Si hay en este país una institución que funciona es la Biblioteca Nacional de España. Merece premios en varias exposiciones, como los naipes de Heraclio Fournier. Necesitaría muchas páginas para expresar mi admiración y agradecimiento a esta gran casa. Visito la sala general de la Biblioteca Nacional de España desde mis tiempos de estudiante universitario. Durante la carrera frecuenté la BNE para redactar mi tesis de licenciatura. También su hemeroteca para consultar la prensa del siglo XIX. Hoy todo está digitalizado. También iba a estudiar en época de exámenes y a sacar libros prestados (entonces aún se podía). Unas de mis pesadillas recurrentes es que descubro en un cajón olvidado de una casa en la que hace mucho que no vivo un libro de la Biblioteca que debería haber devuelto hace años.
Desde hace cinco voy un día a la semana a leer los Episodios nacionales de Galdós. He compartido mesa y conversación con una multitud de amigos. Muchas entradas de mi blog han nacido en los pupitres de la sala general. Hoy me he quedado en blanco. Ni una mala ocurrencia que llevarme a la boca. De pronto me he acordado del genial chiste de Mingote en el que se ve el cuadro de las Meninas trucado, con los personajes, incluido el perro, entrando en tropel por la puerta del fondo. Velázquez, ensimismado, ajeno a lo que pasa a sus espaldas, con el pincel y la paleta en las manos, mira el bastidor y susurra en voz baja: ¡Hay días en que no se le ocurre a uno nada!
¿Por qué no escribir sobre lo que veo desde el pupitre 287, mi preferido? Con La Colmena de Cela delante me dispongo a divagar sobre los jubilados que pueblan a diario la sala general. Se aprietan en las filas del fondo sur donde no se permiten ordenadores. Es ley de vida y una gozada. No se oye el tecleo de cien dedos a la vez, ni los pitos y flautas de los avisos de Windows. Como mucho suena de vez en cuando un móvil con música de los ochenta.
Lo primero que me llama la atención es que algunos vienen a algo más que a leer. A mediodía llega una pareja, Esteban y Luis B. Se toman su tiempo, colocan en el pupitre las plumas, las carpetas y las gafas, se acercan al mostrador a por el cajetín de pedidos… y se van. Dos horas más tarde vuelven. Recogen sus cosas entre risas y a casita que llueve. Intrigado, un día decidí seguirlos. El caso de los alegres jubilados. El secreto era la cafetería. Todo de marca, trago largo y a buen precio. Un par de lingotazos y a otra cosa. Por cierto, el menú del día es bueno, bonito y barato. Otros lectores desparecen para darse una vuelta por las salas de exposiciones o por la librería de la planta baja. Puedes encontrar ofertas sorprendentes del servicio de publicaciones de la propia biblioteca. También resulta agradable sentarse al sol otoñal en los bancos de la calle. Sergio es un habitual con el que charlo a menudo en la escalinata de la puerta principal bajo las imponentes estatuas de San Isidoro y Alfonso X el Sabio. Viene todos los días de lunes a viernes. Vive cerca y se encuentra a sus anchas envuelto en mamotretos. Entra y sale cada media hora. Es imposible clasificar sus lecturas. Van desde la Ciencia de la Lógica de Hegel, hasta Como apostar en las carreras de caballos, pasando por un tomo sobre Mariposas del mundo. Todo en el mismo día; mañana más.
Lo contrario de la pareja de alegres bebedores es un señor de edad avanzada, cabello blanco, largo por detrás, patillas en hacha, con pinta de sabio despistado, que trabaja sin levantar la vista de un estudio interminable sobre la Lozana andaluza. Ramiro lleva años con su particular torre de Babel. ¿Por qué ese empeño en una obra tan breve? le pregunté en una ocasión. Hay que llevar las cosas hasta el final. Al cabo de un tiempo descubres que todo se relaciona con todo, respondió.
