En otro lugar señalaba que es preciso separar la
ecología como ciencia del ecologismo como movimiento ideológico. Aquí
pretendo hacer una distinción similar. No hay que confundir el
reconocimiento ético y jurídico de la plena igualdad de género con el feminismo.
Lo primero está recogido en el articulado de La Convención
sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer,
un tratado internacional aprobado el 18 de diciembre de 1979 por
la Asamblea General de las Naciones Unidas, en vigor desde el 3 de
septiembre de 1981 y actualizado en sucesivas declaraciones. Lo segundo es una
ideología en el mejor sentido del término. Muchas de las tradicionales reivindicaciones feministas están
contempladas en estos acuerdos institucionales… pero no todas (por eso se renuevan
periódicamente). No es menos cierto que una cosa es la letra de los acuerdos y
otra su cumplimiento, como ocurre con la Declaración Universal de los
Derechos Humanos o la Constitución Española. Ahí desempeñan las
ideologías su legítima función crítica y transformadora.
Habría, por
tanto, que diferenciar a las mujeres que están a favor de la plena
igualdad de derechos y oportunidades, de las que se consideran propiamente
feministas. En realidad, habría que hablar del feminismo en plural, un
conjunto de posiciones ideológicas que tienen un núcleo común y un amplio
espectro de argumentos diferenciales. No es lo mismo el feminismo cristiano
que el movimiento Me Too.
Según un estudio realizado por The
Global Institute for Women’s Leadership del King’s College de Londres, en la que
participaron 18.800 mujeres de entre 16 y 64 años de 27 países sobre la igualdad
de género, a la pregunta Se considera feminista, solo el 32% respondieron afirmativamente. En Dinamarca, el país con
la mayor igualdad de género del mundo, una de cada cuatro mujeres se considera
feminista convencida, el 8% tiene una opinión favorable del movimiento #Metoo y
un 35% lo desaprueba expresamente. Resulta chocante que sus activistas, por
ejemplo, pongan de vuelta y media al sexismo, pero ellas se exhiban
semidesnudas en sus performances reivindicativas.
En principio, el
término feminismo abarca demasiado espacio semántico. La
mayoría de las mujeres defienden la plena igualdad de género, mientras el feminismo les suena a otra cosa. Por eso en cuando se intenta implicar seriamente a la
mujer con su significado estricto, a identificarse con sus rasgos contraculturales,
a interiorizar su lenguaje privado, comienzan los recelos, la desconfianza, las
dudas y el desapego. Además, todas las variantes del feminismo están
asociadas a las principales ideologías políticas: conservador, liberal,
socialista y radical. Y es bien sabida la creciente desafección hacia la clase
política y sus incompetencias.
Nos vamos a ocupar
aquí de lo que consideramos excesos de ciertas versiones en auge. Por
ejemplo, el llamado feminismo radical que llega a considerar al hombre
el culpable ontológico del mal en el mundo. Insiste en expresiones androfóbicas
que culpabilizan a todos los varones por el hecho de serlo. La historia del
hombre es la historia de la opresión de la mujer. Las convierten en víctimas de una cultura global de la violación y la
violencia machista, algo inherente a las hormonas masculinas. Las feministas radicales
tratan fatal a los hombres. Son manada o criminales en potencia. En los casos
más templados los desprecian. Se olvidan de pronto del motivo central de la
ideología, la lucha por la plena igualdad de género, y la sustituyen por estereotipos
de la discriminación y el enfrentamiento. Gran parte de la retórica feminista actual ha cruzado la
línea que separa las críticas al sexismo de las críticas a los hombres en
general. Según esta visión, los hombres forman parte de una raza
injustamente privilegiada, especialmente si además son blancos y
heterosexuales. Se ha dicho: el hombre abusa por el solo hecho de tener pene.
Muchas feministas prácticamente equiparan la penetración con la violación. Un psicoanalista
se frotaría las manos ante esta versión desmadrada del complejo de castración
en la mujer. Primera
derivación del feminismo extremo: puesto que vivimos en una sociedad
falocrática se impone una defensa a ultranza de los colectivos de gays y lesbianas, bisexuales,
intersexuales, travestis, transexuales y binarios. Segunda derivación: puesto
que vivimos en una cultura monogámica se impone una defensa cerrada del
poliamor. Nada nuevo: el poliamor, un asunto feminista según la filósofa Carrie
Jenkins, era frecuente entre nuestros antepasados neandertales del Pleistoceno;
también el incesto, una de las razones genéticas de su decadencia; o el cruce
sexual con otra especie de homínidos, los cromañones, o sea nosotros, e incluso
la zoofilia ritual con fines propiciatorios. ¡Alguien da más! Sí, además
practicaban el canibalismo en épocas de penuria. ¡Solo falta fijar la fecha del día del orgullo neandertal!
El feminismo radical
afirma “que no nacemos con ninguna predisposición biológica y que todo se
reduce a la influencia de la cultura”. Es evidente que hay diferencias
biológicas entre el hombre y la mujer, pero la mayoría son a favor de ella. Lo
que resulta cuestionable, según los expertos en pediatría y psicología
infantil, es el normal desarrollo evolutivo (personal, intelectual y emocional)
de un niño con dos padres o dos madres en parejas homosexuales. Queda abierto el debate.
También se
refieren las radicales a la desigualdad de trato y contrato de la mujer en
ciertos deportes, como el golf, el tenis o el fútbol. Es cierto, pero el
deporte de elite es simplemente un mercado más. En este caso, la supremacía
masculina la fija la demanda y no el género. Tampoco se sostiene una noción
agresiva del empoderamiento profesional: es falsa la sistemática discriminación
de la mujer en el trabajo. En general, el acceso de la mujer a la formación superior,
a los sectores laborales, a los puestos de mayor responsabilidad, a la
producción de valor económico es cada vez mayor y equiparable al hombre.
Otro asunto turbio. En mi opinión carece de sentido el lenguaje inclusivo
que utiliza el feminismo radical. La Real Academia Española (RAE) ha expresado su rechazo ante el
uso de palabras aceptadas en el lenguaje inclusivo o no sexista.
Santiago Muñoz Machado, director de la RAE, dijo en una entrevista con EL
PAÍS Semanal que el desdoblamiento gramatical del lenguaje
inclusivo altera la economía del idioma. Decir, Ellos,
ellas y elles o Soldados y soldadas son simplemente ejemplos del
rebuzno nacional.
Otro escenario de la batalla son los llamados micromachismos, o
sea, las sutiles e imperceptibles
maniobras y estrategias de ejercicio del poder de dominio masculino en lo
cotidiano, que atentan en diversos grados contra la autonomía femenina. La mayoría de los micromachismos son
simplemente actitudes machistas explícitas o costumbres inocuas en vías de
extinción. Busquen ejemplos y lo comprobarán. Por cierto, toda crítica
al feminismo radical recoge sólo la indignación, nunca la réplica.