viernes, 23 de septiembre de 2022

Vanitas

 

El adjetivo latino vanus significa vacío, vano, hueco. De este adjetivo proviene la palabra vanitas que significa vanidad, vana apariencia, fraude, jactancia o engreimiento.

Memento mori es una expresión latina que significa “recuerda que morirás”. Es sabido que el Senado Romano estableció la tradición de que un esclavo acompañara a un general o alto cargo durante su desfile triunfal por las vías de Roma para sostener una corona de laurel sobre su cabeza y susurrarle al oído su condición mortal y evitar así la tentación de la vanitas y sus consecuencias políticas o militares para la República.

Otra crítica a la vanitas, más de carácter personal que público, procede del cristianismo medieval. Son innumerables las representaciones pictóricas. Las más antiguas se remontan al memento mori representado en los muros de las iglesias románicas como alusión a la fugacidad de la vida, al valor de los valores espirituales frente a los mundanos y a la inevitabilidad de la muerte. Una concepción que el cristianismo tomó de la filosofía estoica y alude a la idea de que el ser humano debe tener presente su destino último como el principal horizonte de sentido. La iconografía es un desfile interminable de esqueletos, calaveras y guadañas.

Tanto los textos bíblicos como la doctrina católica le dan a la vanitas el nombre de soberbia. Para la Biblia es la forma más directa de apartarse del auténtico significado de la Palabra y de la renuncia al único Dios verdadero. El segundo mandamiento de la ley hebrea, No tomarás el nombre de Dios en vano, advierte sobre las falsas desviaciones de la religión hebraica (idolatría y politeísmo), los hábitos superficiales (apariencia e hipocresía) y los falsos juramentos (interés e inconstancia).

Para la tradición eclesiástica católica los siete pecados capitales son la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. Es famosa La Mesa de los pecados capitales, un óleo sobre tabla del Bosco expuesto en el Museo de El Prado. La Soberbia, el orgullo de estar por encima de los demás, de ser mirado y admirado, se personifica en una joven vanidosa con un ridículo tocado absorta en el reflejo del espejo sin darse cuenta de que lo sujetan los demonios.

Decía Tomás de Aquino, el teólogo católico por excelencia, que Un pecado o vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que, en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal. (…) Los pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada.

El paradigma por antonomasia del pecado de vanidad, la soberbia, lo constituye la rebelión del más bello y perfecto de los ángeles, Lucifer (literalmente portador de la luz), contra Dios al que intentó destronar para ser finalmente condenado a los abismos del infierno. Ahora bien, cuando se afirma que el demonio existe, que fue vencido, pero no extinto, se alude simbólicamente al imperio creciente de la vanitas en la sociedad actual: el narcisismo.

Narciso era hijo del dios-río Cefiso y de la ninfa Leiríope. Fue un muchacho de extraordinaria belleza, de quien el adivino ciego Tiresias vaticinó que viviría una larga y feliz vida si no llegaba nunca a contemplar el reflejo de su imagen. Narciso despertó el amor de muchos hombres y mujeres, pero, vanidoso e incapaz de amar, altanero y lleno de orgullo, nunca les correspondió. El comportamiento de Narciso acabó por atraer el castigo de los dioses. Y puesto que sus padres eran criaturas de los ríos, el joven vio finalmente su imagen en las aguas y se enamoró de sí mismo; desesperado al no poder alcanzar el objeto de su pasión permaneció junto al arroyo hasta consumirse de tristeza. Cuenta el mito que el río benévolo convirtió el cuerpo de Narciso en la flor multicolor que lleva su nombre.

El narcisismo actual varía según la vanitas de quien contempla su reflejo en el agua. Los ejemplos son incontables. El profesor erudito que habla para sí mismo y no para sus alumnos, el político que no piensa en su trabajo sino en promocionar su imagen a cualquier precio, el empresario que se atribuye en exclusiva el éxito de la balanza comercial sin contar con los expertos mal pagados que lo hicieron posible, el escritor que interpreta el mundo con una profundidad sospechosa, encubierta, un andamio visible que sirve para hablar de sí mismo y su presunto talento, el médico que pregona su valía y el demérito de sus colegas por la puesta en escena, el uniforme de sus ayudantes y los elevados honorarios de la consulta, el futbolista que se vanagloria de su juego incomparable y su lugar en la historia de los cromos, el periodista que insiste una y otra vez en la importancia de su profesión y sus niveles de audiencia, el famoso o la famosa que sueltan el rebuzno del año en los medios de comunicación para que sea objeto de comentarios millonarios, pues lo que importa es que se hable de uno aunque sea mal, el asistente a una conferencia sobre filosofía (por ejemplo) que pregunta no para informarse sobre algo que le interesa, sino para lucirse con su propia metaconferencia que abruma (y aburre) al respetable, entre otros al ponente…

Por no hablar de espejos menores, como el que se ve reflejado en su coche, en sus electrodomésticos, en su forma de vestir, en sus lecturas y conciertos, en su cuenta corriente, en sus hijos, en su lugar de veraneo o en sus viajes alrededor del mundo. O el negocio de la imagen en las revistas del corazón y las redes sociales. Se puede afirmar que las sombras vacilantes y recortadas que se proyectan ante los prisioneros encadenados en el mito platónico de la Caverna son en la sociedad actual imágenes narcisistas.

