lunes, 31 de enero de 2022

Blogosfera

 

El aburrimiento crónico de la pandemia han sido un terreno abonado a la proliferación de lectores y escritores. ¡Se podía hacer algo mejor en una tarde de sillón, chimenea y perro que leer un buen libro o esbozar unas notas en un cuaderno con anillas mientras la peste vagaba por las calles vacías! Permítanme un inciso. La mayoría de los amateurs que deciden probar el oficio de escritor suelen recorrer los mismos géneros: primero se pierden en el laberinto de los relatos cortos, después naufragan en los excesos verbales de la poesía y, finalmente, montan el andamio sin tornillos de una trama policíaca. Alguien debería haberles advertido que rematar un relato corto original es más difícil que escribir un novelón historicista; que la poesía o es muy buena o no es nada, que no hay grises intermedios. Por último, que enredar en una trama policíaca es un mal presagio del oficio de escritor; al contrario, la pasión por el género es una buena señal del oficio de lector. Cuando el espejismo se disipa, el aprendiz de brujo vuelve a sus clases donde los afanes académicos son el mejor consuelo a la fantasía literaria, a los embrollos del bufete que alimentan sus guiones policiales, a la revista cultural donde es crítico de arte (y ya), a la consulta donde la gente no es tan compleja como pensaba o a la política con la esperanza de redactar algún día sus memorias. Yo también comencé a escribir un relato corto con pretensiones que abandoné tras maquillarlo de parábola y admitir que no me veía en ese espejo. Las alternativas son matricularse en un curso de escritura creativa, una pérdida de tiempo (y de dinero), o recurrir al socorrido blog.

Todo el mundo sabe más o menos que un blog es un sitio personal o de autor que acumula un conjunto de entradas (posts) periódicas sobre un tema más o menos genérico que se ordenan por categorías y se presentan en orden cronológico inverso (es decir, los últimos serán los primeros). Los seguidores habituales o los lectores puntuales de un blog pueden comentar las entradas. A su vez, el autor puede responder, eliminar aportaciones improcedentes (se apartan del tema para hablar de la vida en general), incluso bloquearlas si estima que no respetan unas reglas mínimas de cortesía (descalificaciones, insultos, burlas, bulos).

Los primeros blogs surgieron a finales del siglo pasado (1994). Eran sitios con un marcado carácter autobiográfico, una especie de diario personal donde el autor contaba su vida en familia, sus preferencias musicales, sus juegos favoritos, su mascota o el osito con el que durmió hasta los quince años.... Todo ilustrado con un arsenal de recursos multimedia. La mayoría se redactaron con la intención de ser un mero intercambio de vivencias entre amigos. En realidad, eran parecidos a las redes sociales actuales, pero con un alcance infinitamente menor. Su despegue fue lento y vacilante. Dos años después de su aparición no sobrepasaban el centenar. Después se produjo la gran explosión de la blogosfera. En 2010 se registraron 133 millones de blogs. Actualmente no existen datos contrastados, no sabemos con precisión cuántos circulan por la red ni su tasa de crecimiento, aunque las estimaciones más fiables se ponen de acuerdo en que hay alrededor de 300 millones. El recuento es simplemente imposible. Obviamente, algunos son flor de un mes, muchos están varados, sin apenas entradas en años, otros a la deriva, es decir, abandonados en el aire y muchos simplemente eliminados. Ahora hay blogs de casi todo; recuerdan a los antiguos grupos de noticias y a las listas de correo.

La expansión de la blogosfera se debe en gran medida a la aparición de plataformas gratuitas de alojamiento que incorporan todos los recursos y herramientas de diseño web. Las más conocidas son Blogger, Wordpress, Wix o Medium… Aunque si tienes suficientes conocimientos de programación puedes construirte uno a la medida. Hay algoritmos que permiten controlar dos grandes parámetros: los blogueros más famosos y los blogs más visitados. Los blogueros más famosos son blogueras guapísimas con intereses unidos a grandes marcas comerciales que las financian generosamente. En realidad, son influencers en formato de blog. A su vez, los más visitados son los de moda, viajes, recetas, música, política, actividad física (fitness), informática, bricolaje, deportes, finanzas y cultura… La prensa, escrita o digital, suele incorporar sus propios blogs suplementarios. Obviamente tienen un toque menos personal y más corporativo. Inversamente, hay blogs profesionales (de bancos y grupos empresariales) que adoptan un estilo informal, amistoso, familiar incluso con el fin de captar la atención del gran público. A mí me interesan sobre todo los literarios y filosóficos. Sigo muy pocos, pero incluso en los de más excelencia, como Bernardinas del escritor turolense Antonio Castellote, creo que la interacción autor-lector es baja y breve… Cuando intervenimos, nos parecemos a esos oponentes socráticos de pega que se limitan a dar la razón al maestro o a cubrirlo de halagos. De los demás tópicos no puedo opinar, nunca he dirigido mi modesto telescopio a esas remotas regiones de la blogosfera, aunque tengo la impresión de que la inmensa mayoría de cibernautas, blogueros incluidos, prefiere dedicar su cuota de ingenio a las redes sociales. 

