lunes, 7 de octubre de 2024

Teorías pragmáticas de la verdad 1. Marx

 

Artículo publicado en mi página web de Historia de la Filosofía

Artículo publicado en la red social Linkedln dirigido a seguidores de Historia de la Filosofía

A lo largo de la historia de la filosofía se han expuesto diversas teorías de la verdad: correspondencia, verificación, desvelamiento, proceso, perspectiva, intuición, comprensión, consenso, realización práctica. Esta última es la denominada teoría pragmática de la verdad; analizaremos tres: el marxismo, el utilitarismo y la posverdad.

Marx sostiene que el hombre es ante todo un ser práctico y la praxis, es decir, el trabajo o la producción material, su principal actividad. La actividad productiva es el fundamento objetivo del conocimiento y la condición misma del hombre; es más, la ciencia o la filosofía no existen ni puede ser entendidas como algo abstracto sino como saberes de control y dominio. Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach XI).

Marx atribuyó la primacía errónea del hombre teórico sobre el práctico en la filosofía clásica a la omisión del trabajo como principal categoría antropológica y a una visión equivocada de la historia. No existe, según Marx, una naturaleza humana universal. El hombre es un ser cuya naturaleza consiste en las relaciones sociales y económicas que contrae a lo largo de la historia: el esclavo griego, el siervo feudal, el artesano de los gremios de las primeras urbes, el proletario de las fábricas de la revolución industrial no tienen nada esencial en común... Asimismo, la historia no puede ser interpretada como una sucesión de fechas, hechos y protagonistas (positivismo), ni la acción imaginaria de unos sujetos imaginarios, una especie de gigantomaquia de los conceptos (idealismo), sino como el desarrollo y superación necesaria de los modos históricos de producción (idea extrapolada del finalismo racionalista o teleología de la historia de Hegel).

En las primeras civilizaciones, Asiria, Mesopotamia, Egipto, Persia, y en la antigüedad grecorromana el trabajo se tenía por una actividad propia de esclavos; en la sociedad feudal como una ocupación propia de siervos y en el capitalismo inicial del siglo XIII, en el ocaso de la Edad Media, como un quehacer característico de los estamentos inferiores. Por el contrario, la actividad contemplativa o teórica era una ocupación elevada propia de las clases superiores y de los hombres libres... La dialéctica del amo y el esclavo como figura de la autoconciencia en la Fenomenología del espíritu de Hegel fue decisiva en esta revolución historicista y economicista del pensamiento de Marx. La evolución de los momentos y figuras del espíritu en el sistema hegeliano se invierte en Marx en la superación de los modos históricos de producción. La conclusión de la historia en Hegel, el espíritu absoluto, se convierte en Marx en el paraíso socialista puesto que la contradicción entre las fuerzas productivas (clase obrera y ley de la miseria creciente) y el modo de producción capitalista conducirá inevitablemente al estadio final de la auténtica sociedad humana.

Por tanto, el problema de la verdad encuentra su solución definitiva en la praxis. No es posible resolverlo mediante disquisiciones abstractas, sino en la práctica social. El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico sino práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. La discusión sobre la realidad o irrealidad del pensamiento aislado de la práctica es un problema puramente escolástico. (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach II). En la praxis, en la producción de bienes mediante la transformación de la naturaleza y de las condiciones materiales de la existencia, quedan resueltos los desafíos teóricos de la ciencia y la filosofía además de superados los enredos contemplativos de la metafísica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica. (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach VIII).

También la realización ética del hombre depende de la praxis. Mediante la praxis se establecen las condiciones del trabajo, de la producción material de la vida colectiva de la que depende la felicidad o el infortunio del individuo. Momento en el que Marx pasa del concepto de praxis al de alienación, puesto que las relaciones sociales y económicas que los hombres contraen en un determinado estadio de la historia pueden resultar reificadas o desrealizadoras. El concepto de alienación (y el de conciencia infeliz) también proceden de Hegel. Alienación significa escisión, extrañamiento en lo otro, exteriorización del sujeto o enajenación como perdida de la propia vida. En todas las formas de alienación (económica, política, religiosa, ideológica, social), el hombre como existencia (autoconciencia en Hegel) deja de ser sujeto de sus propios actos, que ya no le pertenecen ni le hacen feliz, para ser controlado por fuerzas externas ante las que se siente extraño a sí mismo. La principal forma de alienación, además del origen de las demás, es la económica: en ella el sujeto se contrapone a las leyes generales de la economía capitalista, las cuales actúan frente a él como fuerzas superiores e incontrolables, con unas leyes propias que desposeen a la praxis de su dimensión ética, creadora, consciente y realizadora de la vida humana.