P.D Sería un buen ejercicio de reflexión, que obviamente desborda este artículo, analizar los elementos de la vanitas que se han mostrado en los funerales de la Reina Isabel II. Propongo algunos: los firmes valores de la familia real, el apoyo unánime del pueblo británico a la monarquía, la alta consideración social del nuevo Rey y su consorte, el patrimonio de la Casa Real, el inmenso entramado institucional de la Reina, desde los regimientos de la Guardia Real a los 1.2000 servidores de palacio, el fasto de la jerarquía eclesiástica anglicana, el gran imperio o la Mancomunidad de Naciones, la solidez nacional del Reino Unido (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte), el admirable (y formidable) despliegue ceremonial de las exequias, el firme futuro de los nuevos reyes, las excelentes relaciones entre los dirigentes de Inglaterra y la Unión Europea…

lunes, 12 de septiembre de 2022

El lenguaje inclusivo

 

El lenguaje inclusivo, una forma incorrecta pero intencional de forzar la gramática, descalificada por la Real Academia Española de la Lengua, tiene además un significado inconsciente inverso al que pretende potenciar. Alguien que crea en la plena igualdad del hombre y la mujer sin fantasmas en el sótano no debería usar expresiones tan disonantes como las que propongo a continuación. Por ejemplo, una profesora se dirige a la clase del siguiente modo: los alumnos y las alumnas deberán ponerse de acuerdo en la fecha del examen de Lengua y Literatura. Es una expresión redundante que trata de evitar con calzador que el término “alumnos” se asocie inevitablemente a “alumnos varones”. En realidad, las aulas acogen una cantidad similar de jóvenes de ambos sexos. A un profesional de la enseñanza le resulta imposible asociar la palabra “alumnos” a un aula sólo de varones; alguien debe tener interiorizado un cierto machismo inconsciente para enfatizar una y otra vez que en un aula hay alumnas y no aceptar sin más que un alumno puede ser de cualquier sexo. El objetivo del feminismo es mostrar que la igualdad entre hombres y mujeres es una obviedad, no algo que deba ser reforzado continuamente mediante el lenguaje inclusivo. Apliquen el mismo ejemplo a una convención de médicos, a un congreso de arquitectos o a una reunión de jueces o notarios. Profesiones de altura en las que abundan las mujeres. Además de incorrecto el femenino es cacofónico. En una votación para elegir a un cargo sindical sería chocante que el presidente de la mesa dijera: todos y todas deben identificarse antes de introducir la papeleta en la urna, etc. Por cierto, el absurdo término “todes” debería molestar especialmente a los que señala porque la palabra “todos” incluye a cualquier persona sin etiquetas de género.

El presidente del gobierno utiliza en sus intervenciones la muletilla inclusiva “ciudadanos y ciudadanas”. Obviamente es un guiño a sus socios de gobierno y un anzuelo electoral. Como si el término "ciudadanos" no incluyera por definición a las mujeres. El nombre del partido que apoya al gobierno es un despropósito. Unidas podemos sugiere literalmente que o bien no hay varones en ese partido o que tienen un papel secundario. Ciudadanos de segunda, ahora sí.

El lenguaje inclusivo revela el machismo latente de quienes no se acaban de creer que no tiene nada de insólito que haya mujeres entre los alumnos, los médicos, los arquitectos los jueces o los políticos; su uso sistemático a fin de visibilizar y empoderar a la mujer sugiere más bien la dificultad de asumir realmente (no basta con reconocer oficialmente) que las mujeres tienen las mismas capacidades que los hombres. No hace falta dar la matraca permanente. Parece que necesitan recordárselo a sí mismos en todo momento y que los demás lo tengamos siempre presente. Es como si dijéramos que un negro puede jugar igual que un blanco al fútbol. A nadie se le ocurre semejante perogrullada. 

martes, 6 de septiembre de 2022

El coronel Abengoa. El fin del mundo

 

Mi última conversación con el coronel Abengoa fue en el Café Gijón a petición suya. Hace mucho, me dijo, participé en una tertulia de cierto renombre en aquellas mesas del fondo; siento nostalgia de aquellas tardes en las que tuve el privilegio de escuchar a ilustres académicos, catedráticos purgados, críticos con voz propia, escritores famosos, algún Nobel de literatura. Pero ese no es el tema que nos trae aquí. Usted me recordó ayer por teléfono una frase que le llamó la atención durante nuestras charlas. Se la repetí: La especie humana apareció gracias a la técnica y será la técnica la que hará que desaparezcamos de la Tierra. Sí, asintió; pero quizás convenga comenzar desde el principio, como en las declaraciones oficiales del sospechoso en comisaría. Obviamente, como individuo, la muerte es el fin del mundo. Así pues, con la muerte el mundo no cambia, sino cesa, según la proposición de Wittgenstein. Le comenté al coronel que había dedicado un artículo aforístico al tema, Sentencias sobre la muerte. Bien, prosiguió, pero lo que nos trae aquí no es la desaparición del individuo sino la extinción de la especie. No hay que confundir el fin del mundo con el fin de la humanidad. Cuando se habla, por ejemplo, de los estragos irreversibles del cambio climático no anunciamos el fin de la Tierra sino de la raza humana. La expresión “nos estamos cargando el planeta” es meramente antropomórfica. La astrofísica predice que dentro de 5.500 millones de años el Sol se convertirá en una gigante roja (fase final de toda estrella) que se expandirá más allá de la órbita de la Tierra para incinerar nuestra patria y morada. Si antes no hemos sido arrasados por un meteorito de proporciones terminales.