He conocido a Roque, un jubilado de casi ochenta años que trabaja sobre la Desamortización de Mendizábal en Guadalajara. Está siempre rodeado de legajos y carpetas viejas. Solo se levanta para ir a la sala de reprografía y volver con otro montón de papeles. Se deja la mitad de la pensión en fotocopias. ¿Por qué te interesa tanto el asunto? le dije un día. Porque mi hija vive en Guadalajara, su marido es de allí. En uno de mis viajes, su abuelo me hablo del tema y me pareció apasionante. No se puede entender la España actual sin la desamortización porque... (en este punto emprendo la retirada). Otros jubilados de larga duración se inclinan por los entresijos de la Guerra Civil Española. Quieren averiguar lo que realmente pasó, sin prejuicios ideológicos ni visiones sectarias, por más que la cosa sea evidente. Cuando se cansan de tanta objetividad se dedican a las biografías de Carrillo, Suárez o Juan Carlos I.
Los prejubilados prefieren continuar con los temas de su carrera o trabajo. Es una forma de asumir el cambio de rol y resocializarse sin traumas, de someterse a una especie de cámara de descomprensión mental. Son especialmente pertinaces los que fueron abogados. Les chiflan los tomos de derecho natural o legislación comparada. Toman notas con su vieja Parker a una velocidad de vértigo. ¿Qué harán con ellas? Si tienen algún retoño abogado, lo compadezco. Un conocido del barrio, veterano notario, Don Porfirio, se dedica a revisar las actas de la Inquisición de Toledo. Según él, los juicios eran desde un punto de vista jurídico un modelo de garantías procesales. Puede ser, lo cierto es que la sentencia estaba vista y el reo despachado antes de empezar. Marcial repule la letra de ciertos artículos de la Constitución Española, algo ambiguos, según él. Durante un tiempo (luego dejó de venir) coincidí con Álvaro, un ingeniero industrial que había tenido un cargo directivo en Fenosa. Durante media hora consultaba tratados de electricidad repletos de fórmulas matemáticas. Después se marchaba. Cuando le pregunté si le compensaba venir para estar sólo un rato, me dijo: No me voy. Subo a la hemeroteca para leer tranquilamente la prensa deportiva y las revistas de informática. ¡Hay que estar al día!
Una señora mayor de edad indefinida -luego me enteré que era profesora de latín y monja teresiana- se sentaba habitualmente en la mesa de la sala donde están los libros de religión y teología. Siempre estaba enfrascada en tratados diversos (San Agustín, la mística renacentista o los teólogos luteranos de moda). No investigaba nada concreto salvo sus propias convicciones. Tras ganarme su confianza con charlas sobre asuntos morales, un día le comenté de pasada: Todos estos estudios, tantas obras, tantas páginas, tantas vidas dedicadas a la causa infinita… ¿Y si resulta que Dios no existe, como afirma Stephen Hawking? La contestación fue fulminante: En tal caso Dios existirá siempre en estos libros y en nuestros corazones porque el ser humano necesita su presencia aunque no lo reconozca.
Puedes identificar a los humanistas grecolatinos, como Cosme y Pantaleón, por su traje y corbata, calvos con guedejas y edad indefinida. Los ves ir y venir a consultar los textos de los clásicos. Algunos siguen en la brecha colaborando con editoriales y cursos. Son impenetrables como el en sí sartriano. Sólo hablan con los extraños de filología y de muy mala gana.
Otros jubilados pasan la mañana en la sala de ordenadores. La señora los despacha a las nueve hasta la hora de comer. Se trabajan la prensa, Facebook, YouTube o navegan a la deriva (incluso por aguas procelosas, como los casinos, apuestas o páginas eróticas); los he visto jugar al ajedrez en línea. Alfonso se dedica a investigar en Internet todo lo relativo a ofertas de trabajo para sus hijos y nietos. Jaime es una autoridad en el Boletín Oficial del Estado (desde 2006 no se edita en papel). Vivimos tiempos difíciles. No me atrevo a preguntarles cuantos dependen de su pensión.
Estoy convencido de que algunos se van a la zona de estudiantes y escriben sus memorias en un portátil porque es más llevadero rescatar los recuerdos con un programa que con lápiz y papel. En el fondo, todos los jubilados los renuevan con sus hábitos de lector. Descubren su vida mediante las obras que eligen. Como afirmó Mallarmé: Todo en el mundo existe para terminar en un libro.