miércoles, 22 de enero de 2014

Poetizar


La poesía no es una conjunción de palabras, ni una intuición fallida, ni una sucesión banal de sonidos, ni el metal bruñido que reluce, ni el redoble sin tino de un tambor.


Tres inicios, una traducción y una glosa del auténtico poetizar.


El texto de una caligrafía japonesa que adorna la entrada de la casa.
Contemplo a la luz de la luna la danza silenciosa de la nieve en la cumbre del Monte Fuji. Abajo, nacen las primeras flores del ciruelo como un homenaje temprano a la primavera.


El comienzo del poema Chronique de Saint-John Perse.
Grand âge, nous voici. Fraîcheur du soir sur les hauteurs, souffle du large sur tous les seuils, et nos fronts mis à nu pour de plus vastes cirques…
Un soir de rouge et longue fièvre où s’abaissent les lances, nous avons vu le ciel en Ouest plus rouge et rose, du rose d’insectes des marais salants : soir de grand erg, et très grand orbe, où les premières élisions du jour nous furent telles que défaillances du langage.

La espléndida versión castellana de Lysandro Z. de Galtier
Alta edad, henos aquí. Frescor de la noche sobre las cumbres, soplo de alta mar sobre todos los umbrales, y nuestras frentes desnudas para más altos circos.
Una noche de roja y larga fiebre, en la que se inclinan las lanzas, hemos visto el cielo del Oeste más rojo y rosado, del rosado de los insectos del saladar: noche de gran erg y de muy grande orbe, en las que las primeras elisiones del día fueron para nosotros como desfallecimientos del lenguaje.
Los primeros versos de Le cimetière marin de Paul Valery.
Ce toit tranquille, où marchent des colombes,
Entre les pins palpite, entre les tombes;
Midi le juste y compose de feux
La mer, la mer, toujours recommencée
O récompense après une pensée
Qu'un long regard sur le calme des dieux!


Un solitario cementerio encima del mar donde nada perturba el paso de las horas. Grupos de palomas bajan de lo alto y se posan en el suelo de caliza y se deslizan entre en las tumbas y levantan el vuelo hasta los pinos que hay detrás del camposanto. Cuando el sol está en lo más alto, cuando todavía no existen sombras, brilla por todas partes la luz cegadora de la playa. La mirada se vuelve entonces hacia la línea blanda de la arena en la que mueren las olas después de un largo viaje, como las vidas. Y el poeta torna su mirada hacia sí mismo, hacia dentro, donde es capaz de fijar la belleza del instante, amarla y seguir en paz su camino.    

miércoles, 15 de enero de 2014

La intrahistoria


Decía Ortega, copiando a Dilthey, que el hombre está situado inevitablemente en un rincón de la historia. La vida del día a día se da impregnada del arduo tejido del tiempo. Somos herederos, sabedores o ignorantes, de las circunstancias que gravitan sobre los pensamientos y las acciones. La razón vital es siempre razón histórica.

Hay muchas maneras de comprender la historia: la providencialista que la concibe como el plan diseñado por una voluntad omnipotente, la positivista como una formidable sucesión de hechos aislados, la personalista como el resultado de las decisiones de los grandes personajes, la economicista como la consecuencia inevitable de los modos de producción…

Siempre he estado en contra la historia, como anuncia el título de un libro de Cioran. De niño, en el colegio, era incapaz de volver al pasado por más de un año. En el instituto, me aburrían mortalmente las dinastías de los Austrias y los Borbones a los que siempre confundía. En la universidad, unos días antes del examen me aprendía de memoria la historia universal con la ayuda de pastillas.

Recuerdo las interminables discusiones en la facultad de filosofía sobre si la historia era o no una ciencia. Por supuesto que no. De entrada, selecciona los hechos relevantes según criterios ideológicos, igual que las memorias de un político. Además, trata de acontecimientos únicos e irrepetibles, como la prensa, no de leyes generales. Por último, no explica mediante causas objetivas e hipótesis comprobables, sino que interpreta, imagina, especula. Las distintas escuelas históricas son la noche donde todos los gatos son pardos.