La expresión fin del mundo se ha usado como una mezcla sincrónica del fin de la Tierra y del hombre. Es el tema favorito de las teorías proféticas, apocalípticas o conspiranoides. Las diez más famosas son el milenarismo, el número de la bestia, el diluvio germánico, el cometa Halley, la puerta del cielo, la alineación de los astros, el efecto 2000, el colisionador de Hadrones, el calendario Maya y el planeta X. Por no citar los delirios de Nostradamus, Rasputín, el Evangelio de San Juan o los Testigos de Jehová. Si le aburren los sudokus ahí tienen un pasatiempo de largo recorrido para el invierno. Pasemos página de lo que no interesa y centrémonos en el final de la especie, le sugerí al coronel.

Son dos las posibles causas tecnocientíficas de la elisión total del hombre sobre la Tierra, continuó: llamadas o no llamadas están presentes y el final es incierto. Es evidente que la primera es la fuga accidental de un laboratorio de biotecnología de un virus con una estructura genética capaz de mutar en variantes cada vez más malignas, contagiosas y resistentes. La segunda es la guerra. La mejor solución para ambas sería que la tecnología empate con la tecnología, como si se tratara de una partida de tres en raya donde no es posible un final ganador. ¿Es usted optimista, le espeté? Respecto a la primera lo soy con matices. En absoluto respecto a la segunda, contestó sin vacilar. Tenemos los lustros contados.

Recuerdo que en nuestra primera conversación usted afirmaba, coronel, que el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última instancia, al poder militarApuremos la lógica perversa de esta convicción, sugerí. Sería, por supuesto, arguyó, una confrontación directa entre los grandes bloques hegemónicos dotados de unos arsenales nucleares capaces de borrar treinta veces la vida del planeta. Estoy convencido que la tercera y definitiva guerra mundial comenzará en el ciberespacio. Creo que la frase es de Bill Gates o de algún gurú de Silicon Valley. En internet prenderá la mecha que apagará para siempre la música de Mozart. Por suerte también arderá el ángel oscuro del mal. Se dice que Einstein comentaba que no sabía con qué armas se lucharía en la tercera guerra mundial (por supuesto que lo sabía) pero sí en la cuarta: palos y mazas. Ni siquiera con eso. Las películas posnucleares del tipo Mad Max son una mera distopía semigore.

Y añadió: por el momento, los servicios de inteligencia se acechan, se atacan y contratacan con mayor o menor intensidad. El último embate conocido ha sido Pegasus, un sofisticado programa de software espía capaz de colarse por la aspiradora de tu casa (o de la del presidente de cualquier país). No obstante, hay un cierto status quo, aunque solo la superficie del mar está en relativa calma. Según las más acreditadas compañías de seguridad digital, los equipos de ciberdelincuentes se distribuyen del siguiente modo: un 49% son financiados por Estados y países (¡ojo al parche!), un 26% son activistas que pretenden influir en procesos sociopolíticos, un 20% se dedican exclusivamente a sacar el máximo beneficio mediante estafas o inversiones opacas y un 5% son terroristas. En mi opinión, el peligro de desencadenar una reacción en cadena irreversible e irreparable proviene de estos últimos. El problema surgirá, en no más de diez años, cuando la computación cuántica está operativa y los sistemas de seguridad actuales sean ineficaces. Cualquier fallo informático, accidental o intencional, cualquier agujero en los sectores estratégicos podrá ser aprovechado por esa minoría decidida a provocar el holocausto. El ataque equivalente a las Torres Gemelas será la detonación de un dispositivo termonuclear sucio en una gran ciudad oriental y otro en una occidental. Es probable que el antisemitismo que impulsó la Segunda Guerra Mundial también lo haga en la Tercera. La única solución efectiva sería el acuerdo de las grandes potencias para desarrollar conjuntamente unos algoritmos criptográficos postcuánticos capaces de adelantarse y resistir cualquier posibilidad de intrusión imparable. Es la gran posibilidad de una federación cosmopolita. Aquí no caben desacuerdos. O todos a una o adiós mundo cruel.

¿Cabe suponer, le pregunté, que las máquinas, la inteligencia artificial, la capacidad de autoaprendizaje de los robots controlen e incluso acaben con la humanidad? Lo niego sin fisuras, respondió. Ahora y siempre serán fantasías narrativas o cinematográficas. Lo mismo que la colonización de otros mundos. Miren las increíbles imágenes del Telescopio Espacial James Webb y piensen en el mítico tema del grupo Siniestro Total: Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible.