domingo, 16 de abril de 2017

Fotomanía


El torbellino fotográfico (también de videos) que se desata en los viajes organizados es un clásico de las tournées del tipo conozca París, Londres y Berlín en siete días. Al final, es tan inabarcable la cantidad de estímulos a los que se expone el sufrido viajero que si no hace montones de fotografías no recuerda los lugares que ha visto; a veces, ni siquiera ubica tales rincones o monumentos en una ciudad determinada. Tiene tal empanada mental que no sabe dónde ha estado. Por ejemplo, algunos recorridos por las grandes ciudades se hacen en autocar para poner la chincheta al mayor número de sitios en el menor tiempo. La cabeza del turista recuerda a la del espectador de un partido de tenis, fiu, fiu a izquierda y derecha, mientras la azafata se limita a citar una retahíla de nombres famosos y poco más… Al volver a casa exhausto, las fotografías le permiten hacer al menos una reconstrucción virtual del tumulto de experiencias que lo envolvió hace una semana (pero no vivió) y que por un efecto universal de la memoria a medio plazo se ha convertido en un mes.
Otra de las causas de que las cámaras echen humo es la complejidad artística de muchos de los monumentos y la saturación de explicaciones; el turista simplemente se aburre y la única forma de sobrevivir es desconectar o hacerles fotos. Hay gente que prefiere disfrutar de una obra de arte a través del objetivo de la cámara. Todos lo hemos vivido en la Capilla Sixtina. En realidad, esta forma aberrante de consumo estético se ha convertido en un fenómeno colectivo, en una tendencia de la psicología de masas que posiblemente forma parte del culto al smartphone. La primera recomendación de la azafata del grupo debería ser “olvídense del móvil, hablen entre ustedes de lo que les apetezca”. Por ejemplo de fútbol, comida o ropa. Cualquier cosa es preferible al raca-raca de la cámara y en general del trasto.
Por otra parte, la fotomanía tiene otras funciones al volver del viaje: dar la paliza a los amigos en agotadoras veladas después de invitarlos a cenar: es una celada previsible, aplazable pero antes o después imposible de evitar. O enviar inacabables WhatsApps a todo el mundo: puedes borrarlos según llegan, pero a corto o medio plazo tendrás que rendir cuentas y pasar el examen. O hacer gala del conocido narcisismo vacacional en la oficina con la Tablet: estampida general, los subordinados lo soportan por educación (los jefes simplemente cierran la puerta con siete llaves); por fin, convertir la clasificación de cientos de fotografías en el ordenador en un fin en sí mismo, un efecto similar a bajarse incontables películas, libros digitales o archivos sonoros.

domingo, 2 de abril de 2017

Big Data


Junto a términos y expresiones actuales de moda que ocupan un lugar privilegiado en los medios, las redes, la calle, la casa, como “populismo”, “posverdad”, el horrible galicismo “poner en valor”, “postureo” o “posicionamiento”, hay otro que empieza a ascender con fuerza en la escala social: me refiero al término “big data”.
Sin entrar en grandes detalles –es un mundo impenetrable-, el término se refiere a la acumulación de datos masivos como resultado de la utilización de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. Estas galaxias digitales que se acumulan en las bases de datos de sectores públicos o privados proceden de innumerables fuentes y tienen diversos usos. Los podemos clasificar en diversas categorías:
Personales: llamadas telefónicas, e-mails, WhatsApp, comentarios en las redes sociales, entradas de blog o simplemente los rastros de nuestra navegación por internet.
Transaccionales: resultado de nuestras operaciones bancarias, rutinas comerciales (consumadas o no), compra de bases de datos por empresas de todo tipo, por ejemplo operadoras telefónicas o seguros privados, consultas reiteradas a sitios web, etc.
Demográficas: basadas en el sondeo direccional de los gustos y preferencias de una población desde parámetros como el sexo, la edad, la ciudad o el país.
Tecnocientíficas: generadas por la constante renovación de los aparatos dotados de sensores físicos o químicos, geográficos, térmicos o biométricos.
Intrusivas: relativas al seguimiento de la actividad de la vida privada de los individuos –incluso la de altos cargos de la administración de otros países- destinadas, en principio, a garantizar la seguridad interior y exterior, la defensa frente a enemigos potenciales y los intereses nacionales.
Esto supone que un ejército de potentes máquinas, robots de búsqueda, sofisticados programas de análisis y cualificados especialistas se dedican a dar orden, significado y finalidad a los big data. Su utilización primaria parece clara: la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado, el espionaje industrial y militar, la obtención de información privilegiada en sectores sensibles como la investigación, la planificación estratégica de las entidades financieras o industriales, la construcción de proyectos de marketing y distribución de la publicidad o la previsión de los objetivos políticos de las cúpulas dirigentes a nivel nacional e internacional… Dicho con otras palabras, los big data son una cuestión esencial para el desarrollo y la supervivencia del sistema. Al final, todo es capitalismo. Variantes ideológicas del capitalismo hay muchas; es economía política en función de tales variantes (desde la socialdemocracia de izquierdas hasta los populismos conservadores de extrema derecha), pero lo cierto es que no tenemos otro modelo alternativo y las propuestas antisistema cuando tocan poder juegan al mismo juego (entre ruidosas protestas, eso sí). Esto suena políticamente incorrecto pero es lo que hay.     
La pregunta es cuál es la repercusión que tiene el uso de los big data en el ciudadano medio. Es decir en el 99,9% de los individuos del ancho mundo. Me considero ciudadano europeo de a pie y mis respuestas por categorías a las repercusiones negativas que tienen en mí los big data serían las siguientes:   
En cuanto a la personal, lo que digo por teléfono, guasapeo, mis comentarios en Facebook mis entradas en el blog y mis búsquedas en Google me parece que son inocuas. Por eso no me crean ninguna molestia: a veces me llega propaganda de hoteles, restaurantes, vuelos, ropa u otros sitios que frecuento en la red; si no me interesa que sigan llegando borro mi historial de navegación en el buscador y se acabó.
La transaccional, la relativa a mis operaciones bancarias, a lo más que ha dado lugar es a llamadas de amables señoritas para informarme de las excelencias de sus productos, supongo que para colocármelos porque antes de que terminen les he dicho amablemente hola y adiós. A una operadora de telecomunicaciones que me llamó tres veces en una semana a la hora de la siesta, le dije que no se molestara más porque no tenía teléfono (lo cual no le impidió seguir con su rollo por lo que la colgué con un afable hasta luego Lucas). Otras veces digo con voz estresada que estoy reunido por las mañanas (o por las tardes) y no puedo atender a nadie en esos horarios de trabajo.
De la demográfica solo me entero (y lo considero muy positivo) cuando quiero saber el tiempo que va a hacer o los niveles de contaminación atmosférica. También cómo está el tráfico, mi curva de peso o los quilómetros que he andado esta semana. Por lo demás mis gustos y preferencias son tan erráticos y de tan amplio espectro que dudo que resulten operativos a la hora de clasificarlos en patrones de big data. O sea, inservibles.
En cuanto a las intrusivas, a no ser que alguien tenga interés por enfocar el satélite a la frutería donde compro mis judías verdes favoritas, siga por GPS mis hábitos evacuatorios o anote mi recorrido al gimnasio un par de veces por semana soy más inocente que un corderillo lechal triscando en la pradera.