sábado, 11 de septiembre de 2021

Ecologismo y ecología

 

Ecologismo, feminismo, pacifismo… Hay términos cuyo significado intuimos de inmediato, sin mediar razones, aunque sabemos que, al concretarlo, al intentar que su contenido crezca y captar su concepto, el aura se desvanece como una nube de verano (y el interés decae). Es evidente que son conceptos polisémicos, que se dicen de muchas formas en situaciones distintas y distantes y que los significados que les asignamos son analógicos, es decir, se basan en vínculos de semejanza entre elementos muy dispares. El uso de tales términos (su gramática contextual) se parece más a los juegos del lenguaje del Segundo Wittgenstein que a la exposición de unos planteamientos sólidos.

Si nos centramos en el primero, hay que separar, de entrada, la ecología como ciencia y el ecologismo como movimiento ideológico y después explicar la relación entre ambos. La ecología es una ciencia empírica, una rama de la biología que estudia los ecosistemas, es decir las relaciones de los diferentes seres vivos entre sí y las interacciones con su medio ambiente. Como toda ciencia básica, la ecología es, a la vez, una ciencia aplicada, una tecnociencia. Y este es el punto donde convergen ecología y ecologismo.

José Miguel Mulet, catedrático de Biotecnología en la Universidad Politécnica de Valencia, ha publicado un libro titulado Ecologismo real. Todo lo que la ciencia dice que puedes hacer para conservar el planeta y los ecologistas no te dirán nunca. “Hablo de ecologismo con base científica. Ese es el ecologismo real”, sostiene el catedrático. El ecologismo no científico, basado más en proclamas que en ciencia, es, sin embargo, “el que se ha apropiado de la etiqueta”. Y añade: “Que haya organizaciones que se hagan llamar ecologistas no quiere decir que lo que propongan sea bueno para el planeta”. En el libro se hacen afirmaciones tan jugosas como: “El coche eléctrico hace menos ruido y no echa humo por el tubo de escape, pero ¿cómo generas la electricidad? Una gran parte, quemando gas, carbón y petróleo. Así que lo que estás haciendo es cambiar el humo de sitio”. O sea, pintar verde sobre gris. O esta otra: “Si te dicen que van a quitar las nucleares, ya sabes que lo más probable es que las emisiones de CO2 suban (…) No puedes cerrar las nucleares de un día para otro sin tener un plan B que te permita obtener la misma energía sin emitir más CO2”. También explica por qué la alimentación ecológica es una industria nociva para el medio ambiente. Les recomiendo comprar el libro en e-book, cuesta la mitad.

En otro lado están los ecologistas radicales, los que, según la derecha, son como las sandías: verdes por fuera y rojos por dentro. En realidad, el ecologismo, vagamente entendido (“la responsabilidad ambiental”), es un ingrediente más de un coctel izquierdista en el que se mezclan y agitan la igualdad de género, el desarrollo sostenible, el anticapitalismo, el freno a la especulación urbanística, el desarme, la justicia social y otros fines como la democracia participativa (una entelequia cargada de riesgos). El Grupo de Los Verdes/Alianza Libre Europea, representante político de estas ideas, es el sexto grupo en número de escaños en el Parlamento Europeo. Con ciertas reservas sobre su radicalismo, también se puede incluir a la ONG Greenpeace dentro de esta órbita.

También hay ecologistas de derechas, los que, según la izquierda, son como kiwis: verdes por dentro y pardos por fuera. Hay dos corrientes asociadas al ecologismo de derechas: la liberal-conservadora que tiene como motivo central el individuo y la ultraderechista, también llamada ecofascista, cuyo núcleo ideológico es la idea de patria. (Por cierto, La palabra patria viene del latín, de la forma femenina del adjetivo patrius-a-um: relativo al padre, también relativo a los "patres" que son los antepasados. Hablamos de la madre patria. La palabra matria es un rebuzno lingüístico). Para la derecha liberal-conservadora la defensa del medio ambiente depende de la educación cívica de los individuos tanto en la vida cotidiana como en las urnas. Después de todo, afirman, una sociedad es una suma de individuos no una suma de empresas y corporaciones. El individuo debe adoptar conductas éticas que favorezcan el equilibrio ecológico: separar la basura en los contenedores de reciclaje, ahorrar el agua poniendo botellas en la cisterna, usar el transporte público, no malgastar energía con la calefacción o el aire acondicionado, evitar el abuso de los plásticos, no hacer chuletadas en el campo, practicar el ecoturismo, participar en asociaciones defensoras del medio ambiente (¿los boys scouts?) etc. Finalmente, si queremos que los hábitos se conviertan en leyes, seremos los individuos quienes votemos a los partidos que nos propongan cambios institucionales acordes con estas pautas de conducta.

