miércoles, 28 de abril de 2021

La libertad en tiempos de pandemia

 

Es comprensible que el candidato socialista a la presidencia de la Comunidad de Madrid no entre a fondo en el concepto de libertad. Ya no es el alumno de Filosofía Teorética, como encabezaba el título de licenciado, con quien compartí maestros y aulas en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. Ni el catedrático de Filosofía que impartió unas cuantas materias inextricables en la misma Universidad (entre otras, Teorías de la Retórica, de la cual como político no anda muy sobrado). Ahora se dedica a buscar el voto por otros medios más vulgares (en sentido literal), como mítines, debates y otros foros de filias y fobias. Además de cultivar su imagen monástica de hombre prudente y comedido (al menos hasta ahora), algo que critican sus compañeros de fatigas por falta de colmillo afilado y exceso de cristianismo inconsciente.  

Lo cierto es que muchos ciudadanos madrileños andan amoscados con el significado polisémico del término libertad, utilizado como ariete ideológico por las derechas de Colón. La presidenta de la Comunidad afirma que la libertad es el modo de vida de los madrileños… Si desean una información más amplia les recomiendo la siguiente entrevista.

El problema consiste en asignar un significado único a la superposición de sentidos, sobresentidos y sinsentidos (ut supra) que se suman en el término “libertad”. El resultado es unificar en un solo término una babel de significados distintos y distantes. Antes de continuar les sugiero que echen un vistazo en el diccionario de la RAE, tanto al cúmulo léxico como a las variopintas acepciones.

Enumeramos algunos significados; quizás les ayuden a comprender mejor la orientación de su voto en las próximas elecciones madrileñas.

Significado filosófico, unido a la vieja polémica entre determinismo o indeterminismo, cuya conclusión es que, en el fondo, lo que entendemos por libertad es la imposibilidad de controlar las ilimitadas variables que intervienen en la conducta humana. Traducido a la teoría del caos: nuestra conducta es un sistema dinámico inestable cuyas consecuencias, incluso a corto plazo, son impredecibles, ya que variaciones mínimas en las condiciones iniciales de una acción pueden implicar grandes diferencias en sus consecuencias a corto plazo (no digamos a medio y largo). El filósofo racionalista Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) anticipó el problema en su Teodicea al enunciar el principio de razón suficiente: no se produce ningún hecho sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo. Por tanto, no existen sucesos azarosos o accidentales; y si lo parecen es porque no abarcamos un conocimiento completo de sus causas próximas y remotas. El mundo es una precisa maquinaria de relojería. La libertad es una quimera. Solo la razón omnisciente de Dios conoce el orden absoluto de la totalidad de los acontecimientos pasados, presentes y futuros. Para Dios, si hablamos del hombre, libertad y necesidad son lo mismo. Obviamente, no podemos detenernos en resumir el concepto de libertad en las distintas épocas y autores (por ejemplo, la tensión cristiana entre predestinación y libre albedrío, origen histórico del problema); pero, créanme, es un recorrido apasionante; los animo a ocuparse del tema en las largas tardes de reclusión pandémica.

Significado científico, que apunta a la improbable libertad del ser humano en su vida cotidiana según las ecuaciones de la física cuántica, o, inversamente, a partir de las investigaciones de la Inteligencia Artificial, al desarrollo de máquinas capaces de elegir con éxito entre alternativas múltiples y generar mecanismos de autoaprendizaje supervisado o no supervisado. ¡Atención humanos: un beneficio que les permite no tropezar dos veces en la misma piedra!  O los proyectos de la neurociencia para emular el funcionamiento del cerebro en soportes cibernéticos: redes neuronales artificiales, modeladas según la arquitectura del cerebro biológico y entrenadas para realizar cualquier actividad... sin que sea posible vislumbrar los confines de la robótica. La rebelión de las máquinas es uno de los arquetipos del siglo de la tecnociencia. Han corrido ríos de tinta y celuloide sobre tan funesta distopía. Algunas teorías de la conspiración han sugerido que el virus que nos devasta es un producto artificial que se ha independizado de los genetistas que lo diseñaron. Si es capaz de mutar de forma eficiente estamos asistiendo al final de la especie humana.  

Significado político, un Estado democrático de derecho debe reconocer un conjunto de libertades individuales en cuanto ciudadano. Por ejemplo, la Constitución Española de 1978 recoge en su articulado las siguientes: la libertad ideológica, religiosa y de culto (artículo 16), la libertad personal (artículo 17), la libertad de residencia y circulación (artículo 19), la libertad de expresión e información, así como la libertad de cátedra (artículo 20), la libertad de enseñanza (artículo 27) y la libertad de sindicación (artículo 28). Durante la pandemia algunas comunidades autónomas han dado la batalla legal por la limitación del artículo 19. Nada nuevo. Son los pilares de cualquier democracia representativa.

Significado económico, cuyos principios neoliberales son la globalización de bancos, empresas multinacionales e instituciones mundiales, así como el libre flujo de capitales; la iniciativa privada como principal motor económico; el rechazo a la injerencia estatal en materia económica, es decir, la mínima intervención del Estado en la regulación de los mercados financieros, industriales, naturales y humanos y la privatización o externalización de sectores públicos. Por supuesto, la presidenta de la comunidad de Madrid se refiere a este significado cuando nos abruma con el amor incondicional de los madrileños a la libertad como estilo de vida. Dicho queda.

jueves, 15 de abril de 2021

La enseñanza en tiempos de pandemia



 

Más de medio siglo nos contempla. Desde la pandemia de la polio hasta la del coronavirus. He sido testigo de las dos. Philip Roth escribió un relato sobrecogedor sobre la primera: Némesis. Sobre la segunda, esperamos. Antes habrá una serie en Netflix, seguro.

Recuerdos de la pandemia de la polio: mi examen de ingreso para adquirir la condición a bachiller a la edad de diez años. Estábamos convocados en el aula magna del IES Alfonso VIII de Cuenca a las nueve de la mañana. Uno de los días más importantes de mi vida, según mi madre. Estrené pantaloncito gris y chaqueta azul, símbolos de seriedad, corbata burdeos con elástico, zapatos negros, pelo repeinado con laca y dos plumas estilográficas por si acaso… Nada nuevo bajo el sol. Los nervios a flor de piel, ¿Tendría suerte con las preguntas? ¿Me habrían preparado bien en la Escuela Aneja Masculina? Los palmetazos de Don Alfonso y las broncas de Don Francisco eran signos de buen agüero. El conserje mayor con uniforme de gala, carpeta en mano, pasó lista en la puerta revisando el certificado escolar de cada cual, y una vez juntos pero revueltos, por apellidos nos asignó las aulas correspondientes. Treinta alumnos en cada una, sentados en los bancos por orden alfabético: un alumno, un sitio vacío, un alumno, un sitio vacío… Enfrente un reluciente encerado con el soporte dotado de un paquete de tizas a estrenar y un borrador precintado. Encima un crucifijo de los de entonces, copia del barroco español, a su derecha un cuadro de Franco y a su izquierda otro de José Antonio. Debajo una mesa alargada sobre una tarima de madera con dos escalones laterales. En sus sillas, el tribunal: La secretaria, una señora mayor con peinado en ondas rematado en moño. El presidente, en el centro, con traje a rayas grises en dos tonos y chaleco a juego; a su lado, un señor algo más joven, encorbatado en un conjunto marrón con bigote francés y gafas oscuras. Miradas silentes. El presidente, tras un breve saludo con trato de usted, nos leyó las normas del examen. Nos advirtió con voz sombría que no podíamos hablar ni comunicarnos bajo ningún concepto. Teníamos hora y media. A un gesto suyo, se levantó la secretaria y repartió los folios con membrete donde debíamos redactar las respuestas. Recé mi oración de combate: Dios mío ayúdame, te lo suplico de todo corazón, ahora más que nunca, Señor, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

 Después, el joven del bigote abrió el paquete de tizas, sacó una con gesto profesoral y escribió en la pizarra la primera prueba, geografía e historia: enumerar los afluentes del Ebro y señalar los que pertenecen a la margen derecha. Los Reyes Católicos (escribe todo lo que sepas). (Tiempo). Segunda prueba, matemáticas: una división con dividendo, divisor de tres cifras, cociente, resto y prueba del nueve. (Tiempo). Tercera prueba: lengua y literatura. Un dictado sacado de El Buscón que leyó con parsimonia el presidente, concretamente el fragmento que se refiere a una batalla nabal (o sea, de nabos; sólo acertaron los que se equivocaron). Citar autores del Siglo de Oro. En punto, uno tras otro, certificado en mano de nuevo, entregamos el examen a la secretaria y fuimos saliendo del aula. Se me dio bastante bien. Apto (sólo había dos notas). Mis padres me regalaron un reloj de pulsera Duward y una cartera de cuero para el material escolar (todavía no estaban de moda las mochilas). Después de aquello nunca fui el mismo. No se regalaba nada.

Ahora se regala casi todo. Para empezar, no hay un cribado de acceso; al revés, hasta los catorce años la enseñanza es obligatoria. He dado clases en el primer ciclo de secundaria. Conozco de primera mano la instrucción famélica de los alumnos de once años (Primero de la ESO). ¿Cuántos de los que han pasado por mi centro hubieran contestado correctamente las preguntas del examen de ingreso? Un año impartí en Primero de la ESO la asignatura de Historia de las Civilizaciones para huir de la Ética de Cuarto, cuyos alumnos eran ingobernables (también los de Primero, pero de forma más benigna). Cuando explicaba la civilización egipcia metí un gazapo enorme (si prefieren no creerme, háganlo): ni siquiera el faraón ni la casta sacerdotal tenían internet de alta velocidad en sus casas… Nadie dijo nada. Admito que un ochenta por ciento de los alumnos había desconectado desde el minuto cero. ¿Pero y el resto? Cuando les comenté el disparate, los más aplicados me dijeron que les pareció una broma.

La “calidad” de la enseñanza consiste, a partir de la LOGSE, en evitar el fracaso escolar y esto, a su vez, en que el porcentaje de alumnos suspensos sea lo más bajo posible. El profesor exigente (o sea, ecuánime) no llegará a la segunda evaluación sin que suenen las alarmas del delegado, del tutor, del jefe de estudios, de la Inspección, de la Asociación de Padres y de la opinión pública en general. Obviamente, la mayoría de los profesores no son dechados de virtud ni mártires de la causa, sino personas normales que procuran no complicarse la vida. Ahora con virus y antes sin virus demasiado hacen y demasiado poco se lo agradecen.

La pandemia ha introducido la teleenseñanza: total (durante el confinamiento), parcial (durante las restricciones). Hace años que estoy retirado de la docencia por lo que no puedo hablar de su práctica de primera mano. Sin embargo, resulta evidente, de segunda mano, que esta modalidad tiene por desgracia serias limitaciones.

