muy amplio: incluye a todas las manifestaciones artísticas (o pseudo artísticas) que proceden de la industria cultural y están destinadas al consumo de masas. Por ejemplo, los temas chillones y azucarados de una intérprete de los años sesenta como Rita Pavone.

Pero también tiene un sentido más exclusivo: designa al arte figurativo, sobre todo en pintura, que utiliza productos insólitos o vulgares, ready-made, instrumentos aislados del entorno, artefactos separados de sus aplicaciones que forman parte de la cultura material que nos envuelve. Un arte minoritario que se vale de objetos al por mayor: botellas, latas de conserva, cajas de embalaje,  desechos urbanos, trapos viejos, carteles publicitarios… Un arte que ha entrado en contacto con el mundo cotidiano y se ha dejado seducir por su plasticidad.


Andy Warhol expuso en 1962 la primera de sus famosas series de cuadros dedicados a las sopas enlatadas de la marca estadounidense Campbell’s (en total treinta y dos ejemplares). Fueron expuestas en la Ferus Gallery, La Cienega Boulevard de Los Ángeles.

La disposición de los cuadros imitaba la colocación de las conservas en un supermercado, unas junto a otras y a idéntica distancia. Como es sabido, los cuadros eran reproducciones exactas y a gran escala del producto original. La primera intención era presentar al público la trasmutación milagrosa de un objeto de consumo en una obra de arte.

La puesta en escena fue delirante. La créme de la “gente guapa”, directores de cine, fotógrafos, escritores en la cresta de la ola, eximios de la subcultura gay, intelectuales de lo extravagante y el mundo variopinto de la vida nocturna se dieron cita en la performance. El autor, que formaba parte de todos los grupos, alimentó esta feria de las vanidades como parte del “proceso creador” (son conocidas sus proclamas sociológicas sobre la función del contexto en la constitución de la obra y otros principios estéticos). El éxito coronó la empresa (nunca mejor dicho).

Los cuadros eran un producto semiindustrial, una mezcla de pintura acrílica sobre lienzo y un procedimiento de estampación que se realizaba en parte de forma manual y en parte de forma mecánica. Tenían unas dimensiones de 50,8 x 40,6 cm y las latas de sopa no eran iguales sino que representaban los sabores del amplio repertorio de la marca.

Cada cuadro valía mil quinientos dólares; las latas originales firmadas por Warhol podían adquirirse por diez dólares y la lata sin más por 0,32 centavos (el mismo precio que en la tienda de la esquina). Toda una provocación al comparar sin disimulos el comercio de la alimentación y el del arte. 

Las sopas Campbell’s, el detergente Brillo, los copos de cereales Kellog´s, la salsa de tomate Ketchup (de la que el inefable presidente Nixon dijo que “se la podía considerar una verdura más”), la Coca-cola y su rival, fueron elevadas a la dignidad de obras de arte... muy caras. El pop art descubrió por fin la piedra filosofal, el sueño dorado de la alquimia, el arcano que convierte los metales vulgares en oro.


En cierta ocasión Warhol declaró.

Lo que hace de este país una tierra fabulosa es que América fundó una tradición en la que los consumidores más ricos compran las mismas cosas que los más pobres. Puedes mirar la televisión y beber Coca-cola, y sabes que el Presidente de tu país bebe Coca-cola, que Liz Taylor bebe Coca-cola y piensas que tú también bebes Coca-cola. Una Coca-cola es una Coca-cola y por mucho dinero que tengas, tu Coca-cola no será mejor ni peor.

lunes, 20 de junio de 2011

Claves del pop art 1. El caso de Rita Pavone


Gillo Dorfles, Nuevos ritos, nuevos mitos

El caso es muy conocido (y ha sido examinado y analizado con notable agudeza por numerosos autores, como Roberto Leydi, Grazia Livi o Umberto Eco); se trata de una muchachita (1963, el momento de su éxito más sostenido) que, tras un largo aprendizaje artístico, al parecer promovido y apoyado por sus padres, llegó casi repentinamente a la cumbre del éxito, un éxito indiscutible que se extendió por toda Italia con rapidez fulmínea y desbordó las fronteras nacionales (Argentina, Estados Unidos).