El ecofascismo sostiene que el auténtico ecologismo es el “patriotismo verde”, que la nación es un ecosistema humano que tenemos el deber de conservar. “Las fronteras son el gran aliado del medio ambiente, y a través de ellas salvaremos el planeta”, sostuvo Reagrupamiento Nacional durante la pasada campaña de las elecciones euro­peas. Inicialmente se trata de una forma de localismo que trata de preservar la identidad cultural del propio territorio, proteger su biodiversidad, consumir los mismos alimentos que nuestros ancestros…  por eso la globalización liberal es un peligro letal para la salud de la patria. Del localismo incluyente se sigue el racismo excluyente: la consideración de que los inmigrantes son grupos invasivos que perturban el equilibrio de la tierra natal. La interculturalidad es una falacia progresista; es inviable una alianza entre civilizaciones que tienen principios y valores incompatibles. La superposición de grupos étnicos puede terminar con el predominio de las etnias foráneas y la destrucción de la patria. Seréis víctimas de un enemigo al que habéis dado la bienvenida en vuestra propia casa, en palabras del arzobispo católico de Mosul.  

Pero desde hace tiempo, el centro de la polémica ecologista en cualquiera de sus versiones lo constituye el cambio climático. Aquí es donde se muestra con más fuerza la tensión entre ecología científica y globalización del planeta. Lo que está en juego, además del equilibrio del medio ambiente, es la supervivencia a medio plazo de la especie humana. El problema es si a estas alturas podemos parar el tren en doscientos metros. 

domingo, 5 de septiembre de 2021

La naturaleza. Solución

 

En uno de sus escritos de Jena, Hegel, filósofo romántico, afirma que la naturaleza existe porque Dios, pura razón, pierde el control de sí mismo y se enajena en algo exterior y corpóreo. Esta enajenación es, de forma inmediata, una caída, un descenso y antes de completar su recorrido y recobrar su total racionalidad (no sabemos cómo ni cuándo) surge el mal en el mundo. En este momento inicial (imposible calcular el tiempo de Dios), una naturaleza ambivalente se rige por asombrosas leyes físicas y también por oscuros abismos, como el SARS-CoV-2. El pensamiento humano se ha enfrentado a ambos desafíos desde su formación como especie hasta nuestros días: el mito, la magia, la religión, la filosofía, la ciencia, la técnica, es decir el conocimiento y el control.

Actualmente, las poderosas agencias de inteligencia norteamericanas (respaldadas por un despliegue científico sin precedentes), han concluido después de noventa días y noventa noches que el virus no es un arma biológica ni una manipulación genética, aunque no descartan que se haya fugado de un laboratorio chino (vía funcionario despistado) o una zoonosis sin concretar la especie ni el origen del contagio (los camaradas se niegan a darse palos y todo el mundo es responsable menos ellos). Exigua cosecha. Lo cierto es que vamos por la quinta ola y las espículas más aptas prosperan. La esperanza está en las vacunas de segunda generación y, sobre todo, en que las leyes naturales se muestren propicias y las nuevas mutaciones sean cada vez más benignas (como ocurrió con la gripe española). Por lo demás, le epidemia ha tensionado el conocimiento científico (el enigma del coronavirus), la ética social tanto en sentido positivo (la famosa resiliencia, los aplausos y el venceremos) como negativo (la picaresca, los antivacunas y las fiestas clandestinas); también la política (las medidas erráticas o contradictorias, el estado de alarma, el desconfinamiento, la cogobernanza y la polarización de la vida pública).

Volvamos al confinamiento. Recuerdo un video de mi nieta revolcándose indignada por el suelo al grito de ¡Quiero ir al parque! Los padres teletrabajando a destajo; o desesperados en ERTE o en ERE, tirados en el sofá trasegando series; los niños sin cole, los profesores desbordados por una labor para la que no están preparados. Durante cien días las pantallas dominaron el mundo. Bienaventurados los que disfrutaban de un ático con macetas para hacer sentadillas o los privilegiados que tenían casa con jardín. Un chalé en la sierra era la viva imagen del paraíso terrenal.