martes, 25 de enero de 2022

Tertulias. Segunda parte

 


La pandemia ha interrumpido las tertulias presenciales. Las más numerosas como las del Casino, el Ateneo o el Círculo de Bellas Artes de Madrid (desconozco las de otras comunidades) han tenido que suspender sus actividades sin fecha. Las tertulias presenciales han dado paso a las virtuales. Esto no significa que las segundas hayan defenestrado a las primeras. Lo que sostengo es que ambas siempre han coexistido pacíficamente, sin interferencias, no son complementarias y se han ignorado como líneas paralelas que nunca llegan a encontrarse. Al margen de las películas de ciencia ficción, la ciudad real y telépolis son ámbitos autónomos difíciles de encajar. Las instituciones de ambas ciudades tienen reglas propias, en ocasiones disonantes. Algunos ejemplos. La pandemia ha puesto de manifiesto los problemas de la educación en línea tanto para el alumno como para el profesor, las desventajas del teletrabajo para el trabajador y la empresa o las disfunciones entre la banca por internet y los clientes de la tercera edad. También es verdad que algunas instituciones de telépolis se han impuesto: por ejemplo, la prensa digital a la de papel, las plataformas de pago por visión a los cines de barrio y, en breve, el comercio electrónico a las grandes superficies o el dinero de plástico a los billetes de banco.

Asistimos en directo al ocaso histórico de algunos géneros culturales como la conferencia, la mesa redonda o la tertulia. Solamente las presentaciones de libros han sobrevivido por su interés publicitario. Las tertulias del Café Gijón, del café de Oriente o del Café Comercial, entre otras muchas, han desaparecido. Es cierto que hay repuntes dispersos en algunas zonas de Madrid, pero anuncian más bien el declive gradual de un clásico que su resurrección. Si tienen interés, les recomiendo el libro de Antonio Espina, Las tertulias de Madrid.

Las primeras tertulias virtuales fueron los grupos de noticias (newsgroups) que surgieron en 1979, diez años antes que Internet, todavía un proyecto científico-militar. Utilizaban la red Usenet creada por universitarios norteamericanos. La idea inicial era promover un foro de ayuda para resolver los problemas de los usuarios del sistema operativo Unix, pero con una rapidez inesperada se transformó en un espacio donde cualquier asunto cabía. En muy poco tiempo se expandió exponencialmente por todo el mundo. Se accedía a los grupos de noticias mediante una utilidad de los navegadores de entonces (Netscape o Explorer). Eran foros de discusión donde los usuarios publicaban mensajes sobre cualquier tema de interés para crear un hilo conductor jerárquico o descendente. Podías continuar la línea argumental con tus puntos de vista e incluso crear nuevos foros trasversales si la ocasión lo requería. Hay que tener en cuenta que hablamos de ordenadores con 4 MB de memoria RAM equipados con el sistema operativo Windows 3.11 de Microsoft que a pesar de sus limitaciones fue la puerta abierta a un mundo nuevo con ventanas, programas, iconos, menús y ratón. Los grupos de noticias eran espacios de opinión cuya principal diferencia con sus herederos, la mensajería instantánea, es que no había intercambio de entradas en tiempo real. En un foro de discusión alguien exponía su punto de vista que era leído antes o después por otro usuario que lo comentaba o no. Su capacidad de fragmentación de la realidad era increíble. En 1991, la RedIRIS puso en marcha los grupos españoles, cuyos nombres empiezan por "es" y se organizan por categorías, por ejemplo, "es.charla.atletico-de-madrid. Había foros dedicado al cine en general, al cine español, a José Luis López Vázquez, a cualquier película del actor o a los detalles de su vida privada. La atomización llegaba a niveles insólitos. La despoblación de los foros empezó con el cambio de siglo y la RedIris se convirtió en una versión digital de la España vaciada. En 2001 Google compró Usenet y la totalidad de sus contenidos. Los limpió de virus y propaganda no deseada, los integró en la web y actualmente se conservan en groups.google.com. Aunque su uso es marginal, son un testimonio inestimable de los problemas e inquietudes de aquellos años. No dudo en calificarlos de historia viva. Recuerdo que pertenecí a muy pocos grupos de noticias y siempre de un modo académico pues coincidió con la época en que el Programa de Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación (PNTIC) del Ministerio de Educación obligaba a los profesores de los IES a realizar cursos de formación sobre los protocolos de Internet más conocidos.