¿A qué se debió este éxito? Evidentemente no sólo a una hábil publicidad; tampoco a razones de costumbres (buenas o malas), de escándalos, de una intensa vida amorosa (sólo se habló en su momento de un difuso novio de Rita), ni a la protección de las altas esferas, tampoco a episodios particularmente novelescos en su vida (el drama de una abuela abandonada fue rápidamente olvidado por el público).

Rita Pavone es una chica (ragazza) de dieciocho años que aparenta por lo menos tres años menos, extremadamente grácil, delicada, inconsistente, vestida con modestia, no teñida, carente –y este es el aspecto más interesante- de todo “encanto femenino”. O por lo menos de ese encanto insustancial que se ha hecho paradigmático a través del tipo de la superdotada física; aunque también de cualquier otro encanto (como podría ser el de Audrey Hepburn o Jeanne Moreau). Es más, el físico de la muchacha es decididamente desagradable por esa indeterminación sexual que la asemeja casi a un muchacho hipoevolucionado sexualmente.

Tampoco podría hablarse de un tipo romántico: nada hay de sentimental en sus actitudes, que con frecuencia están entre lo brusco, lo descuidado y lo juguetón. Y eso no es todo, sino que –según lo que nos dice Grazia Livi- también la inteligencia de la muchacha parece muy modesta: sus contestaciones son triviales, su mímica ineficaz, cierta pseudosofisticación de la dicción (una americanización de la pronunciación) resulta frívola y carente de gracia…

Se derrumban frente a este caso todas las categorizaciones que han sido planteadas por los diversos investigadores de la sociología del gusto, y que con excesiva facilidad y generalizaciones absurdas han convencido con frecuencia a los lectores, de, por ejemplo, la manida “mercantilización de la persona humana", de la que habla Günther Anders a propósito de la “mujer mito”.

No es este el caso, el make up, que convierte a la mujer (y tanto más a la diva) en un “objeto”, en el icono de una mercadería cualquiera. Nada hay del ideal sexual encarnado por los mitos de Marilyn Monroe o Sofía Loren. La Pavone se presenta en el escenario más descuidada aún que “en privado”, normalmente con una camisilla de cuello alto, falda escocesa, tacones bajos, ausencia de maquillaje.

Lo que llama, en cambio, inmediatamente la atención de la performance, de la interpretación de Rita Pavone, que deja sin aliento incluso al espectador más distante y sofisticado, que trastorna hasta el delirio al grupo de adolescentes que la idolatran, “el éxito Pavone”, no es, a mi modo de ver, como quisiera Umberto Eco, el ansia por el amor no correspondido o la opción entre el baile gimnástico y el “baile del ladrillo (matonne)” con funciones eróticas latentes, que presentan los problemas de la adolescencia de una forma genérica y fácilmente asimilable, sino la increíble y estupefaciente impetuosidad de la emisión sonora: el canto es estridente, ya agudo, ya sombrío, pero siempre apabullante por su fuerza e ímpetu, por su caudal imparable de voz, por su ausencia de vacilaciones. Así, este canto insospechado, una masa de voz impensable en una criatura tan menuda, es amplificado y se torna sobrehumano por la presencia del micrófono. Resumiendo: sorpresa, cantidad del estímulo, prepotencia sonora, contraste con la debilidad del personaje, grácil, no prefabricado, no mercantilizado, no mitopoetizado, sino al contrario: común, rústico, descuidado.

No cabe duda de que al público joven, en su constante necesidad de identificación con el héroe, se le sirva este caso en bandeja: la heroína es una enjuta muchacha, no bella, desprovista de características étnicas específicas (no tiene tipo “latino”, pero tampoco exótico o nórdico). Así, la mayoría podría convertirse en Rita Pavone; las cualidades –las no cualidades- que no le han impedido sobresalir y distinguirse, pueden ser las de cualquiera, lo cual constituye un notable motivo de identificación.

jueves, 9 de junio de 2011

Los límites del lenguaje


Lévi-Strauss,  Mirar, escuchar, leer
Sobre el arte (y también la ciencia): el misterio no es el mundo sino el lenguaje.