A mí la única historia que me interesa es la intrahistoria. He aprendido la de Europa en Las memorias de ultratumba de Chateaubriand, la de España en Las memorias de un hombre de acción de Baroja y, sobre todo, en Los episodios nacionales del más grande escritor español después de Cervantes: Don Benito Pérez Galdós.

Me gusta la intrahistoria porque sobre un decorado conocido desfilan los personajes históricos mezclados con los ficticios. ¿Puede haber una versión mejor de la libertad? El resultado es un género literario fascinante. En algunos casos el propio autor se introduce en la trama y seduce a la camarera de la reina, como ocurre en los sueños.

Además,  la historia es, en última instancia, una causa perdida, incluso la de las generaciones sucesivas. En otro lugar aludía a la imposibilidad de recuperar el significado exacto (o siquiera aproximado) de los acontecimientos de la historia y ponía ejemplos de esta aporía del sentido:
“¿Se puede recuperar lo que pensaba y sentía el hoplita ateniense cuando en la batalla de Maratón avanzaba hacia el enemigo persa con el escudo dispuesto y la lanza extendida?
¿Podemos reconstruir la fe del monje benedictino del siglo VI que vivía en el Monasterio de Montecassino cuando acudía a maitines al alba o labraba la tierra en el huerto otoñal?
¿Qué significaban para nuestras bisabuelas las hornacinas en la pared del pasillo, la rejería y los tiestos en los balcones, los fogones de carbón de la cocina, los colchones de lana o los orinales de loza debajo del lecho?
¿Qué pasa por la cabeza de los alumnos cuando consideran que lo normal es aprobar sin condiciones, hablar sin disimulo cuando el profesor expone o recibir una ruidosa llamada de teléfono en medio de la clase?


Puesto que cualquier sentido de la historia es dudoso, lo mejor es elegir una visión imaginaria, novelesca, directamente relacionada con la ópera, el cine y la leyenda. Decía Sartre que la literatura es la única forma válida de captar la vida en su infinita riqueza  de matices, algo inalcanzable para la filosofía cuyos recursos son los conceptos o para la historia que se sirve de personajes invisibles para convertir el pasado en un inmenso columbario.   

martes, 7 de enero de 2014

Psicofonías


Son pocas las experiencias divertidas que he compartido con mis alumnos. En general, nos hemos aburrido mutuamente dentro y fuera de la clase. Una de las razones es que he mantenido con ellos una distancia social que crecía con los años puesto que yo era cada vez más viejo y ellos siempre los mismos.

Hay seis tipos de relación del alumno con su profesor.
La utilitaria: el alumno sólo quiere aprobar aunque tenga que aprenderse de memoria la guía telefónica.  
La interesada: el alumno pretende aprovecharse del profesor para estudiar menos y mejorar la nota.
La curiosa: ¡Ese tío de qué va! Se pregunta el alumno y da vueltas a tu alrededor como una mosca zumbona.
La devota (la que más odio): algunos alumnos ven en el profesor, que consiente la farsa, el faro que ilumina sus tiernas mentes.
La erótica (en sus diversas modalidades): arriesgada para ambas partes, la más deseable y allá cada cual con sus gustos.
La polémica: el alumno ve en el profesor la figura temida del padre o de la sociedad represiva y le declara la guerra. Hace tiempo que el profesor lleva las de perder.

Yo viví con un grupo de alumnos del COU de letras, hace unos cuantos años en el IES Alfonso VIII, una relación paranormal. Eran cuatro chicos y habían preparado el terreno. Primero en el aula.
- ¿Cree usted en los fenómenos sobrenaturales? (estaba explicando la inmortalidad del alma en Platón).
- Bueno, les dije, bastante tengo con entender los naturales. ¿Y vosotros?
- Claro, tenemos pruebas.
- No estoy seguro de creer en ese tipo de pruebas, cerré por el momento el diálogo socrático.

Al día siguiente me abordaron al salir del instituto.
- ¿Profesor, sería capaz de quedarse una noche en el cementerio por dinero?
- ¿De cuánto hablamos? les dije, y les invité a tomar unas cañas en el bar del Hotel Torremangana.

Les confesé que me daban un miedo atroz las criaturas nocturnas pero adoraba los cuentos de terror y por eso les daba carrete. Añadí que no creía en los seres del más allá aunque sí en el miedo escénico y que por ningún precio dormiría encima de una tumba, ni siquiera la siesta.
- ¿Por qué? Me preguntaron tras la tercera ronda con los ojos como platos.   

Es algo que me ocurre, respondí con la lengua floja, desde que pasé a vuestra edad una noche de Walpurgis en el caserón de mis abuelos en el pueblo. Una tarde acompañé a la hermana mayor de mi padre a recoger unos papeles en el Ayuntamiento. No los tenían y además nos informaron mal del autobús, lo perdimos y tuvimos que quedarnos a dormir. La casa tiene dos plantas. Mi tía dormía en una habitación del piso superior a cien millas de la mía, separada por un pasillo helador y una escalera medieval. Ni siquiera se oían sus ronquidos balsámicos. En cambio se escuchaban por todas partes crujidos y crepitaciones salidos de la madera centenaria de las vigas, puertas y consolas. Además, el espejo de un armario reflejaba los fantasmas que pasaban por la plaza a la luz de las persianas mal cerradas. Sentía presencias. No me atrevía a coger el orinal debajo de la cama. Solo con al alba de rosáceos dedos puede conciliar un sueño ligero rodeado de íncubos salidos de un cuadro de Füsly. Una auténtica psicofonía que no se me olvidará mientras me acuerde (como dijo el señor obispo del día de mi confirmación).
- ¡Una psicofonía como las nuestras, gritaron a coro!

Su historia.  
Los padres de uno de ellos habían salido de viaje y los demás se habían metido en la casa. Hacía tiempo que lo tenían previsto. El plan consistía en saltar la tapia del cementerio, no lejos de la ciudad, dejar una grabadora funcionando al lado de un panteón con morbo y después volverse a Cuenca. Tras tres o cuatro horas, lo que duraban las pilas, volverían a recoger los resultados.
- ¿Y bien? dije alarmado.
- Si quiere oírla…

Al día siguiente fuimos al Departamento de Música del Instituto, que me dejaron tras contar al director una milonga didáctica. Conecté la grabadora al equipo de alta fidelidad, cerré las cortinas para crear ambiente y apretamos el botón.
Efectivamente, tras una larga introducción a la nada se oía un ruido de fondo estremecedor, acaso demasiado convincente. Era similar al traqueteo monótono de las máquinas de un barco oído desde un camarote lejano. Al cabo de un cuarto de hora cesaba, más adelante volvía empezar hasta que finalmente se apagaba como el suave final de una orquesta.
- ¿Vale y qué? les dije, para no entrar en más disquisiciones.

A la semana siguiente me los encontré en Plaza Mayor. Aunque vivía en casa de mis padres en la parte baja de Cuenca, tenía alquilado un piso en la parte antigua con otros dos amigos de Madrid que venían los fines de semana. Me permitía una cierta autonomía de soltero. Estaban al tanto y me lo pidieron. Lo que tenían entre manos, por más que lo adornaron con sornas y eufemismos, era montar una sesión de espiritismo con varias chicas de la clase a las que habían comido el coco, sazonada con porros y cubatas, sustos y carreras, prendas y escondite en las habitaciones a oscuras. Al final, nos quedábamos la güija y yo solos. Me negué en redondo pero no me puse serio. Me jugaba las habichuelas. Lo comprendieron. En la Cuenca de entonces, aunque no había autos de fe, rondaban otras formas sociales y legales de inquisición. Además, lo que pretendían no era algo sobrenatural sino todo lo contrario.

