Son pocas las experiencias divertidas que he compartido con mis alumnos. En general, nos hemos aburrido mutuamente dentro y fuera de la clase. Una de las razones es que he mantenido con ellos una distancia social que crecía con los años puesto que yo era cada vez más viejo y ellos siempre los mismos.
Hay seis tipos de relación del alumno con su profesor.
La utilitaria: el alumno sólo quiere aprobar aunque tenga que aprenderse de memoria la guía telefónica.
La interesada: el alumno pretende aprovecharse del profesor para estudiar menos y mejorar la nota.
La curiosa: ¡Ese tío de qué va! Se pregunta el alumno y da vueltas a tu alrededor como una mosca zumbona.
La devota (la que más odio): algunos alumnos ven en el profesor, que consiente la farsa, el faro que ilumina sus tiernas mentes.
La erótica (en sus diversas modalidades): arriesgada para ambas partes, la más deseable y allá cada cual con sus gustos.
La polémica: el alumno ve en el profesor la figura temida del padre o de la sociedad represiva y le declara la guerra. Hace tiempo que el profesor lleva las de perder.
Yo viví con un grupo de alumnos del COU de letras, hace unos cuantos años en el IES Alfonso VIII, una relación paranormal. Eran cuatro chicos y habían preparado el terreno. Primero en el aula.
- ¿Cree usted en los fenómenos sobrenaturales? (estaba explicando la inmortalidad del alma en Platón).
- Bueno, les dije, bastante tengo con entender los naturales. ¿Y vosotros?
- Claro, tenemos pruebas.
- No estoy seguro de creer en ese tipo de pruebas, cerré por el momento el diálogo socrático.
Al día siguiente me abordaron al salir del instituto.
- ¿Profesor, sería capaz de quedarse una noche en el cementerio por dinero?
- ¿De cuánto hablamos? les dije, y les invité a tomar unas cañas en el bar del Hotel Torremangana.
Les confesé que me daban un miedo atroz las criaturas nocturnas pero adoraba los cuentos de terror y por eso les daba carrete. Añadí que no creía en los seres del más allá aunque sí en el miedo escénico y que por ningún precio dormiría encima de una tumba, ni siquiera la siesta.
- ¿Por qué? Me preguntaron tras la tercera ronda con los ojos como platos.
Es algo que me ocurre, respondí con la lengua floja, desde que pasé a vuestra edad una noche de Walpurgis en el caserón de mis abuelos en el pueblo. Una tarde acompañé a la hermana mayor de mi padre a recoger unos papeles en el Ayuntamiento. No los tenían y además nos informaron mal del autobús, lo perdimos y tuvimos que quedarnos a dormir. La casa tiene dos plantas. Mi tía dormía en una habitación del piso superior a cien millas de la mía, separada por un pasillo helador y una escalera medieval. Ni siquiera se oían sus ronquidos balsámicos. En cambio se escuchaban por todas partes crujidos y crepitaciones salidos de la madera centenaria de las vigas, puertas y consolas. Además, el espejo de un armario reflejaba los fantasmas que pasaban por la plaza a la luz de las persianas mal cerradas. Sentía presencias. No me atrevía a coger el orinal debajo de la cama. Solo con al alba de rosáceos dedos puede conciliar un sueño ligero rodeado de íncubos salidos de un cuadro de Füsly. Una auténtica psicofonía que no se me olvidará mientras me acuerde (como dijo el señor obispo del día de mi confirmación).
- ¡Una psicofonía como las nuestras, gritaron a coro!
Su historia.
Los padres de uno de ellos habían salido de viaje y los demás se habían metido en la casa. Hacía tiempo que lo tenían previsto. El plan consistía en saltar la tapia del cementerio, no lejos de la ciudad, dejar una grabadora funcionando al lado de un panteón con morbo y después volverse a Cuenca. Tras tres o cuatro horas, lo que duraban las pilas, volverían a recoger los resultados.
- ¿Y bien? dije alarmado.
- Si quiere oírla…
Al día siguiente fuimos al Departamento de Música del Instituto, que me dejaron tras contar al director una milonga didáctica. Conecté la grabadora al equipo de alta fidelidad, cerré las cortinas para crear ambiente y apretamos el botón.
Efectivamente, tras una larga introducción a la nada se oía un ruido de fondo estremecedor, acaso demasiado convincente. Era similar al traqueteo monótono de las máquinas de un barco oído desde un camarote lejano. Al cabo de un cuarto de hora cesaba, más adelante volvía empezar hasta que finalmente se apagaba como el suave final de una orquesta.
- ¿Vale y qué? les dije, para no entrar en más disquisiciones.
A la semana siguiente me los encontré en Plaza Mayor. Aunque vivía en casa de mis padres en la parte baja de Cuenca, tenía alquilado un piso en la parte antigua con otros dos amigos de Madrid que venían los fines de semana. Me permitía una cierta autonomía de soltero. Estaban al tanto y me lo pidieron. Lo que tenían entre manos, por más que lo adornaron con sornas y eufemismos, era montar una sesión de espiritismo con varias chicas de la clase a las que habían comido el coco, sazonada con porros y cubatas, sustos y carreras, prendas y escondite en las habitaciones a oscuras. Al final, nos quedábamos la güija y yo solos. Me negué en redondo pero no me puse serio. Me jugaba las habichuelas. Lo comprendieron. En la Cuenca de entonces, aunque no había autos de fe, rondaban otras formas sociales y legales de inquisición. Además, lo que pretendían no era algo sobrenatural sino todo lo contrario.
Al finalizar el curso, los sonidos del más allá no les habían librado de una mano de suspensos. Ninguno pudo presentarse a la selectividad.
- ¿Cómo van esas psicofonías, les pregunté?
- Ese tema, dijeron, nos ha dejado de interesar por el momento. Además de estudiar las asignaturas suspensas, preparamos para el mes de julio una excursión con tiendas de campaña a la Serranía de Cuenca.
- ¿Con las compañeras de clase, pregunté?
- Claro, profesor, ¿quiere venirse? El buen tiempo aleja los fantasmas.