Para el arte, incluido el relato de costumbres, la creación, es decir, la construcción del sentido, es algo puramente intralingüístico: proceso verbal y definición de la idea (la dialéctica platónica), lucha por encontrar los límites del lenguaje, vocación por nombrar, regalo de los dioses.

Es preciso entender (y aplicar) la sentencia de Gorgias inversamente, desde el final:

No existe el ser, pero si existiera no podría ser conocido y si fuera conocido no podría ser comunicado mediante el lenguaje.

Comenzar y acabar en el lenguaje. Sólo es posible afrontar la eterna agonía entre las luces y las sombras desde los límites internos del lenguaje: lo que está más allá de sus contornos, como señaló Wittgenstein, es simplemente innombrable, trascendente.

El concepto de naturaleza es puramente lingüístico (Galileo, el lenguaje matemático). (¿Existe acaso el universo que nos describe la física?)

La poesía es el límite entre el lenguaje y el mundo. Sólo el lenguaje poético es capaz de entrechocar con los confines gramaticales e imaginar (mera ilusión) el ser constituyente de las cosas: en la poesía, hace mucho tiempo, los dioses olvidados tomaron la palabra y el mundo se hizo manifiesto (la intuición suprema del poetizar, Hölderlin).

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Sobre el arte no figurativo: ¿Qué colores representan la soledad sonora, el silencio de los mansos, la consistencia del ser (Sartre)?

La no figuración en el arte (igual que la representación en sentido general, incluida la científica) se basa en la creación de códigos lingüísticos cuyas reglas de formación y transformación proponen un orden especial de las cosas.

Hay infinitas figuras del mundo: por tanto, lo que realmente importa es la sintaxis, el orden, la arquitectura, no el mundo. Como tal, el mundo no existe; ni tampoco las cosas.  

El texto siguiente es otro anuncio de esta especulación.

Según se hable de pintura o de música, Rousseau considera tan pronto las cosas como las relaciones entre las cosas.
Acentuando la comparación entre las dos artes [música y pintura], podría creerse que, en algunos momentos, él presiente y condena la idea de una pintura no figurativa:

"Supongamos un país en donde nadie tuviese ni idea de dibujo, pero donde muchas personas se pasaran la vida combinando, mezclando y matizando los colores, y creyeran sobresalir en pintura, limitándose a esa bella simplicidad que, en realidad, no expresa nada pero que hace brillar unos hermosos matices, grandes placas bien coloreadas, largas degradaciones de tonos sin ningún trazo".

Nos quedaríamos en la sensación pura, o bien, "a fuerza de progresar, llegaríamos a la experiencia del prisma" y a la doctrina de que el arte de pintar consiste por entero en el conocimiento y la realización de "las relaciones exactas que existen en la naturaleza". El comentario es formidable ya que, de manera caricaturesca, prefigura el callejón sin salida donde se encontró bloqueado el primer impresionismo y el medio de salir inventado por Seurat.

domingo, 5 de junio de 2011

Una boda gallega. Segunda parte


Finalmente no asistimos a la romería del Carmen. En vacaciones sólo me levanto al alba para ir al lavabo y volver sonámbulo al lecho (o pescar caballas en el pantalán de Bueu). 

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Ya en la plaza del Ayuntamiento, a eso de las once, Javier y Milagros, dos amigos de Vigo con los que he compartido veraneo en Nigrán y otras cosas, madrugaron por afinidad entre oriundos y me contaron que para animar las primeras luces habían circulado termos con bebidas calientes y brazos de gitano, esa joya de la repostería, horneada con nata fresca o crema pastelera, que los gallegos preparan con arte (protestas de mi mujer por no haber ido a la ermita como todo el mundo).
Me pareció que no éramos muchos (primer logro del anfitrión), acaso unos sesenta a primera vista. Llama la atención que los paisanos casados tienen una tendencia irresistible al traje gris y a los zapatos negros, mientras que sus señoras visten chaquetas blancas y faldas de colores. Sin duda un ejemplo más de la armonía de los contrarios… y algo más de carácter ancestral: en los eventos señalados, los maridos pasan a un discreto segundo plano y ceden el protagonismo a las mujeres. Entre los celtas, la mujer heredaba la tierra, la trasmitía a sus descendientes y se encargaba de buscar esposa a los hijos y hermanos. 
Una prueba más de la transmigración de las almas. El espíritu de sus ascendientes había vuelto a la tierra para encarnarse en otros cuerpos. Es imposible entender la sociedad gallega, sus usos y costumbres, por ejemplo, las bodas, sin contemplar esta visión matriarcal del mundo.

Encaminamos nuestros pasos, tras las presentaciones y saludos, al bar de Arturo, en la parte alta de Bayona, en pleno barrio de pescadores, la zona más castiza y visitada del pueblo. El maestro de ceremonia puso el local a disposición de los invitados y nadie más. Echó la llave por dentro y cuando nos acomodamos en sillas, mesas y bancadas, se abrió la puerta de la cocina y aparecieron tres camareras con traje negro y delantal blanco. Comenzó el desfile.
Tablas de madera con raciones de pulpo a la gallega, de carne tierna pero firme y un toque de pimentón picante; tortilla de patata jugosa al estilo de Betanzos, con mucho huevo, cebolla y trozos de chacina, cazuelitas humeantes de callos con garbanzos, platos de fideos con almejas de Carril; empanadas, buque insignia de la gastronomía gallega, hechas con masa liviana pero gustosa: de calamares, lomo, vieiras, zamburiñas, atún o anguila; fuentes de xoubas y jurelitos, pimientos de Padrón, que unos pican y otros non… 
Más tarde aparecieron los mal llamados “mariscos menores”: las navajas, ese delicioso bivalvo, preparadas a la plancha con un poco de sal, cestitas de camarones sobre una base de lechuga, mejillones al vapor, carnosos y marinos, las nécoras, robadas a la ría de Pontevedra, terciadas y repletas: cada nécora requiere para ser bien comida unas destrezas que duran diez minutos.
Para terminar, un recuerdo de las conservas de Vigo: agujas, erizos de mar, anchoas suculentas y ventresca de bonito. 
Todo regado con cerveza de barril o botella de la marca Estrella de Galicia, una de las mejores del país y, por desgracia, muy difícil de encontrar en Madrid. La mayoría aplazó con prudencia las copas de vino. 
Al punto nos llegó del patio un aroma inconfundible. Arturo y su corte asaban en las brasas unas cajas de sardinas, homenaje del patrón del Alborada a la novia, el pesquero donde faena el hermano menor. Irresistibles con pan de maíz y cachelos; en mi opinión, no hay manjar que las supere (¿se puede mejorar la perfección?). 
Sólo una pega, una anécdota trivial: a los paisanos gallegos les encantan las gambas y los langostinos congelados, pescados en las costas de Marruecos, carentes de interés, y a los que consideran un regalo de allende los mares. 
Como quedaban eternidades hasta el almuerzo nadie se encogió con melindres y remilgos. Especialmente las damas. Observen su gracia inimitable al yantar: son capaces de consumir cantidades inauditas sin que nadie se dé cuenta. Mejor para ellas, por algo son la raza superior y nosotros sus esclavos.


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Había que bajar la colación y para eso nada mejor que subir orondos hasta el Parador Conde de Gondomar, el más bonito (realcemos este adjetivo gastado en menudencias) de Galicia.
Entramos en su recoleta iglesia: la novia radiante, el novio feliz, los padrinos dignos, los padres en trance. Me quedé de pié en la puerta; Ana se sentó en la segunda fila para no perder detalle. No le hizo gracia la espantada, pero hemos acordado no reñir por ciertos temas. Me escabullí y fui a rodear la muralla. Ya lo conocía, habíamos disfrutado de sus habitaciones tiempo atrás. La mitad del perímetro se asoma al océano, la otra mitad al pueblo, al puerto, al club marítimo, a la lonja y a las playas. Entré después en el salón principal del parador. Había una exposición regional de encajes y manteles… Cuando volví, al final de la misa, tenía el aperitivo en los talones.

Por fin, a eso de las tres de la tarde, nos sentamos en el restaurante RM., a orillas del Atlántico, al que se llega por la carretera marítima que va de Bayona a la Guardia.
El dueño, Don Evaristo Carreira, es algo más que amigo de Arturo. Juntos forman una lucrativa simbiosis en las dos direcciones del dinero de nativos y turistas. Esto no quiere decir que le vaya a regalar la fiesta, pero sí que se va a esmerar en la selección de los productos sólidos, líquidos y gaseosos (como los cigarros puros).
Nos sentamos en una mesa con vistas (había doce en total): Javier, Milagros, Euxenio, el propietario de una empresa de limpiar cristales y Camiño, su costilla. Chacun à son goût, como reza el lema del príncipe Orlofsky, en la ópera de Johann Strauss, El Murciélago
Para empezar a comer es esencial la soupe. Nos sirvieron el caldo gallego, esa poción mágica que procede de las reuniones anuales de los druidas y que abraza, en la misma olla, habas, patatas, grelos y nabizas con el unto de manteca, el lacón y el hueso de cerdo.
Después vinieron los mariscos mayores: las cigalas, algunas a la plancha y otras cocidas (me gustan las primeras), la langosta con salsa americana (espectacular, pero su sabor plano no me seduce), los centollos de la ría, más pequeños que los de cetárea, pero más sabrosos (para mí, el rey del marisco), los bogavantes o lubrigantes sacados de sus refugios rocosos y servidos en bandejas de Sargadelos (como más me gustan son guisados con arroz), el buey de mar, hervido al punto con cebolla, laurel y clavo; por fin, los percebes, ese don de los cantiles, grandes como un dedo pulgar (como falo d’home, dicen las pescantinas del mercado de Bayona) y que están en el vértice de la cadena alimenticia (no digo "alimentaria" un concepto neutro de la ciencia moderna).

Había tres opciones del primer plato: una merluza de pincho, pescada por la noche y acompañada de la ajada, esa salsa sencilla, hecha con poco más que pimentón dulce, pero que tiene en cada lar un aspecto, un aroma y un sabor diferentes.
Un lenguado de tamaño sobrenatural, vuelta y vuelta, con patatas redondas y verduras del tiempo.
Caldeirada de rape y lubina, la especialidad de la casa (lo mejor son las patatas). Es lo que pedí.



De segundo podías elegir un entrecot de buey, de carne profunda y ajamonada, una chuleta de ternera rubia con guarnición o cordero asado con especias. Buey.

Se escanciaron vinos de albariño (un milagro de las cepas), ribeiro (algunos están a la altura del albariño), condado (muy apreciado por el paisanaje), amandi de la Ribera sacra (excelente tinto gallego y el único que no deja rastros de acidez). Para las señoras la sidra propia o la que fabrican sus primos de Asturias.

Para no empachar al lector, me limito a citar los postres: tarta de almendras, o sea, de Santiago, de yema, de fresas, de limón, de queso, natillas caseras y, mi debilidad, las cañitas de crema. Despaché menos de diez.

Las postrimerías: helados de copa, sorbetes de cava (los sirven al final), tejas, bombones, barquillos… Café, infusiones, licores y habanos. Sólo ambrosía de sorbete, aunque varios.
No llegamos al chocolate por prescripción facultativa. Además, como nos recordó Milagros, es tradición que sólo asistan al “adiós a los novios” los familiares y amigos íntimos.

Al día siguiente, domingo, ayuno y abstinencia (no comí nada, y cuando digo “nada”, quiero decir “nada”).
El lunes, tisanas y calditos. El martes, verduras. El miércoles, dieta blanda, el jueves acabé de metabolizar la caldeirada y así sucesivamente.
Ana estaba como una rosa (el mismo sábado, antes de acostarse, se tomó un vaso de leche con galletas). Siempre lo he dicho con admiración y respeto: las mujeres pueden comer indefinidamente (recordar la estupenda película de Marco Ferreri, La grande bouffe); si no lo hacen es por pura discreción.

PD. Al cabo de una semana le devolvimos la visita a Arturo. Cuando con total sinceridad caí rendido ante la boda, me dijo:

- Normalita. Las bodas de antes, las de verdad, duraban tres días como poco. (Me acordé de la boda de Madame Bovary).