La primera es que cualquier enseñanza a distancia requiere un profesorado formado en unos métodos y procedimientos especiales. He sido profesor tutor del antiguo INBAD (Instituto Nacional del Bachillerato a Distancia), autor de libros de texto del CIDEAD (Centro para la Innovación y Desarrollo de la Educación a Distancia) y profesor asociado de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia). Puedo afirmar modestamente que conozco el tema. No funciona una clase magistral a través de videoconferencia. Incluso con cuidados paliativos, aburre letalmente. Ni enviar toneladas de adjuntos temáticos y decirle al alumno que consulte las dudas: requiere un esfuerzo insuperable por ambas partes… que acaban por mirar a otro lado. Tampoco sirve dictar apuntes y aclararlos sobre la marcha (es como si dictaras la guía telefónica con molestas interrupciones) o subrayar el libro de texto a través de la pantalla (debería ir contra los derechos humanos). Ni enviar las soluciones de los ejercicios, problemas, test, textos y, en general, de las actividades de análisis de aplicación. Al tercer día el alumno, abrumado por tanta información no sabe cómo manejarla, se pierde como perro sin amo y se rinde. Tampoco son eficaces los trabajos sobre algún apartado de la Unidad porque el alumno los copia y pega sin recato de internet o los fusila de algún colega. Eso sin entrar en los procedimientos de evaluación, misión imposible, aunque, dadas las circunstancias, sería un mal menor.   

La segunda limitación es que tampoco el alumno presencial está preparado para recibir este tipo de teleenseñanza: son niños, adolescentes, jóvenes que necesitan estar en contacto vivo con amigos y enemigos. Con la pandilla, con los conocidos de otros grupos y cursos. Los chicos con las chicas tienen que estar: es evidente que detrás de la pantalla esto no es posible por muchos mensajes y fotos picantes que se envíen a través de las redes sociales. Antes de dos semanas echan de menos las clases de toda la vida. La necesidad de verse, saludarse, tocarse, empujarse, abrazarse, magrearse… vence la monotonía machadiana de tiza y pizarra, de lluvia tras los cristales.

La tercera se refiere a los medios. Las consejerías de educación autonómicas no disponen de los recursos didácticos de las potentes plataformas digitales que precisa la enseñanza a distancia (CIDEAD, UNED). Además, no todos los alumnos tienen un soporte informático apropiado: un ordenador con procesador rápido de datos e imágenes y memoria suficiente; ni disponen de una conexión a internet por cable o, como mínimo, ADSL. En esas condiciones, las videoconferencias no son posibles, la imagen se detiene, la voz suena con retardo o se corta. Al final se cuelga. Eso sin contar con los alumnos más vulnerables que no tienen ninguna de las dos cosas.

domingo, 4 de abril de 2021

El liberalismo en tiempos de pandemia

 

Se hace saber que Maquiavelo ha muerto. Hace tiempo que se acabó la autonomía del lenguaje político. La política está supeditada a la economía. El cambio comenzó el 11 de septiembre de 2001 con el ataque a las Torres Gemelas, tras la peligrosa convulsión de las bolsas y las inversiones masivas en seguridad, y se agudizó a partir de la crisis de 2008, cuando, esta vez sin tapujos, los poderes económicos (las entidades bancarias, el capital financiero, la industria armamentística, las multinacionales, las tecnológicas) dejaron claro quiénes eran los reguladores del poder político y sus propios desreguladores. Tras el caos neoliberal y sus consecuencias ruinosas, el Banco Central europeo y la Reserva Federal norteamericana inyectaron cuantiosos fondos a las maltrechas economías nacionales, pero a cambio de dictar a quién, cómo, dónde y cuándo… así como las condiciones de la devolución. La Acrópolis y el Museo del Prado estuvieron a punto de acabar en Alemania. 

En el siglo XXI, el contrato social se ha invertido. Excepto en nuestro país, donde no se ha superado la división entre las dos Españas y el arquetipo del franquismo sobrevuela la conciencia colectiva, la mayoría de los ciudadanos europeos o norteamericanos votan por motivos económicos y el resto del programa electoral es secundario (aunque motivo de broncas colaterales). Pasado el trámite de las elecciones (que sólo sirven para divertirnos la noche de los resultados) las promesas (bajar los impuestos, subir las prestaciones) son meros trampantojos tras los cuales hay un sofisticado ejercicio de ingeniería financiera que, como mal menor, te deja como estabas; o permanecen en coma hasta el día del juicio final.

