miércoles, 27 de abril de 2022

Los grandes museos

Hay diferentes formas de visitar un gran museo: El Louvre, El Prado, el MET, el Hermitage… La primera oposición se da entre los que no quieren ver nada y los que quieren verlo todo. Los primeros van porque es obligado ponerle la chincheta al entorno cultural más emblemático de la ciudad. Además, muchos viajan con agencias que les ofrecen paquetes con los circuitos turísticos más conocidos. Los turoperadores les consiguen las entradas, los recogen en el hotel y los llevan en autobús a todas partes mientras una azafata nombra durante un instante fugaz lo que se ve tras los cristales. Estos recorridos vertiginosos concluyen en un cúmulo de información imposible de procesar incluso para un ordenador cuántico de última generación. A muchos jubilados les parece al tercer día de viaje que llevan tres meses fuera de casa. Cuando vuelven a su sillón favorito no saben ni donde han estado. ¿Qué te ha parecido la comida?, les preguntan por cambiar de tema: rara, contestan. Los azota pasillos de todas las edades deambulan sin rumbo fijo por las salas del museo porque lo que les interesa es el ambiente general. Miran o intercambian miradas envolventes (si pueden) con los y las guaperas que se cruzan en su camino. Los desnudos universales del pintor son sustituidos por las ensoñaciones eróticas del paseante solitario. De vez en cuando, para tener algo qué mostrar al volver a la oficina y matar de aburrimiento a sus amigos (sus parientes no se dejan), hacen fotografías con sus móviles a los cuadros donde se arremolina la gente. Siempre me ha sorprendido la compulsión fotográfica de los turistas. En la tienda del museo hay libros de una excelente calidad gráfica además de explicar las imágenes. Sospecho que el safari fotográfico es una forma de vencer al tedio. En realidad, el mejor uso del móvil es buscar información sobre las obras que tienes enfrente. El azota pasillos suele estirar vagamente las orejas en las salas dedicadas a las exposiciones temporales de joyas, artes decorativas y vestidos de época.

Se acerca por una entrada lateral un abanderado del sol naciente seguido de una nutrida fila de jubilados japoneses. ¿A dónde van, de dónde vienen, cuál es el sentido oriental de la vida? Una variante grupal es la visita guiada con cicerone. Un oficio que exige repetir cinco veces al día la misma historia. El ingenio del guía hace que el recorrido se convierta en una soporífera cinta magnetofónica o en una información divertida, salpimentada de anécdotas curiosas y picantes. En todas las visitas ciceronianas siempre hay un pelmazo que interrumpe al guía cada cinco minutos con preguntas triviales; al revés, el inevitable leído abruma a la concurrencia con sus comentarios eruditos de Wikipedia. Una señora mayor, harta de que siempre hable el mismo, levanta la mano y expone su punto de vista estético. Un buen cicerone les corta las alas a todos con un amable pero tajante cuando acabe la visita se lo aclaro o charlamos con detalle. Obviamente, les da el esquinazo.

En días laborables me ha llamado la atención la visita docente al Prado de dos tipos de alumnos: los de bachillerato y los de primaria. Actividades extraescolares. Los bachilleres, felices por no estar encerrados en clase, toman apuntes porque está programada una prueba de seguimiento para la próxima semana. Nada de trabajos copiados del Rincón del Vago o prestados del curso anterior. Se admiten preguntas sobre la marcha. Varios levantan la mano con el cebo preparado. Lo que dice el alumno no lo dice el profesor y la materia se acorta. A veces, el truco funciona. Los pequeños del cole: los maestros y, sobre todo, las maestras hacen literalmente juegos de magia para entretenerlos. Los sientan en semicírculo alrededor del cuadro y convierten a las Meninas en una variante de los cuentos de los hermanos Grimm. Las caritas que ponen son un cuadro más del museo.

Hay algunos aguerridos amantes del arte que, además de amortizar el precio de la entrada, deciden plenificarse con la contemplación del templo de las musas sin perderse ni un detalle. No saben lo que dicen. Para empezar, se cuelgan de una audioguía que comenta un amplio repertorio de los cuadros más famosos. Debería bastarles con eso, pero no… Nada más entrar se quedan mirando diez minutos el paragüero de la entrada como si fuera una de las siete maravillas del mundo. A las tres horas están exhaustos, desquiciados y a punto de gritar. Lo bueno es que han aprendido a no retar a los grandes museos.        

En el otro extremo está el que va a reencontrarse con un solo lienzo. O es un auténtico experto o un esnob que se las da de entendido y se monta una representación fastuosa de sí mismo o un astuto farsante que lo que quiere es plantar a la peña y largarse al barrio chino. Del mismo intento pueden seguirse tres cosas: una monografía erudita, una ruptura con la novia por memo o una diarrea salsera de tres días.

En mi opinión, si te interesa la pintura, la mejor opción es visitar la sala dedicada a un solo pintor o escuela. Puesto que, según Hegel, los tres momentos del espíritu absoluto son el arte, la religión y la filosofía, y el espíritu absoluto es Google, sugiero que te informes lo mejor posible antes de la visita y luego en directo compares la letra con la música. 

jueves, 7 de abril de 2022

El tótem del perro

 

Una tarde sofocante del julio madrileño tirado en el sofá con el libro de Javier Marías Corazón tan blanco entre las manos, tras escuchar los ladridos del caniche de un vecino, se me ocurrió la siguiente pregunta: ¿Si el término latino es canis de dónde procede la palabra “perro”? Como siempre recurrí al Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Coromines. Copio literalmente la fascinante explicación: Vocablo exclusivo del castellano, que en la Edad Media (a partir de 1136) sólo se emplea como término peyorativo y popular frente a “can”, vocablo noble y tradicional. Origen incierto. Probablemente palabra de creación expresiva, quizá fundada en la voz “prrr, brrr” con la que los pastores incitan al perro, empleándola especialmente para que haga mover al ganado y para que este obedezca al perro. Compárese el gallego “apurrar” azuzar los perros. Son imposibles las etimologías ibéricas y célticas que se han propuesto.

El perro es el animal totémico por excelencia. Pertenecemos al clan del perro. En realidad, hay muchos tipos: los callejeros o libertarios, los caseros o claustrales, los vigilantes o guardianes, los adiestrados o de trabajo… que a su vez se dividen en otras ramas del tótem. He compartido vivencias con casi todos. Cuando veranábamos en las Rías Baixas, cerca de Bayona, mi hijo pequeño, no tendría más de cinco años, se hizo colega de uno de los perros callejeros de las parroquias cercanas. Según dijo la paisana que me alquilaba la casa se llamaba Martincho y era un chucho renegrido, mugriento y de mil razas. Simpático y más listo que el hambre nos saludábamos a distancia. Yo movía las manos y él el rabo. Como todo el mundo lo trataba o lo ignoraba, mi mujer, adversa canibus, no lo despedía con cajas destempladas. Una tarde subió al piso descompuesta. ¡Qué asco, por favor! Mi hijo y Martincho compartían al alimón un polo de fresa, lametazo tú, lametazo yo… Al final del verano ambos estaban sanos. Al año siguiente no volvimos a verlo. Según parece, el vecino de una finca cercana lo atropelló al salir marcha atrás y el veterinario no tuvo más remedio que sacrificarlo. Venía a darle las buenas tardes a cambio de una galleta.