Parecidas a los grupos de noticias fueron las listas de correo. Muy populares a finales de los 90, comenzaron a desaparecer tras diez años de intensa actividad. Del mismo modo, algunas listas eran abiertas y otras sujetas a la aprobación del administrador que a su vez las moderaba para evitar los insultos, los malos modos, la propaganda ideológica o los correos no deseados (spam). Podían referirse, por tanto, a cualquier tópico de interés mayoritario o minoritario, desde la cría de canarios, el fútbol africano o la política exterior del Reino Unido. El usuario utilizaba la lista de correo para enviar mensajes al resto de suscriptores que, a su vez, podían contestarle, lo que daba lugar al intercambio acumulativo de debates. Normalmente, el servidor de la lista enviaba un boletín diario con todos los correos recibidos.

Los foros de discusión y las listas de correos, las primeras tertulias virtuales, dieron paso a los chats. La primera aplicación para chatear se llamaba mIRC. Fue creada en 1993 y desapareció en 2002. Te permitía conectarte a innumerables salas de chat sobre los temas más inverosímiles donde podías intercambiar opiniones de forma pública o privada. Eran muy divertidos porque de forma anónima podías hacerte pasar por el personaje que quisieras y representar un papel. El motivo central de todas las salas era el ligue por lo que los roles femeninos eran especialmente cotizados. Puro machismo, por supuesto. Algunos eran cerrados, sólo para iniciados, pero la mayoría eran abiertos. Algunos tenían un coordinador que expulsaba a los que se pasaban tres pueblos, otros tenían barra libre para largar. Si decidías participar en salas sobre ciertos temas "complejos" te calaban enseguida y te bloqueaban hasta el día del juicio final. Recuerdo entrar en una tertulia de lesbianas con el apodo de Verónica_la_prima y en cuanto abrí el pico me fulminaron con cajas destempladas. Los programas de mensajería instantánea desplazaron a los caóticos salones de chat. Sus afinadas herramientas y, sobre todo su privacidad, tenían muchas ventajas. Entre todos, se hizo famoso MSN Messenger que reinó desde 1999 hasta 2005. Actualmente la aplicación más extendida es WhatsApp para teléfonos inteligentes que incluye el cifrado de mensajes en ambas direcciones. En realidad, todas las aplicaciones de las redes sociales tienen una utilidad de mensajería instantánea. 

Pero nos desviamos de las tertulias virtuales. Las tres aplicaciones especialmente diseñadas para las charlas en grupo mediante videoconferencia y pantalla múltiple son Skype de Microsoft, Google Meet y el FaceTime de Apple. Este último es mi preferido por su calidad de audio-video sin cortes. En este punto cabe afirmar que también las tertulias virtuales han comenzado a convertirse en una especie en extinción. Paralelamente vinieron los blogs. Pero eso es otra historia. 

jueves, 20 de enero de 2022

Tertulias. Primera parte

 

Si consultan el Breve diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Coromines, se enterarán, si no lo sabían, de que la tertulia era cierta parte del teatro donde se reunían los espectadores más cultos, los tertulianos, porque, según una tradición del siglo XVII, citaban con frecuencia a Tertuliano (c. 160-c. 220), un erudito Padre de la Iglesia. Otra interpretación atribuye el término a la expresión medieval ter Tullius o “el que vale tres veces como Tulio”, o sea Cicerón.  

Una tertulia, dicho en román paladino, es una reunión de gente que se reúne habitualmente para discutir o conversar sobre los temas más diversos. Hay quien opina que las primeras tertulias surgieron en la plaza pública de la antigua Atenas, cuando Sócrates, rodeado de un buen número de discípulos (le gustaban jóvenes), proponía, discutía y refutaba a sus oponentes, sabios de pacotilla, con su invencible método dialéctico. Históricamente, las primeras tertulias surgieron en el siglo XVIII para conversar sobre asuntos literarios, artísticos, musicales o filosóficos… Con el tiempo, por supuesto, se amplió el repertorio hasta abarcar la totalidad del mundo real e imaginario.  

Acotemos el término. No conviene confundir una tertulia con los salones afrancesados del siglo XIX donde se reunían en la mansión de un distinguido aristócrata o un burgués de gama alta selectos invitados por su condición social, su popularidad o sus méritos intelectuales. Tampoco es lo mismo una tertulia que una reunión de sobremesa con familiares y amigos donde lo habitual es la charla informal, el chismorreo o las anécdotas. Ni las interminables partidas de mus entre los socios de un casino de provincias donde se pone verde al primero que se da la vuelta. O las charlas de rebotica de las fuerzas vivas de la España profunda a las que puso música y letra José Luis Perales. Y mucho menos la logomaquia entre canapés y copas propia de la clausura de una convención empresarial. Quizás lo más parecido a una tertulia sean las conversaciones crónicas (siempre se dice lo mismo a la misma hora y en el mismo tono) de los miembros de un club de caballeros ingleses arrellanados en confortables sillones de cuero con un cohíba y un escocés las manos.  

España es el país por excelencia de las grandes tertulias. Sería interminable citar las más célebres. Les remito a la excelente página Cafés con tertulia (Madrid). Solían ser nombradas o bien por el personaje ilustre que las presidia o bien por el local donde se celebraban, normalmente cafés, cervecerías o restaurantes.

He asistido a dos tertulias menores. Una literaria, quincenal, organizada por profesores de instituto, que se celebraba en la trastienda de una librería de Chamberí, cerrada mucho antes de la pandemia. Se proponía la lectura de un libro, normalmente una novela española de cualquier época, que luego se comentaba, se leían fragmentos claves con voz arrebatada e incluso se organizaban viajes a los lugares donde se desarrollaba la narración. Como la mayoría eran especialistas en lengua y literatura se hacía, en mi opinión, excesivo hincapié en los elementos estilísticos, históricos y biográficos del texto y menos en los conceptuales. Mis intervenciones, no demasiadas, se consideraban originales y sugerentes pero contaminadas de sobresentidos. Fui más por curiosidad que por interés; además no me convence la idea de leer por obligación ni me gustan los viajes en grupo con personas a las que sólo conozco de oídas. Al terminar el curso me despedí cordialmente. Asistí también a una tertulia filosófica en el Ateneo de Madrid del que fui socio dos años, más por una imagen absurda que por lo que me aportaba. Por ejemplo, su biblioteca es espléndida, pero la de la Biblioteca Nacional es una de las mejores del mundo y además gratis. Algo similar se puede decir de los ciclos de conferencias y eventos culturales de ambas instituciones. La tertulia del Ateneo, más o menos semanal, era una pura improvisación entre muy viejos conocidos con un catedrático de ontología al frente. Con el tiempo habían construido un lenguaje privado que más o menos conseguí descifrar. Afirmaban, tras un laberinto de disquisiciones inextricables, que Dios es el universo entero y que ni la autoconciencia ni la racionalidad son atributos de Dios, aunque lo sean de ciertos pobladores del cosmos, lo cual es irrelevante a efectos teológicos. Esto explica el problema del mal en el mundo y la presencia y, a la vez, la no presencia de Dios en la vida humana, ambas absolutas y no contradictorias. Las leyes naturales son el lenguaje de un Dios que no habla; que es eterno e infinito, pero no lo sabe. Que la nada es inconcebible y, por lo tanto, es imposible que Dios no exista. Según decían, se han descubierto fluctuaciones cuánticas en el vacío absoluto, pero de ahí no se sigue nada (¿Los escalofríos de Dios?). El nudo gordiano de sus embrollos era la palabra nada, que era, en el fondo, de lo que trataba la tertulia.

Hay otro tipo de tertulias: televisivas, radiofónicas y virtuales. Las televisivas son más bien programas de telerrealidad. Aparecen y desaparecen en función de los índices de audiencia que alcancen. No son propiamente una tertulia sino una reunión de gente famosa surgida de los rincones más insospechados del circo social que se dedican a hablar de sí mismos en pretérito perfecto, a soltar sus ocurrencias infumables, a sacar los trapos sucios de los ausentes o a criticarse entre sí, tras airear los suyos. Hubo incluso telerrealidades con gente anónima, de la calle, iguales al espectador, que acababan en broncas enormes y puños fuera o en reconciliaciones lacrimógenas. Se dijo que todo respondía a un montaje prefabricado. En cualquier caso, el desmedido aumento de la cantidad del estímulo dejó de funcionar porque a medio plazo a nadie le interesan las cuitas de un prójimo sin importancia. Prácticamente han desaparecido.