En el posfacio a la segunda edición alemana de El capital Marx define su método como dialéctico. Al hacerlo, reconoce explícitamente a Hegel como el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Pero, a la vez, deja claro que mi método dialéctico no sólo es completamente distinto del método de Hegel, sino que es, en todo y por todo su antítesis […] Lo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie, y en seguida se descubre bajo la corteza mística el fundamento racional.

miércoles, 2 de octubre de 2024

La Junta de Evaluación

 

Una de las experiencias más tensas como profesor de Bachillerato la sufrí en la evaluación final de un Curso de Orientación Universitaria de la entonces modalidad de Ciencias Sociales. Ocurrió dos años antes de jubilarme y me confirmó la presión agobiante que la comunidad educativa (delegados, tutores, junta directiva, asociación de padres e incluso la inspección) ejercía sobre el profesorado para que los alumnos aprobasen todas las asignaturas y pudieran presentarse a las Pruebas de Acceso a la Universidad (cuyos dadivosos criterios de calificación merecen un capítulo aparte). Las sinrazones de esta deriva creciente son, entre otras, el pánico a las estadísticas del fracaso escolar entre aquellos que dirigen el gobierno plurinacional con vistas al bien común (plagiando a Tomás de Aquino); la obligación de escolarizar por ley a todos los adolescentes y, a la vez, evitar el nudo gordiano de una multitud varada que repetiría curso si se aplicaran unos procedimientos de selección más rigurosos; o la inflación de títulos universitarios de nueva creación bajo demanda que, por muy devaluados que estén, siempre ayudan a encontrar un puesto de trabajo en la jungla del mercado laboral.

Sobre las cuatro de la tarde se reunió la Junta de Evaluación en un aula de la tercera planta, la más tranquila, con la asistencia obligatoria del Jefe de Estudios en una tarde sofocante de finales de Mayo. Estalló la tormenta cuando se produjo un efecto dominó de aprobados raspados a una alumna… excepto en mi asignatura.

Su recorrido académico en Historia de la Filosofía era el siguiente: sólo se presentaba a las pruebas de recuperación que eran asequibles y previsibles, y, sin duda, menos complejas que los exámenes oficiales de Selectividad propuestos en cursos anteriores. No pasaba del dos benevolente: escribía poco y lo poco que escribía eran vaguedades y errores. Además, había un examen final de mínimos por evaluaciones suspensas (en su caso todas) o dicho de otros modo, se respetaban las aprobadas por curso. Comenzó tal prueba de dos horas a las doce de la mañana de un lunes según el calendario fijado por el centro. Cuarenta minutos después la citada alumna no había comparecido. Se presentó con una hora de retraso, se disculpó con no recuerdo la excusa y me pidió el examen. Varios alumnos ya se habían ido y llevado con mi permiso las hojas impresas con los textos y preguntas de las tres evaluaciones para comprobar, comparar y preparar, dijeron. Obviamente, una cosa es la desconfianza, otra el sentido común y una más jugártela por una bagatela. Le dije a la alumna que le quedaba una hora y le di un examen distinto, pero de la misma dificultad (siempre llevo suplentes por si acaso). En menos de media hora se levantó, me entregó el examen y se despidió. Allí mismo lo corregí y era más de lo mismo: vaguedades y errores. No se molestó en pedir la revisión a la que tenía derecho en día y hora.   

Volvamos a la Junta de Evaluación: al arreciar las presiones para que la aprobara porque era la única asignatura que le quedaba les referí con detalle lo antedicho. Añadí que si lo hacía tendría que aprobar por evidente justicia equitativa a todos los alumnos suspensos de los dos cursos del COU donde daba clase. Contratacaron en mayoría: déjalo entonces en manos de la Junta de Evaluación y así te quitas un peso de encima (justo lo contrario de lo que pensaba). La Junta, dije, no tiene competencias legales para aprobar o suspender a un alumno, esa facultad corresponde exclusivamente al profesor de la asignatura. Intervino el Jefe de Estudios: el acta tiene que estar firmada mañana. No por mí, dije; mañana temprano podemos consultar a la Inspección de zona sobre las posibles soluciones al callejón sin salida en que estamos metidos; y así zanjé el asunto. Exigí, además, al tutor que reflejara literalmente en el acta la sesión, haciendo hincapié en mi posición al respecto. Dicho, hecho y rubricado por todos.

Tuve noticias (esperadas) a los dos días tras hacerse públicas las notas definitivas de los grupos del COU: la primera, que el acta había sido firmada y validada legalmente por un tercero lo cual se me comunicó por escrito. La segunda, que los padres de los alumnos suspensos, tras reclamar por escrito al tutor como exige el protocolo, acudían en tropel al Departamento de Filosofía a la hora de las reclamaciones para increparme por haber aprobado a la susodicha y dejado a sus hijos con parecidos deméritos en la estacada. Les leí pausadamente el acta de la sesión, así como la notificación posterior, recomendándoles que se dirigieran a la Junta Directiva para informarse más a fondo. Nunca supe quién fue el tercero abajo firmante. Ningún alumno insistió en la evidente asimetría. Nadie volvió a pedirme explicaciones. Y mucho menos mi conciencia. 

lunes, 23 de septiembre de 2024

La clase de religión

 

La reivindicación explícita o implícita, eclesial o ilustrada, fideísta o humanista de la enseñanza de la asignatura de Historia Sagrada (en sentido estricto no es historia) en las aulas públicas suscita de inmediato tres cuestiones: quién: es decir, qué docentes la van a impartir; cómo: o sea, qué método se va a utilizar; y para qué: a saber, cuáles son los fines u objetivos que se pretenden alcanzar. En este caso prefiero soslayar las explicaciones sistemáticas, “hegelianas”, y responder a este triple asunto desde mi experiencia personal con la asignatura de religión.

Estudié hasta el segundo curso de bachillerato en un Colegio Salesiano. De los once a los trece años. No dudo que ahora sea distinto, no lo sé, pero en aquel tiempo todas las asignaturas eran, en el fondo, Historia Sagrada. La Historia de las civilizaciones (también por supuesto la de España) era una versión simplificada de la agustiniana Ciudad de Dios; la Física tenía como premisa la ley natural tomista y las cinco vías, la literatura se convertía en una caza de brujas mal explicada y así sucesivamente… Además, zurraban. La clase de religión era una preparación para los ejercicios espirituales trimestrales donde nos aterrorizaban con las llamas del infierno y la muerte en pecado mortal esa misma noche. Nos confesábamos tres veces al día. Al final me despidieron junto con otros díscolos por incompatible con el ideario del centro. Cuando me prepararon la encerrona en el despacho del director apuntalado por el jefe de estudios, mi padre, harto de la tragicomedia, tardó menos de diez minutos en mandarlos al cuerno con cajas destempladas. Después me echó la bronca del año con retiro de la paga y trabajos forzados por no saber comportarme en un colegio de curas. Lo único cierto, en eso coincidíamos, es que no enseñaban nada.

Proseguí en un instituto de enseñanza media (ahora secundaria). Tuve dos profesores de religión. El primero, Don Ramiro, párroco que tuvo que salir por pies tras embarazar a una de sus fieles, me pareció el más sensato. Llegaba con su reluciente sotana a clase. Tomaba asiento con parsimonia y pasaba lista (diez minutos), nos indicaba la página del libro de Historia Sagrada donde nos habíamos quedado y nos obligaba a repasar el tema durante media hora mientras leía su misal y se hurgaba en la nariz a fondo. A los que dábamos la murga nos llamaba a su lado y sin levantar la vista del Libro de los Salmos nos aplicaba unos pellizcos feroces en brazos y piernas. Después nos sacaba a la palestra y nos hacía repetir lo que habíamos repasado, en realidad, leído por primera vez, con mayor o menor aplicación. No comentaba nada durante la “exposición” (sospecho que no escuchaba por su gesto impasible ante ciertos disparates) y al final nos ponía a ojo de buen cubero, según le caías ese día, de notable para arriba. El segundo profesor de religión fue Don Anselmo, un coadjutor de otra parroquia que se lo tomaba más en serio. Recuerdo sus clases como una fiel representación de las procesiones de Semana Santa. Se centraba exclusivamente en el Nuevo Testamento, nada de judeocristianismo, ni siquiera de cristianismo, pues son muchas las iglesias, confesiones y sectas desde los Padres de la Iglesia; sólo la doctrina oficial católico-romana en versión del régimen. En clase, a imitación del método medieval, nos largaba una lectio doctrinal que hacía bostezar a los abrigos colgados en las perchas; seguía una quaestio en la que nos exigía nuestra opinión sobre lo que había dicho; había que mojarse sí o sí. Por supuesto, teníamos buen cuidado de responder lo que sabíamos de sobra que quería escuchar. Cuando le preguntábamos dócilmente sobre el misterio de la Trinidad y otros curiosos enigmas del dogma, por ejemplo, las parejas del arca de Noé, se avinagraba y decía que no lo entenderíamos, aunque nos lo explicara (pienso que él tampoco lo entendía). Por supuesto, cualquier alusión a la virginidad de María era considerada anatema bajo pena de excomunión, expulsión y cero. Un imprudente colega le soltó que según su padre el hombre provenía del mono. No me extraña que lo diga, sentenció Don Anselmo. Los exámenes eran una suerte de interrogatorio inquisitorial donde había que andar con pies de plomo si no querías que te situara a la izquierda del Padre celestial y del tuyo. La mejor forma de que te dejara en paz, de ser oveja y no cabrito, era hacerte monaguillo y ayudar a decir misa al párroco de la Iglesia a la que pertenecía el coadjutor. Lo cierto era que aquel tejemaneje litúrgico nos parecía divertido. Al final nos aprobaba a todos por imperativo social.

Para aprobar la asignatura de religión en la Universidad, una de las llamadas marías, pasé por el trance farisaico de entregar un trabajo de diez folios (copiado de una enciclopedia) sobre las Cartas de San Pablo y una entrevista con el cura donde se clareaba que no las había leído, aunque al buen señor le daba lo mismo. Le pagaban para poner el visto bueno en el certificado, no para crear problemas donde no los había.

Por último, en el Instituto de Enseñanza Secundaria donde trabajé antes de jubilarme compartí cordialmente Departamento por falta de espacio con dos profesores de religión (uno era del atleti, otra religión). Vestían pantalones de pana y jersey azul marino y respondían con naturalidad a mi curiosidad sobre sus clases. Muchas diapositivas, visitas al Prado, errores en los péplums de romanos, fragmentos bíblicos comentados sin afán de adoctrinar, preguntas abiertas a la interpretación personal: en fin, una excelente puesta en escena de la asignatura de religión católica elegida por aquellos alumnos que, o bien pretendían eludir las mínimas exigencias de la materia alternativa, ética, o bien procedían de familias con firmes convicciones religiosas. Nada que objetar excepto que en los centros públicos no se deberían impartir clases de religión con el dinero de todos. Para eso está la catequesis (algo que, por lo demás, nunca les dije).

martes, 17 de septiembre de 2024

Hegel: la dialéctica del amo y el esclavo

 


Artículo publicado en mi página web de Historia de la Filosofía

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La dialéctica del amo y del esclavo es una de las partes más célebres e influyentes de La fenomenología del espíritu, una de las obras mayores de Hegel, sobre todo si consideramos la versión que hizo Marx desde las categorías del materialismo histórico sobre la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado y su solución necesitaria. También ha influido en la obra de Nietzsche Genealogía de la moral a propósito del análisis filológico del término “bueno” que significa originalmente “noble, aristocrático, elevado”, contrapuesto a “malo”, que significa “simple, bajo, vulgar, plebeyo” y la inversión radical que hizo el cristianismo de ambos términos; incluso forman parte del repertorio de arquetipos del inconsciente colectivo en la teoría psicoanalítica de Carl Jung. Y también de numerosas manifestaciones actuales que no resulta difícil imaginar.

La oposición fenomenológica llega hasta nuestros días como sentido inicial del mundo o punto de partida del significado de la historia. No es posible entender la fenomenología del espíritu sin la paralela filosofía de la historia del autor. No hay, por tanto, que entender la dialéctica del amo y del esclavo como una exclusiva especulación metafísica sobre los conceptos nucleares de señorío y servidumbre sino como la explicación dialéctica (afirmación, negación y negación de la negación) de ambas figuras universales de la conciencia surgidas en las primeras civilizaciones esclavistas. Dicho de otro modo: desde el comienzo de la historia y la formación del espíritu, pues ambas coinciden, surgen dos figuras: el amo y el esclavo. Conviene recordar que el sistema filosófico hegeliano se denomina idealismo absoluto, cuya propuesta unitaria es que Todo lo real es racional y todo lo racional es real. Y que las etapas anteriores en la formación del espíritu son la conciencia, la autoconciencia y la razón. Se podría decir que el pensamiento de Hegel es un panlogismo romántico, un oxímoron genial.  

El punto de partida de la historia (y de la autoconciencia como figura del espíritu) es la relación desigual entre los seres humanos. El desarrollo dialéctico de esta asimetría primordial no es una parábola del ser social del hombre ni un mito sobre los orígenes, sino la única forma de comprender la totalidad de lo real como sistema. La historia comienza con el deseo ilimitado del ser humano por el dominio y disfrute del mundo, lo cual opone a dos autoconciencias: el amo y el esclavo. La afirmación de la conciencia de sí o autoconciencia comporta en ambos casos la acreditación de su libertad e independencia; es decir, la autoconciencia lo es en cuanto es reconocida por otra. Cada autoconciencia, ajenas en esta etapa del espíritu a la noción política de intersubjetividad o mutua copertenencia, solo tiene la certeza de sí misma y reclama, por tanto, su exclusivo y pleno reconocimiento subjetivo. En la confrontación de las autoconciencias lo que se pone en juego es la propia supervivencia, la vida misma. Es una lucha en la que cada autoconciencia arriesga su vida y, en consecuencia, la del otro. Pero la vida no puede perderse en ambas, amo y esclavo, pues su desaparición supondría la conclusión del proceso constituyente del espíritu desde la certeza sensible hasta el saber absoluto (arte, religión y filosofía) así como la irracionalidad de la historia y la contingencia de la realidad.

En la dialéctica de las autoconciencias, amo y esclavo, se contraponen como dependientes (ninguna es conciencia de sí sin la otra). Tal dependencia está representada en las dos figuras del enfrentamiento: de un lado el que no teme arriesgar de forma violenta su vida para afirmar su dominio sobre el mundo y satisfacer sus deseos ilimitados; del otro el que para conservar la vida renuncia a su libertad e independencia. En la dialéctica de las autoconciencias hay un elemento mediador: el objeto o la cosa. El amo es la conciencia de sí como negación de su dependencia respecto del objeto. Lo es porque su independencia se basa en que ha puesto en juego y despreciado su vida y su relación con el objeto se basa en su supresión en el disfrute. El esclavo lo es en cuanto su relación con el objeto es de dependencia, es decir, de creación de la cosa, de producción del objeto mediante el trabajo a cambio de lo cual el amo le condona la vida.

Ahora bien, el amo afirma su autoconciencia mediante la negación de la otra. Pero esta negación malogra su afirmación de reconocimiento pleno al convertirlo en esclavo. El esclavo pierde su conciencia de sí, ya que el amo sólo es conciencia de sí mediante la negación de la otra. Pero esta negación pone en peligro su propia acreditación, y, por tanto, corre el riesgo de negarse a sí misma. El amo obtiene el reconocimiento incompleto y alienado de una conciencia cosificada.

El esclavo, a su vez, percibe al amo como temor a la muerte, temor en el cual ha incurrido y al cual ha recurrido para conservar la vida. Tal temor le lleva a renunciar a la independencia del objeto, lo cual se plasma en la servidumbre: el esclavo no goza de la cosa, sino que la produce, depende de la cosa mediante el trabajo. Ahora bien, en este proceso, a la vez que la cosa conserva su independencia (es formada, no gozada), la conciencia del esclavo se afirma como tal en el trabajo a través del cual adquiere su propia acreditación o conciencia de sí. Pero también es una acreditación insuficiente en cuanto que el amo ignora la mutua dependencia de las autoconciencias y permanece sin saberlo en su posición de dominio enajenado o dependiente del objeto creado, lo que le convierte en esclavo pasivo del esclavo. El amo ha elegido el camino equivocado (una especie de callejón sin salida del espíritu).

El espíritu sólo puede progresar cuando la conciencia asume el ser en sí del esclavo: la afirmación a través del trabajo y el temor a la muerte; de ambas surge una nueva posición o síntesis de la autoconciencia: el pensamiento. Cuando la conciencia del esclavo se tiene a sí misma como objeto independiente y se reconoce en tal objetividad, a eso lo denominamos “pensar”. En el pensamiento la conciencia se refugia en sí misma y encuentra en ella su justificación. Pero el contenido del pensar no es el objeto, sino el concepto. O si se prefiere, el objeto del pensamiento es el concepto, no la cosa. El concepto no es algo escindido de la conciencia sino el contenido determinado de la misma. En el pensamiento la autoconciencia afirma su independencia completa ya que el concepto no queda mediatizado en su ser en sí por otra cosa distinta de sí mismo: su esencia es la libertad indeterminada de pensar sin mediaciones externas. Hegel desarrolla, desde esta nueva posición en el recorrido o fenomenología del espíritu, tres manifestaciones del pensamiento del esclavo: el estoicismo, el escepticismo y la conciencia desventurada del cristianismo.