Al finalizar el curso, los sonidos del más allá no les habían librado de una mano de suspensos. Ninguno pudo presentarse a la selectividad.
- ¿Cómo van esas psicofonías, les pregunté?
- Ese tema, dijeron, nos ha dejado de interesar por el momento. Además de estudiar las asignaturas suspensas, preparamos para el mes de julio una excursión con tiendas de campaña a la Serranía de Cuenca.
- ¿Con las compañeras de clase, pregunté?

- Claro, profesor, ¿quiere venirse? El buen tiempo aleja los fantasmas.

miércoles, 1 de enero de 2014

Elogio de los Reyes Magos


A mi madre

No me gusta la Navidad por varias razones: perdí a mi madre a los dieciocho años, soy poco sociable, creo en la familia pero no en la sociedad civil ni el Estado; además, la Navidad es un sistema global de afectos y parabienes detrás del cual hay una red de intercambios comerciales. Tampoco me gustan las celebraciones, los excesos de comida y las rebajas. Esos días envidio la soledad del ermitaño.

Sin embargo, adoro a los Reyes Magos. Son el símbolo de mi niñez, de la imagen de un mundo bien hecho, de la inocencia, de la ausencia del mal, por eso me aferré a su creencia hasta que me creció el bigote. En mi Belén era yo quien sentaba a los Reyes en sus camellos, junto a mis héroes favoritos que los escoltaban al portal, el Capitán Trueno, Flash Gordon, El Príncipe Valiente. Escribía la carta con detalles de orfebre, ponía turrón en los zapatos, pasaba la noche en duermevela, al amanecer saltaba de la cama y abría la puerta del salón estremecido, lo mismo que hago ahora en un gesto que me devuelve al suelo natal de la infancia.  

No me sentía cómodo la noche que íbamos a Galerías Preciados a entregar la carta al rey que tocaba al final de la cola. Cuando me subía en sus rodillas y me acariciaba el pelo con manos rugosas, cuando me interrogaba con voz de tendero, una desagradable sensación de sospecha y desencanto me invadía. Tengo un cuñado que la noche mágica se presentó a las tantas en su casa con tres amigos disfrazados de Reyes. La experiencia fue frustrante: los barbudos callados al ver el miedo de los niños; los niños abrazados en un rincón balando a su madre; el padre, sin el video, fuera del escondite para calmar los ánimos, la madre recién levantada, furiosa al percatarse de la gracia. La cosa terminó mal porque los Reyes Magos no son personajes concretos sino formas universales de la voluntad, arquetipos de la identidad entre la realidad y el deseo.

Los Reyes son las madres y una de las cumbres de la maternidad. La mía tenía el arte de combinar lo esperado con lo insólito. También dominaba la puesta en escena: paquetes enormes, cajas multicolores, globos y serpentinas, villancicos, todo distribuido con un admirable horror al vacío. La habitación se convertía en un retablo barroco. Se sumaba a la fiesta que mis hermanos y yo preferíamos los juguetes capaces de convocar nuevas historias y prolongar cada tarde la ilusión narrativa. Los regalos son un anuncio de que la felicidad todavía es posible. Cuando ya crecidito me asaltaban las dudas sobre los Reyes, mi madre me convencía: ¿En serio, crees que nosotros hemos podido comprar todo esto? Y abarcaba con sus manos la Navidad. La magia no tiene precio.

También mi mujer ha sido los Reyes Magos de mis hijos. Yo me he limitado a jugar en la mañana del seis de enero con el tren eléctrico, el coche con mando a distancia, las construcciones por piezas, mientras que mi hijo escandalizado la armaba porque los dos queríamos el mismo juguete. Al final “él miraba y yo le enseñaba el funcionamiento”. Mi hija se indignaba conmigo, la madre nos miraba con ternura. Los hombres nunca maduramos, por eso seguimos con lágrimas en los ojos el rastro de la estrella de oriente.