Las tertulias de la radio son políticas o futboleras. Las primeras incorporan a periodistas, politólogos y viejas glorias de la cosa pública. Detrás de sus incontables discrepancias, matices y variaciones sobre el mismo tema, todas tienen en común el aroma inconfundible del medio que las mantiene. Si alguien les dice que se apunta a todas las tertulias políticas para estar mejor informado, no se lo crean; sólo sintonizamos las emisoras que nos dan la razón. Las tertulias futboleras son las más divertidas porque su formato es el de gritar la opinión, pontificar sobre tu equipo o el rival, interrumpir o no dejar hablar, meterse personalmente con los colegas y, en el fondo ser compañeros del alma. Lo que hacen es alimentar la guerra y el negocio del futbol. En algunas, los oyentes interactúan por teléfono con la peña: hinchas, erasmus, seguratas, camioneros. La lógica de estos últimos me parece especialmente valiosa. Los pondría mañana mismo al frente de un Consejo de ministros filantrópico-tecnocrático. El éxito de las tertulias políticas o futboleras se basa en que forman parte de nuestros hábitos sagrados al acostarnos y levantarnos. Lo que no quita que se las vea el plumero. Si no quieren enterarse de nada comparen las tertulias de la radio catalana con la madrileña. Como Luis Aragonés advertía al vestuario sobre la prensa deportiva: ellos juegan su partido y nosotros el nuestro; ni p. caso.

Por último, las tertulias virtuales se remontan a los antiguos grupos de noticias de internet sobre los temas más insólitos y los chats abiertos o cerrados que, por lo visto, siguen activos. Pero lo que actualmente se lleva son los programas de mensajería instantánea que incluyen grupos con intereses afines. WhatsApp es el primero entre los pares. Se podría decir que las redes sociales son una enorme tertulia digital. Pero esto requiere un nuevo artículo. Continuará. 

viernes, 7 de enero de 2022

Series de la sexta ola: Colombo

 

A casi todos mis detectives favoritos les he dedicado algún artículo: Sherlock Holmes, El Padre Brown, Hercule Poirot, aunque me he dejado en el teclado otros como Auguste Dupin, Maigret o Philip Marlowe. Si el alfabeto griego de la pandemia continúa, acabaré por incluir, nimbado de gloria, al excelente Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán. En cualquier caso, hay un sabueso televisivo al que he seguido fielmente desde los inicios de la serie en los años setenta. En estos tiempos de reclusión he revisado las siete temporadas que ofrece la plataforma Amazon Prime de Columbus en versión norteamericana, la original, o Colombo en la española. Más que una serie, donde el guion exige una continuidad narrativa, se trata de un conjunto de largometrajes independientes para la televisión con una forma argumental idéntica, unos elementos que se repiten y una estrategia de investigación sin precedentes. Las tres en una nos convierten en adictos incondicionales.

Lo cierto es que ignoramos su nombre porque siempre se refiere a sí mismo como teniente Colombo, un detective adscrito al Departamento de Homicidios de la policía de Los Ángeles; aunque en el episodio quinto de la primera serie, al mostrar su placa en un plano corto, se aprecia claramente el nombre de Frank. De su mujer, la señora Colombo, que nunca aparece ante la cámara, conocemos un heterogéneo repertorio de gustos y costumbres al hilo de los personajes del caso. Su principal determinación es la indeterminación. Lo poco que sabemos de la vida privada de Colombo procede de esta fuente. En una entrevista, Peter Falk (as Columbo) confesó que se llamaba Rose y que no pensaba decir más. También sabemos por uno de los episodios de la tercera temporada que tiene una hija y al menos dos hijos mayores. Mantienen una relación de pareja normal, convencional, se quieren y su mujer lleva las riendas de la vida familiar y social… aunque a veces dice haberla consultado sobre ciertos aspectos del caso que le quitan el sueño. Colombo es italoamericano. De su padre (por indicios policía fallecido en acto de servicio) sabemos que le enseñó el valor del trabajo y la honradez, de su madre que vive en la ciudad de Fresno (California) y a veces la visitan. En otros episodios menciona a su familia extensa, primos, cuñados, sobrinos, incluso sus profesiones que varían de una temporada a otra sin que al final sepamos con certeza de quien hablamos (otra vez los perezosos guionistas). Colombo significa algo así como Palomo, sinónimo coloquial de alguien ingenuo, despistado y fácil de engañar. Es el disfraz detrás del que se esconde un oficial astuto, observador e implacable.