El Estado del bienestar ha sufrido un vuelco irreversible. La Unión Europea se ha reflejado en el espejo cóncavo del otro lado del Atlántico. Hasta los más aguerridos defensores de la democracia representativa han acabado por asumir que los derechos humanos son el andamiaje y el aceite lubricante del liberalismo puro y duro, es decir, la superestructura de los mercados. La socialdemocracia se ha quedado en los huesos. El universalismo ético, con sus proclamas periódicas en beneficio de la humanidad y la protección del planeta, se ha convertido en la caja de resonancias de la ONU, mientras se ha impuesto la globalización económica, es decir, la expansión planetaria del sistema de producción capitalista. El ocaso de las ideologías no ha procedido de la ciencia, como anunciaron los tecnócratas, sino del modelo mercantilista poscrisis. Al revés, el imparable progreso de la ciencia, de las tecnologías de la comunicación ha sido el instrumento que ha hecho posible un sistema único que funciona en tiempo real a escala planetaria. Este es el significado del término “libertad” para los liberales actuales. El lema es: O esto (el mal) o la libertad.

El concepto de libertad, por tanto, se ha distanciado definitivamente de los valores ético-políticos del genuino pensamiento liberal (estoy pensando en Stuart Mill) que además de defender las libertades civiles primarias (de pensamiento, conciencia y expresión), sostiene la autonomía crítica del individuo como sujeto constituyente, la creatividad como iniciativa personal en todos los ámbitos vitales y la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad general (la mejor acción es la que produce la mayor felicidad para el mayor número). La función social de estos valores, según Mill, es impedir la masificación de la opinión pública como factor nivelador y un espacio propicio a la falsedad, la intolerancia ideológica, la tiranía de las mayorías, la mediocridad cultural, el despotismo de las costumbres y la falta de conciencia cívica… En otras palabras, los liberales actuales son muy poco liberales.     

El paradigma neoliberal, deteriorado, exacerbado en tiempos de pandemia, ha mutado de nuevo. En realidad, se han cumplido las predicciones de Stuart Mill. Ahora la política, además de economicista, se ha desentendido abiertamente, sin complejos, de la ética, de la ciencia y de la lógica. La mayoría de los relatos del liberalismo puro y duro son discursos y recursos falaces: pueden ser puntuales, tener un período limitado de vigencia (por ejemplo, ser útiles para una sola intervención parlamentaria); se cierran sobre sí mismos sin ningún vínculo objetivo con la realidad: solo buscan consolidar el beneficio electoral y no la solución de un problema; no es la necesidad sino la opinión del partido lo que hay satisfacer. El que lo lanza puede ser consciente del dislate, construido por aviesos asesores, pero la mentira forma parte del juego; su función es crear un estado emocional directo, impactante y duradero. El mecanismo del relato no es la información sino la interiorización. Con frecuencia se rebusca algún aspecto positivo pero marginal de un asunto en sí mismo perverso (por ejemplo, el cambio climático) para después exagerarlo hasta oscurecer o desvirtuar su contenido objetivo. Una vez puesto en circulación el relato debe ser respaldado sin fisuras, aunque esté probado que es falso, malintencionado o contradictorio. Un mínimo rastreo de sus fuentes hace que se derrumbe como un castillo de naipes. Sus propuestas son generalistas, infundadas, vida líquida que no puede cristalizar. También son descalificaciones generales que, inversamente, exigen soluciones firmes en 24 horas. Su especialidad es la atribución de falsas causas o falsos efectos. En ocasiones, recurren al victimismo (incluso a la provocación o al insulto) para eludir los propios desmanes. A veces, se trata de validar ad hominem un planteamiento dudoso cuyo punto de partida es la soberbia o el narcisismo. O se confunde apariencia y realidad al magnificar la figura de un político mediante la conversión de la superficialidad en seriedad campechana. El relato es demagógico, populista y su finalidad última es engañar, crispar y vender humo. Pongan ustedes mismos los ejemplos más evidentes de algunos de los relatos que nos envuelven. Extenuante.