Planeaba
dedicar unas líneas a esa vaga figura de la conciencia colectiva que representa
el intelectual. Durante mis paseos matinales bastón en ristre, más
obligatorios que placenteros, me había hecho un mapa mental de algunas piezas
del rompecabezas. Poca cosa. De pronto, al pasar por la antigua casa de don
Ramón Menéndez Pidal, hoy Fundación, en la calle que lleva su nombre, tuve
la intuición repentina de que los intelectuales, la intelligentsia, la élite cultural, la
aristocracia del saber que debiera servir de faro al hombre-masa (otra vaga
figura de la conciencia) es algo que pertenece más al siglo XX que al actual.
El término acuñado en Francia durante el
llamado “affaire Dreyfus” (finales del siglo XIX), que dividió a la
sociedad francesa, fue inicialmente un calificativo peyorativo que
los anti-dreyfusistas (Maurice Barrès o Ferdinand Brunetière) utilizaban
despectivamente para designar al conjunto de personajes de la ciencia, el arte
y la cultura (Émile Zola, Octave Mirbeau, o Anatole France) que
apoyaban la inocencia y liberación del capitán judío Alfred
Dreyfus acusado injustamente de traición.
Recordé que el breve ensayo de Noam Chomsky La responsabilidad de los intelectuales fue escrito en 1967. Hoy, el término se ha quedado anticuado. Carece de concepto que lo subsuma. Muchos consideran a Sartre, muerto en 1980, el último intelectual comprometido. No obstante, el propio Sartre sentenció que L'intellectuel est quelqu'un qui se mêle de ce qui ne le regarde pas (El intelectual es alguien que se involucra en lo que no le concierne). Por no entrar más a fondo en lo que se entiende por compromiso. El escritor Louis-Ferdinand Céline estaba comprometido con el fascismo y el antisemitismo. Cualquier definición es tan amplia e imprecisa que podría incluir a cualquiera que pronunciase con cierta convicción la frase Pienso, luego existo. El intelectual es un personaje demodé, fuera de los circuitos sociales y, en resumen, una especie en vías de extinción. No tardará mucho en que la gente guapa se disfrace de intelectual para sus fiestas privadas. ¿Quién es propiamente un intelectual? ¿Un pintor conocido, un director de cine, un escritor de novelas, un lector empedernido, un analista de moda? Hace unos años visitaba asiduamente la Biblioteca Nacional. Allí vislumbré los fantasmas de los intelectuales jubilados que sobrevolaban el Salón General de Lectura: profesores universitarios, catedráticos eméritos, autoridades académicas, directores de museos, investigadores de las artes y las letras que dedicaban las mañanas a huronear en libros polvorientos que dejaron en el camino cuando estaban activos. Desactivados por la edad y las circunstancias, dos formas de llamar al tiempo, publican como mucho algún artículo ecléctico cargado de buenas razones que no interesan a nadie. El periodismo de investigación, el tertuliano demóstenes y el torbellino de información han devorado a los intelectuales. También los políticos con su pensamiento eclesiástico. Una ideología de partido es lo más parecido a un sistema teológico acabado y completo. Cualquier cuestión disputada debe ser ensamblada a martillazos en los engranajes teóricos de un complejo sin ventanas. Los políticos han conseguido la inmunidad de rebaño dentro y fuera del partido. Hace tiempo en la mesa de una boda mi compañero de lugar, ferviente defensor de la derecha renacida, tras despotricar largo y tendido sobre los males de la patria, me preguntó, ante mi silencio educado, qué opinaba de la situación del país: no sabría qué decirte, le contesté con diplomacia vaticana (temo los excesos verbales del in vino veritas); sólo respondo a cuestiones puntuales y no siempre. ¿Y qué opinas del sanchismo, contratacó amoscado? Pienso, resolví, demasiadas cosas para hablarlas delante de un solomillo que corre el riesgo de enfriarse; quizás más tarde; te ruego que me disculpes. Mi única definición de un intelectual es la de aquel que piensa puntualmente con su propia cabeza. Por eso, me gustan los desplantes dialécticos de Pérez-Reverte: nunca se puede adivinar lo que va a decir. Ahora lo que se lleva son los artículos válidos por un día, las broncas-pesebre sobre los entuertos del contrario o las frases rencorosas entre famosos. Con honrosas excepciones, el ensayo bien escrito con fondo y forma ha claudicado ante el barullo sectario, el escribir como se habla en la telebasura y, en general, el rebuzno nacional. Odio términos, expresiones y usos como relato, visibilizar, mantra, poner en valor (un galicismo horrible), protocolo, en definitiva, abrir el melón, empoderar, el lenguaje inclusivo...
Días más tarde, desanimado aún por el pesimismo de
mi scriptus interruptus, otra certeza vino a consolarme. Paseaba
por la espléndida Plaza de Daoíz y Velarde cuando me asaltó subitánea (diría
Ortega) la figura del héroe, uno de los personajes más arcaicos que
recorre los confines de la historia. Inversamente al intelectual (un neonato),
el héroe, surgido de la noche de los tiempos, se ha vuelto actual durante la
pandemia que se esconde cuando amaina.
Según
el psicoanalista Carl Gustav Jung, el intelectual (el sabio) y el héroe son dos
arquetipos primordiales que conforman el inconsciente colectivo de todas las
culturas. El sabio representa la luz del que usa el intelecto para iluminar las
sombras de la ignorancia y cuyo camino es el conocimiento que sirve de
orientación en los cruces de caminos. El héroe es el protagonista del mito que confía en sí
mismo, en sus cualidades únicas y en su superioridad moral; es valiente y
está decidido a mostrar sus capacidades tanto a los demás como
a sí mismo. El héroe exhibe su coraje y determinación a costa de un gran sacrificio, que incluso
le provoca dolor y pérdida; encarna los valores más elevados de la
sociedad, ya que es el elegido para encontrar tanto el orden como la justicia
en el caos y la desesperación. Mientras que para el intelectual el
principio es la palabra, para el héroe es la acción. El intelectual habla, del héroe se habla.
“Héroe”
es un también un término polisémico, cargado de sentidos. Según el Diccionario
etimológico de la lengua castellana del filólogo catalán Joan
Coromines, máxima autoridad sobre el tema, procede del griego héros,
que retoma el latín tardío. Significa originalmente “semidiós”, “jefe militar
épico”. Los héroes son la referencia obligada de la mitología y la literatura
grecolatina. Una constelación de valores demasiado lejanos en el tiempo. El Nuevo diccionario latino-español etimológico de
Raimundo de Miguel, otro clásico, añade el significado de “varón ilustre digno
por sus hazañas de memoria y fama inmortal”. Suena a personaje de abolengo con
barba y medallas enmarcado en una venerable galería de cuadros de alguna
institución civil o militar. El Diccionario de la Real Academia
Española recoge los anteriores significados y añade en la primera
entrada uno nuevo: “Persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de
una causa noble”.
Mientras
los héroes de un pasado legendario apuntalaban con sus armas o ensalzaban con
sus hazañas el orden establecido, el héroe actual es una figura que se enfrenta
a las adversidades y desafueros del sistema. Héroes hay muchos, incluso los que
no lo saben (los padres que han tenido que encerrarse con sus hijos menores en
cien metros cuadrados), pero los pandémicos por excelencia son los médicos y
sanitarios, las unidades militares de emergencia y las fuerzas y cuerpos de
seguridad del Estado (sin olvidarme de los bomberos), los teleprofesores,
especialmente los maestros, los encargados del trasporte público y los miembros
de la comunidad científica. En cierto modo, todos hemos sido héroes y como
tales hemos pagado un alto precio.