La estructura argumental es inversa a la mayoría de los relatos de la novela negra en la que el asesino es descubierto en las últimas páginas tras una exhibición de perspicaces deducciones que ponen punto final al enigma. Todos los episodios de Colombo comienzan con la consumación del crimen perfecto. Desde el principio sabemos quién es el asesino y el móvil; suele ser un hombre o una mujer que pertenece a lo que los sociólogos llaman clase alta superior. Muchos son conocidos artistas, empresarios, ejecutivos, senadores, cirujanos o nuevos ricos. Una de las razones del éxito de la serie es que la figura del culpable siempre ha sido interpretada por actores famosos.

Los elementos comunes de la serie son inconfundibles: en cualquier época del año viste una gabardina pringosa que cubre un traje de color ratón que le sienta fatal, una camisa blanca mal planchada cuyo cuello sobresale de la chaqueta y una corbata oscura, demodée, con el nudo aflojado, corrido o apretado. Según parece la famosa gabardina no estaba prevista en el guion, simplemente el primer día de rodaje llovía y se la compró él mismo en una tienda de la cadena española Cortefiel. Es su uniforme de combate que contrasta con los atuendos elegantes y caros de los asesinos, incluso con los trajes correctos de sus subordinados. Otros ingredientes imprescindibles son los puros apestosos que fuma cuando está de servicio y el coche para el desguace (un Peugeot 403 del 59) que conduce a trompicones hasta la mansión o el chalé de lujo donde se ha cometido el crimen. A veces, hasta que enseña sus credenciales, sus interlocutores lo miran con aprensión, como si hablaran con un pordiosero. Tiene un perro al que llama perro, un sabueso cariñoso pero tontorrón, refractario al aprendizaje, incapaz de seguir una pista que no sea un terrón de azúcar que sirve de contraste con la verdad canina de Colombo: un perro de presa que no afloja las mandíbulas hasta que el culpable se rinde. Suele presentarse en el escenario del crimen medio dormido, sin afeitar, quejoso de su suerte, suplicando a un fresco agente de uniforme que le traiga un café por caridad; a veces aparece con un ruidoso catarro que molesta a todos. Come, si lo hace, a salto de mata, en carritos callejeros o baretos mugres donde conoce al dueño; le gustan los perritos calientes con mostaza, el chile picante con judías y los helados de cucurucho (que comparte con el perro). No bebe salvo que lo exija el caso y a veces prueba con deleite las exquisiteces que le ofrece el criminal cuando lo recibe en su casa entre alardes de gente importante. Nunca va armado (tiene problemas con sus superiores porque no asiste a las prácticas de tiro) y jamás emplea la violencia verbal o física. Es tuerto (de niño perdió un ojo debido a un tumor maligno), aunque no se le nota el ojo de cristal. Lo cierto es que con un ojo ve más que todos sus ayudantes juntos con los dos abiertos.

Los métodos de Colombo son bien conocidos. Escucha del sargento, entre bostezos, los hechos; levanta las orejas cuando le informa el forense de causas y horas y tras una ojeada general escucha por educación mal disimulada las teorías de sus colegas que justamente avalan las evidencias que ha sembrado el asesino. Una segunda mirada más minuciosa al cadáver y al escenario le revelan ciertos detalles insignificantes que no encajan con las apariencias. A veces son incoherencias menores, otras, descuidos imperceptibles, rendijas, disonancias brumosas. Comienza libreta en mano las interminables preguntas a próximos y lejanos. Y aquí interviene la asombrosa intuición de Colombo. El instinto le dirige rápido y con seguridad al culpable que se cree a salvo por la solidez de su puesta en escena. Pero Colombo lo acaba acorralando con una sagacidad envolvente. Lo sigue y persigue hasta la extenuación. La coartada se derrumba como un castillo de naipes. Lo interroga mil veces con refinada cortesía para pulir ciertas piezas del caso que no acaban de encajar. Cuando parece que se marcha, vuelve a la carga con su consabido: ¡Ah, se me olvidaba, una cosa más! Las pruebas arrugadas  que salen de los bolsillos de su gabardina son cada vez más concluyentes. Ha removido cielo y tierra entre bambalinas. Su información es exhaustiva. Cualquier dato relevante ha sido contrastado. Ningún culpable se escapa del agujero negro. No le queda más alternativa que confesar o tener que soportar el resto de su vida a Colombo .