(Hegel, Fenomenología del espíritu, Traducción de Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra. A. INDEPENDENCIA Y SUJECIÓN DE LA AUTOCONCIENCIA: SEÑORÍO Y SERVIDUMBRE).

domingo, 8 de septiembre de 2024

El recurso del método

El método, la metodología didáctica tiene una importancia decisiva en el proceso de aprendizaje. Por supuesto, el método no es un fin en sí mismo, como pretenden ciertas modas actuales instaladas en el fraude competencial y otras monsergas, sino un medio eficaz para instruir en serio, es decir, organizar, transmitir y fijar los contenidos objetivos (científicos, técnicos, humanísticos, etc.) de una asignatura.

El método de aprendizaje es fundamental en instituciones educativas tan prestigiosas (y caras) como el Liceo Francés, el Instituto Británico o el Goethe-Institut alemán. Así, las áreas y departamentos mantienen una necesaria homogeneidad en su labor docente que, por lo demás, es perfectamente compatible con la libertad de cátedra, es decir, con la creatividad, conocimientos y enfoque personal de cada miembro. Esta coordinación es algo que los padres demandan y aprecian como parte necesaria en la educación de sus hijos. Inversamente, cualquiera que haya impartido clases en los institutos de enseñanza secundaria no ignora que en demasiadas ocasiones la libertad de cátedra se convierte en una justificación inadmisible para que algunos profesores hagan sencillamente lo que les parece. Por no hablar de otros aspectos metodológicos disfuncionales como la distribución de la programación, los criterios de evaluación (grave asunto) y el argumentario sonrojante de las juntas de evaluación para aprobar al que no sabe. Muchos padres son conscientes de la superior formación de los profesores de la enseñanza pública, seleccionados, pero prefieren llevar a sus hijos a la concertada e incluso a la privada, si pueden permitírselo, por razones de clase social, disciplina y coordinación (que es lo que aquí nos interesa).

Desde 2005 a 2009 colaboré como autor de libros de texto con el CIDEAD (Centro para la Innovación y Desarrollo de la Educación a distancia) del entonces Ministerio de Educación y Ciencia. El antiguo INBAD. En mi opinión, fue la experiencia educativa más próxima a una metodología didáctica eficaz. Se puede objetar que no es lo mismo la educación a distancia que la presencial, de acuerdo, pero tengo la convicción de que los principios básicos podrían ser adaptados, compartidos y aplicados.

El equipo de cada asignatura tenía uno o dos autores, dos revisores, un corrector de estilo, un maquetador y un informático. Me refiero, dicho esto, al método que utilizamos, por ejemplo, en el libro de texto de Historia de la filosofía. Cada Unidad incluía una introducción general, un índice detallado de sus apartados temáticos, un cuadro cronológico que relacionaba la filosofía y la ciencia con los principales acontecimientos históricos y culturales de la época, una biografía del autor y una explicación de sus principales obras. A continuación, se exponían los contenidos historiográficos del apartado. Cada apartado incluía al final un resumen de las ideas esenciales, unas cuestiones de comprensión, relación y repaso (a resolver por el alumno) y uno o varios esquemas conceptuales. Al final de la Unidad se proponían también al alumno unas actividades de autoevaluación, unas pruebas objetivas de alternativa múltiple (los conocidos test, para entendernos) con cuatro ítems y las llamadas respuestas mecanizadas, parecidas a las anteriores, pero más complejas, así como tres modelos de comentario de texto dirigido. Finalmente, se presentaba un glosario con los términos clave. El tutor de la asignatura recibía un CD con todas las respuestas resueltas. Se trata, en la forma y en el fondo, del método cartesiano francés, emblema del mejor sistema educativo europeo. Su aplicación rigurosa duró poco en el CIDEAD. Un par de cursos si no recuerdo mal. Los libros fueron descatalogados a pesar de la ingente inversión y sustituidos por otros de la enseñanza presencial elegidos por los propios tutores para su uso y disfrute. Las causas gremiales de aquel naufragio son fácilmente deducibles: barra libre. También las consecuencias: un sistema educativo que rechaza un método riguroso, impone otro “progresista”, ineficaz y reconvierte a los profesores en animadores culturales timados y desnortados.

viernes, 30 de agosto de 2024

Sobre la belleza

 