La pandemia ha tenido consecuencias sociológicas. De nuevo la naturaleza como solución. La primera es la activación de la contrafigura del urbanita: el ruralita (mejor ruralista según la RAE). La añoranza de los espacios abiertos, el riesgo del contacto con el virus en las calles, en el trabajo, en el trasporte, en los centros comerciales y asistenciales potenció una vuelta al neorruralismo y sus manifestaciones. Un eterno retorno a la vida retirada de Horacio y Fray Luis de León, a las apacibles labores agrarias y los atardeceres bucólicos de Virgilio. Se disuelve la utopía urbanística de Le Corbusier o el derecho a la ciudad de Lefebvre y se impone el fenómeno inverso al éxodo rural que dio lugar a la España vaciada: la emigración masiva de los pueblos a las urbes en busca de estudios, trabajo y, en general, nuevas oportunidades.

De menos a más, hay variantes de esta transvaloración de todos de valores. El teletrabajo estable ha propiciado que muchos urbanitas cierren temporalmente sus pisos y alquilen apartamentos con vistas (e internet por cable) en la costa o las islas. Burgueses de toda clase y condición, cargados de justificantes y certificados, pusieron rumbo a su segunda residencia en la playa, la montaña o la aldea perdida ante la torva mirada de los paisanos que los miraron como el quinto jinete del apocalipsis. Hay parejas que venden su casa de la gran ciudad para trasladarse a otra más pequeña en busca de una forma de vida más “personalizada”. Añoran las escenas de la vida de provincia: una convivencia próxima, el contacto diario con amigos, vecinos y conocidos de primera, segunda y tercera. Otros, los auténticos neorrurales, se desplazan a los pueblos de la España vaciada para levantar las casas abandonadas, repoblar los parajes, reconstruir las calles, refundar las granjas, recuperar las fuentes y pilones. Se reivindica un estilo de vida agrícola, artesanal, ecológico. En muchos casos, se trata de personas sin experiencia agraria directa que desean sentir la cercanía de la naturaleza y recobrar modelos sostenibles de producción y consumo. Nada menos. Y de paso luchar contra el cambio climático. Son los repuntes racionalistas de la dialéctica hegeliana.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Delfinarios

 

El confinamiento puso de manifiesto que las viviendas urbanas eran cárceles del alma. Recluidos en cien metros cuadrados (o menos) las familias amenazaron con convertirse en un polvorín. Por fortuna el hogar latino es un matriarcado, una unidad de destino donde las madres disponen con mano firme, sin las inútiles monsergas y estridencias paternas; donde llaman “mi bebé” a su hijo treintañero que con un empleo mileurista sobrevive en su cuarto de estudiante con la play, la bufanda del Madrid y un poster de los Rolling. Por fin pudimos imaginarnos lo que sienten los animales del zoo en sus sombríos recintos o los delfines, orcas y belugas en sus circos acuáticos.

A mediados de agosto visitamos con nuestra hija, su marido y los nietos el Oceanográfico de Valencia. Era domingo por la mañana y el complejo hervía de mascarillas. Recorrimos las instalaciones de los ambientes acuáticos y finalmente nos sentamos en las gradas del delfinario. Esperamos un buen rato, música trotona de fondo, hicimos tres veces la ola, escuchamos las palabras de niño y niña (¿formaban parte del montaje?) y finalmente asistimos a las piruetas y cabalgadas de los defines mulares. El espectáculo no resultó especialmente brillante; era como si hubiesen recortado y espaciado los números. Nos marchamos antes para evitar la marea de salida. Una empleada comentaba a un grupo de insatisfechos que los fines de semana había más sesiones y no se podía agotar a humanos y animales. Aún menos convincente me resulto el mensaje de la presentadora ilustrado en una pantalla gigante repleta de gráficos. El propósito del oceanográfico es, dijo, estudiar la conducta de los delfines (?), los métodos de adiestramiento, la exhibición de sus destrezas, su reproducción y cuidados, en definitiva, abrir las puertas a la bioeducación… Lo cierto es que no me convencen los argumentos naturalistas, pseudoecologistas, de los delfinarios. Se trata de seres vivos muy inteligentes, con un avanzado sistema emocional, sacados de su medio marino o nacidos en cautividad, forzados a vagar sin fin en sus piscinas, esclavos de las rutinas y una existencia en bucle; incapaces de encontrar, como creían los estoicos, la libertad en las cadenas. Es muy recomendable el documental Blackfish de Netflix (está en YouTube) para saber qué es realmente un delfinario y por qué las orcas atacan y matan a sus instructores. En fin, sin ánimo de ofender, las opiniones son como los traseros: cada cual tiene el suyo.