De los perros caseros no me gusta la escalada de confianzas que se toman desde que son cachorros. De la manta al sofá; del sofá a la cama y de la cama a la mesa a incordiar mientras comes. Declinamos las invitaciones de unos amigos a degustar un sabroso cocido mensual (dejaron de hablarnos al saber el motivo) porque Lucas, un inquieto border collie, se metía entre las piernas, te daba repentones con el morro, ponía su cabeza en las rodillas y finalmente subía las patas a la mesa… Otro compañero del aula nos contaba muerto de risa que su adorado dálmata se había metido entre pecho y espalda la mitad de la paella dominical mientras bajaba al estanco a por tabaco y su hija no había llegado aún (estaba separado y le tocaba ese fin de semana). La otra mitad se la abrocharon sin problemas. No me extraña porque la chica, una adolescente de libro, le daba besos en el hocico después de sacarlo al parque. Un amigo suyo, al revés, se quejaba consternado, de que se habían ido un fin de semana al parador de La Granja y les había dejado en el patio a su pareja de chow chows un saco entero de pienso Royal Canin y un barreño de agua y que, por lo que parece, en cuanto se fueron se lo habían zampado de un tirón y habían reventado. Los perros caseros son especialmente sociables y soportan mal quedarse solos en los pisos. Ladran, lloran y aúllan sin freno. Si hablas con el dueño como mucho te pide disculpas y se marcha feliz a los toros sin más cargo de conciencia. Cuando fui presidente de la comunidad de propietarios, convencí a un vecino de la otra escalera, víctima de un terrier ruidoso, de que no comprara por internet un aparato de ultrasonidos ahuyentador de perros y anti-ladridos. Lo único que conseguiría es enloquecer más al animal y acabar a trompadas en la escalera. 

Tenían unos tíos, a los que visitábamos de vez en cuando, un lujoso chalé en la Sierra de Madrid. En la puerta de entrada lucía el típico cartel Cuidado con el perro. Deambulaba por la finca uno de raza indefinida, un peso medio cuya mayor virtud era no acercarse si no lo llamabas y aun así sólo cuando le convenía. Se llamaba Coco y sabía distinguir la palmada rutinaria del pelmazo de la caricia sincera del amigo. En los atardeceres estivales, después de un chapuzón en la piscina, el más agradable del día, mis tíos nos invitaban a compartir una merienda-cena a base de ensalada, embutidos, quesos, helado del pueblo y fruta. Para beber tinto de verano y clara con limón. Siempre les llevaba una botella de Rioja que guardaban en vez de abrirlo. El vino se estropea si no te lo bebes, les soltaba la indirecta, pero no se daban por aludidos. Una vez vi a mi tío echarle al perro unas cáscaras de melocotón que se comió en el acto. Me extrañó y se lo dije. ¿Le gustan las peladuras de la fruta? Ofrécele lo que te ha quedado de la raja de sandía, insistió. La dejé en el suelo, lo llamé y no dejó ni las pepitas. Luego las cáscaras de plátano. Pon en su comedero, dijo mi tía, los restos de la ensalada (lechuga, tomate, pepino, zanahorias, aceitunas, etc.). Le duraron un minuto. Es el único perro vegetariano que he conocido. Por supuesto, comía de todo, me aclaró mi tío. Era omnívoro como los osos, pero le chiflaba el verde. Pensé en el aviso de la entrada. ¿Pero vigila la parcela, les pregunté, cuando volvéis a Madrid? No, replicó. Ignora a los desconocidos. Además, se larga con frecuencia al viento de alguna hembra y vuelve famélico a los tres días. Tengo un eficaz sistema de alarma perimetral conectado al cuartel de la Guardia Civil. Se lo lleva el jardinero para que no salten los sensores de movimiento. Estoy convencido de que su afición a las frutas y verduras tiene que ver con el huerto de Julián; además no me gusta dejarlo encerrado. De hecho, nunca nos han robado.

Hay muchas clases de perros de trabajo: perros policía, como el Pastor Alemán entre otros; de compañía y ayuda emocional, como el Caniche Gigante; de búsqueda y rescate, como el San Bernardo; perros de detección de sustancias peligrosas o prohibidas, como el Rottweiler; los de pastoreo y protección, como el Mastín Español; los perros guía o lazarillos, que ayudan a las personas invidentes, como el Labrador Retriever. Dos anécdotas relacionadas con estos últimos. Un vecino amigo mío tenía un Labrador descartado por la ONCE. Se lo entregaron tras largas entrevistas y formularios. No servía porque se asustaba del ruido del metro y trataba de salir del vagón en todas las estaciones. Si oía en la calle un ruido fuerte (la sirena de una ambulancia, el acelerón de una motocicleta o los cláxones de un atasco) se paraba y se negaba a continuar hasta que cesaba, quizás como un gesto protector ante un peligro imaginario. Estaba, no obstante, medio entrenado. Se sentaba siempre al lado de su dueño y cada vez que este se ponía de pie, el perro también lo hacía; lo escoltaba sumiso por las habitaciones, siempre iba a su lado por el jardín o la calle. Poco a poco el condicionamiento cedió y al cabo de un año se comportaba normalmente.

De la segunda anécdota fui testigo. Ocurrió en el vestuario de la piscina de El Club de Campo Villa de Madrid. Me estaba poniendo el bañador cuando entró un entrenador de perros de la ONCE con un Labrador negro y mostró en el mostrador un montón de papeles. Le dijo al encargado del vestuario que parte del adiestramiento del perro consistía en adaptarlo a entornos especiales, como una piscina, y que por ley tenía derecho a entrar en cualquier espacio público y tal y cual. El encargado le dijo que si quería acceder al recinto necesitaba un permiso por escrito de la Secretaría del Club puesto que él no tenía competencia para autorizar la entrada de animales. El entrenador se puso farruco por lo legal. Tiró del arnés del perro y se metió por las bravas. Al cabo de media hora, tumbado en mi hamaca, lo vi de vuelta acompañado de dos policías nacionales. Una semana más tarde paseaba con el perro entre los bañistas que lo miraban con curiosidad.

Los perros de caza son una mezcla de perros caseros y de trabajo. Excluyo a las jaurías profesionales de caza menor o mayor. Otra historia. En aquel tiempo, Don Fidel Cardete era el director de la Biblioteca Municipal de Cuenca, profesor de latín y cazador empedernido de perdices y conejos. Salía al monte con mi padre muchos fines de semana. Tenía un pointer inglés, Roco, la niña de sus ojos y el vértice de la pirámide social. Un día se lo llevó al hortelano que se ocupaba de su hocino en una ladera de la Hoz del Huécar. Lleva unos días que no está bien el perro, no me come, está tristón, no sé qué le pasa… Eladio echó una mirada de reojo al pointer y le dijo a Don Fidel que lo atara al peral y volviera en un par de días. Y así lo hizo tras dos noches en vela. ¿Qué tal está mi campeón? preguntó sin saludar siquiera. Eladio lo miró sorprendido y sin decir palabra le tiró al perro dos tomates blandos que había separado. Al punto los devoró como una fiera. ¿Qué le has hecho? Preguntó amoscado el profesor. Nada, dijo Eladio, mientras encendía con su chisquero un pitillo de liar. Ahí está desde que te fuiste. Cuentas las crónicas que Don Fidel no supo si abrazar o estrangular al hortelano. 

Mi perro de trabajo preferido es el Mastín Español, defensor infatigable de la ganadería extensiva. Tuve oportunidad de conocerlos en una finca de los Montes de Toledo. Su dueño me hablo de sus virtudes largo y tendido. Pero esa es otra historia. Organizados en grupo son imbatibles. Amigable, valeroso, independiente y seguro de sí mismo, le he dedicado una de mis entradas preferidas: Lobos y mastines

Adenda.  Ahora están de moda los perros robots o cyberdogs, programados para la asistencia a personas mayores o discapacitados. Si les interesa el tema echen un vistazo al enlace. 

lunes, 4 de abril de 2022

El Centro Nacional de Arte y Cultura George Pompidou de París

Es comprensible que hace más de cuatro décadas ciertos sectores conservadores partidarios del rancio neoclasicismo napoleónico reaccionaran ante algo tan rompedor que para empezar no entendían. Hoy nadie discute su integración histórica en el entorno parisino y su potente originalidad. En su momento la torre Eiffel fue objeto de fuertes rechazos estéticos y hoy es sin duda una obra de arte universal. El Centro Pompidou sería exhibicionista, como dijeron sus detractores, si fuera pura exterioridad, es decir, construido desde fuera hacia dentro, lo cual hubiera sido un desastre. Pero, al revés, fue pensado desde la funcionalidad interna o distribución racional de los espacios hacia fuera a fin de lograr un equilibrio perfecto entre ambos conceptos. Por eso los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers ganaron el concurso. El edificio se inauguró en 1977. A mí me parece fascinante.

sábado, 2 de abril de 2022

Los perros y la ciudad

 

¡No se ven por las calles más que motos y perros! Me comentaba un taxista separados por una mampara de plástico. Me reí, pero no supe qué decir. La intuición subitánea (diría Ortega) me pareció un buen ejemplo de lo que se ha dado en llamar poesía de la vida cotidiana. Una variante de la música rapera. Me bajé en la estación de Madrid-Puerta de Atocha para coger el AVE. Durante el viaje tuve tiempo de recordar el lugar de los perros en mi vida. El primero del que apenas retengo una tira de comic fue una bolita de algodón con manchas negras que un amigo de mis padres nos dejó un fin de semana por un viaje inesperado. Se llamaba chuchina y era una perrita de dos meses que le gustaba la carne picada y te mordía con unos dientes que parecían agujas. Lloriqueaba por las noches en su rincón de trapos viejos y fue un alivio devolverla el lunes. Mis imágenes infantiles más tristes son las de un lacero acercándose sigiloso a un chucho vagabundo en Carretería, la calle principal de Cuenca, con la pértiga escondida en la espalda: lo atrapó con una habilidad pasmosa entre aullidos de terror; los demás esqueletos huyeron despavoridos mientras una camioneta metálica recogía al desdichado animal. Su destino era el horno crematorio de la perrera municipal. Muchos vecinos, hartos de verlos merodear por el barrio y escarbar en las bolsas de basura los despachaban dándoles morcillo, un trozo de carne de calceta envenenado (otro retazo de la memoria histórica). Una buena noticia: desde 2020 la República Popular China ha prohibido el consumo de carne de perro en todo el territorio nacional. Siempre me ha parecido, al margen de sus dudosas virtudes culinarias, que comer carne de perro o de caballo es como cenarte a un primo hermano. Y me viene a la cabeza la anécdota de aquella comadre serrana en los tiempos del hambre que tras preparar la paella del cumpleaños de su nieto les dijo a los invitados: el que quiera que coma y el que no lo deje. Gato es.           

Muchos años después, viudo mi padre, cazador de trocha mañanera y cartuchos de autor, siempre tuvo un epagneul breton tumbado en la alfombra de su cama. El segundo, Dino, le libró de una situación comprometida. En septiembre, durante las ferias y fiestas de San Julián recalaban en Cuenca gentes de toda suerte y condición. Mi padre vivía entonces solo y dormía en una habitación al final de la casa. Una noche, a las tres de la madrugada, el perro gruñó dos veces y se puso en pie. Alertó a mi padre de sueño ligero que oyó ruidos en la otra punta del pasillo en forma de ele. Cargó la escopeta que en esas fechas guardaba siempre en el armario y salió de su cuarto en pijama. Dos tipos mal encarados habían forzado la puerta y avanzaban sigilosos a la luz de una linterna. Mi padre les apuntó, inmóvil como en la muestra de la codorniz. Algo vieron en sus ojos que no les hizo gracia… Perdone, dijeron, nos hemos equivocado de piso y salieron al trote. ¿Qué habrías hecho, si no se hubieran largado?, le pregunté cuando me lo contó. Lo cierto es que se fueron, dijo; en la vida importa lo que pasa no lo que habría pasado… Dino se echaba la siesta a los pies de cualquier cama y si intentabas removerlo te gruñía con un colmillo fuera y cara de pocos amigos. Cuando comía tampoco estaba para bromas. En todas las demás situaciones era un perrhumano. Cuando volvías de comprar el periódico daba saltos y cabriolas hasta el techo. Si diez minutos después bajabas a recoger el correo, al abrir la puerta hacía lo mismo. El mundo se divide entre los que adoran a los perros, como mi padre que les hacía más caso que a nosotros, los que los detestan, como mi mujer que se cruza de acera cuando los ve, y los que creemos con Aristóteles que la virtud está en el justo medio.

Asocio mi niñez a las aventuras televisivas del pequeño cabo Rusty de la caballería de los Estados Unidos, y su perro Rin tin tin, un valiente pastor alemán. Frecuenté menos la serie Lassie, una inteligente perra collie, siempre metida en los enredos de una pandilla juvenil. En mi adolescencia admiré el instinto infalible de Colmillo blanco, la novela de Jack London, o el sobrecogedor Sabueso de los Baskerville, uno de los casos más siniestros de Sherlock Holmes.

Decía el filósofo cínico griego Diógenes de Sinope (y después muchos sabios misántropos): cuanto más conozco a la gente, más amo a mi perro. Tampoco conviene exagerar. Reconozco que no me gustan los perros enclaustrados en los pisos de ciudad. Nunca cedimos a las cartas perrunas de mis hijos a los Reyes Magos. Aunque sean uno más de la familia y reciban el cariño verdadero, lo cierto es los perros urbanitas sufren. Los niños se encaprichan de los encantadores cachorros y cuando crecen les toca a los padres sacarlos por el barrio a horas intempestivas. Después otra vez a la cárcel y a ladrar si se quedan solos. Muchas familias crueles e irresponsables los abandonan en medio de la nada y salen pitando en el coche. Mueren atropellados, de pena o sacrificados entre barrotes si no encuentran quien los adopte. Siempre he creído que los más felices son los perros callejeros de la España vaciada; son de todos y de nadie, siempre tienen un pajar donde dormir, unas sobras que comer y unos amigos libertarios con quien compartir las pulgas y copular. Además, se libran de los pinchazos, las placas, los collares y la castración. Y lo que es mejor, de las bolillas del pienso cotidiano que no se tragan ni untadas de tocino. Más recuerdos. Al bretón color ceniza le recetó el veterinario unas píldoras para el hígado. Si las disolvías en leche no se acercaba al plato a menos de cinco metros; si se las dabas envueltas en chóped, se comía el cebo y escupía la pastilla como un proyectil.    

Hay que reconocer que durante lo peor de la pandemia los perros han sido tratados como marqueses. Los vecinos que llenaban el buzón con notas de protesta por los ladridos nocturnos, el pis en el ascensor y los lengüetazos en el portal, ahora hacían cola en la puerta para pasear por el parque al mejor amigo del hombre. Memes y videos por WhatsApp. Es cierto que hay dueños cívicos que llevan su kit cuando sacan al perro: guantes desechables, bolsas de plástico, espráis jabonosos… Aun así, durante el confinamiento y muchos meses después las calles estaban sembradas de zurullos y restregones. Con todo, lo que peor llevo de los perros son los cuescos a bordo. Son atroces, y duran y duran. Al menos los cagarrones puedes esquivarlos. Hay que parar el coche, abrir puertas y ventanas y salir corriendo por el arcén. No es para tanto, dice el sufrido propietario de la criatura mientras sujeta al sorprendido ventoso. Lo malo es que quedan trescientos quilómetros.