La question de la beauté est secondaire en peinture, les grands peintres du passé étaient considérés comme tels lorsqu’ils avaient développé du monde une vision à la fois cohérente et innovante ; ce qui signifie qu’ils peignaient toujours de la même manière, qu’ils utilisaient toujours la même méthode, les mêmes modes opératoires pour transformer les objets du monde en objets picturaux ; et que cette manière, qui leur était propre, n’avait jamais été employée auparavant. Ils étaient encore davantage estimés en tant que peintres lorsque leur vision du monde paraissait exhaustive, semblait pouvoir s’appliquer á tous les objets et toutes les situations existants ou imaginables. Telle était la vision classique de la peinture, celle á laquelle Jed eut l’occasion d’être initié pendant ses études secondaires, et qui se basait sur le concept de figuration ; figuration á laquelle Jed devait, pendant quelques années de sa carrière, assez bizarrement, revenir, et qui devait, encore plus bizarrement, lui apporter au bout du compte la fortune et la gloire.

Jed consacra sa vie (du moins sa vie professionnelle, qui devait assez vite se confondre avec l’ensemble de sa vie) á l’art, á la production de représentations du monde, dans lesquelles cependant les gens ne devaient nullement vivre. Il pouvait de ce fait produire des représentations critiques ; critiques dans une certaine mesure, car le mouvement général de l’art comme de la société tout entière portait en ces années de la jeunesse de Jed vers une acceptation du monde, parfois enthousiaste, le plus souvent nuancée d’ironie.

Michel Houellebecq, La carte et le territoire

domingo, 25 de agosto de 2024

Turistas

 

Tras no hallar en mi último intento una aproximación convincente al significado actual del “cosmopolitismo”, de pronto intuí, sentado en la terraza del Parador de Salamanca, en que lo más afín no es el interculturalismo, ni el multiculturalismo, ni la globalización, sino la fiebre viajera que nos consume. La ocurrencia surgió mientras ojeaba la prensa a la hora del vermú. Después de la pandemia, afirmaba la noticia tras un repertorio exhaustivo de datos, se ha producido una imparable expansión a escala planetaria del turismo de masas en sus múltiples variantes.

Jóvenes por estrenar, parejas de ocasión, matrimonios treintañeros, jubilados añejos y ancianos del último viaje recorren los lugares más recónditos y exóticos. Las causas hay que buscarlas en las facilidades de contratación que permiten viajar a los confines de la tierra desde tu móvil, en la proliferación de medios de transporte (trenes, barcos y aviones) de bajo coste o en las tentadoras ofertas de los turoperadores de hoteles, pisos y apartamentos en los destinos más remotos del planeta. También en la proliferación en las plataformas digitales de documentales dedicados a mostrarnos con voces expertas las maravillas naturales y culturales del ancho mundo, nuestra única patria y morada según ellos. Cansados de los libros y las pantallas hemos decidido fotografiarlas en persona. Se ha impuesto el impulso cosmopolita de ensanchar geográficamente las fronteras de la vida; en el fondo un proyecto imposible porque cada cultura es para los nuevos viajeros, cual las mónadas de Leibniz, un espacio único, cerrado, sin ventanas al exterior, inextricable en lo esencial y en los matices. Dentro de un mes tengo previsto viajar a Sicilia con la humilde certeza de que ni la naturaleza ni la sociedad imitan al arte.  

Antes hablaba del COVID. Me atrevo a afirmar que la historia se repite: la pandemia de Peste Negra que asoló Europa entre 1347-1400 provocando la muerte de la mitad de la población contribuyó al giro radical de la visión colectiva de la vida y de la muerte que barrería la antropología medieval la cual consideraba al ser humano un mero componente homogéneo de una organización universal, la Cristiandad y de unos estamentos inmutables. El fin de la peste bubónica fue una de las múltiples puertas al sentido vitalista del Renacimiento, a la afirmación del valor supremo del individuo, único e irrepetible, y a la entrega al gozo terrenal como un fin en sí mismo. La literatura de la época recoge el tránsito hacia esa nueva mentalidad antropocéntrica y hedonista:  El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, El libro del buen amor… 

En versión prosaica: el dinero es para gastarlo, polvo somos y no tiene sentido ser el muerto más rico del cementerio. Carretera y manta. No obstante, la avalancha de turistas, a pesar del río de oro, tiene también sus conflictos e inconvenientes. Me refiero a nuestro país, dependiente de la sobreexplotación del sector. Sigo con la prensa en la terraza: en Galicia los paisanos empiezan a hartarse de los turistas madrileños a los que llaman los “tontos” de la Meseta. Algunos locales han cerrado ante el comportamiento de foráneos etnocéntricos que toman las mesas al asalto y consumen poco, exigen servicios con aires de superioridad e incluso insultan al personal no español. Otro dislate que perturba la vida de los vecindarios es el alquiler de pisos por días: fiestones nocturnos, escandaleras a las tantas y rock duro a la hora de la siesta. Parece que va a regularse. Mención aparte merecen los aeropuertos: colas interminables, cancelaciones técnicas, retrasos de horas, maletas extraviadas y cánticos regionales a bordo. En otro lugar expresé mi alergia por las playas, un entorno hostil. Según parece las autoridades locales han prohibido a los listillos colocar toallas a las siete de la mañana en primera línea para bajar a las doce con la familia extensa. Algo es algo. En fin, no quiero aguar las vacaciones a nadie con mis alusiones pesimistas al turismo de borrachera con vociferio callejero, acoso a las nativas y salto desde el balcón a la piscina; o las delicias de la pizza de reparto fría o el pollo a l’ast del chiringuito nadando en su jugo.

Pago a una amable camarera, me levanto y pido en la recepción un taxi para comer en una terraza de la Plaza Mayor, abarrotada sin duda, con unos viejos amigos. Lo reconozco, he vuelto a fracasar en mi acercamiento al resbaladizo término en cuestión. La única definición posible de cosmopolita es la de un hombre culto que le gusta viajar, por ejemplo, Pierre Loti. 

domingo, 4 de agosto de 2024

Cosmopolitismo

 

Diógenes Laercio, principal cronista de los filósofos griegos, atribuye a su tocayo Diógenes de Sinope (412-323 a. C.), fundador de la escuela cínica en la antigua Grecia, la primera definición de cosmopolitismo. Cuenta que el sabio se enorgullecía de ser un perro callejero que escarbaba en la basura, veneraba a sus amigos y ladraba a los que le tiraban piedras. Cuando le interrogaban en el ágora, centro de la vida pública, por su ciudad natal (desterrado por falsificar moneda se trasladó a Atenas), por su andrajoso atuendo, su hogar tinaja, su afición a sestear en los puertas de los templos, su incordio permanente en las calles, es decir, quién era… Diógenes respondía: Soy ciudadano del mundo (kosmopolitês). El cosmopolitismo era una causa perdida, una contracultura, un ideal opuesto al nacionalismo de las principales polis griegas. Sólo en patios, pórticos y jardines propios se permitían los seguidores de las escuelas postaristotélicas exponer y poner en práctica sus ideales morales. Diógenes el cínico era temido por sus sentencias insolentes, incluido Platón, y por la crítica acerba a las leyes y costumbres de las ciudades Estado donde vivió (Atenas, Egina, Esparta y Corinto). Son sabrosas las anécdotas, reales o imaginarias, que se cuentan, incluidas las impertinencias que le soltó a Alejandro Magno en un encuentro casual en Corinto durante los Juegos Ístmicos y que el futuro rey cosmopolita aceptó y alabó, según narra Plutarco: Pues yo, de no ser Alejandro, de buen grado me gustaría ser Diógenes.

Lo cierto es que, desde una perspectiva actual, aunque el término suena políticamente correcto, resulta muy complicado definir en qué consiste el cosmopolitismo. ¿Qué significa ser ciudadano del mundo? Si lo identificamos con el interculturalismo, el respeto a todas las culturas, el concepto no funciona puesto que obviamente no todas las culturas son ética y políticamente respetables. El Plan para la Alianza de Civilizaciones que propuso en la ONU el prolífico José Luis Rodríguez Zapatero basada en cincuenta y siete medidas para fomentar el entendimiento entre culturas y aislar a quienes utilizan la diversidad racial o religiosa para avivar la intolerancia y el extremismo, fue como mucho una mera ocurrencia buenista que acabó en la papelera de reciclaje.

Si identificamos el cosmopolitismo con la multiculturalidad, un espacio común dónde conviven en feliz armonía diversas culturas, pensamos en una Arcadia bucólica (y despoblada) que solo existe en el mito; o en la utópica República Galáctica bajo la protección de la Orden Jedi en la serie cinematográfica Star Wars; o en el Madrid castizo y cañero que nos pinta negro sobre blanco la presidenta de la Comunidad, donde los madrileños acogemos a los foráneos con los brazos abiertos (sobre todo a los grandes inversores) sin preguntarles de dónde vienen y adónde van. Trata de colarnos por cosmopolita el nacionalismo matritense (es decir, una contradicción en los términos).

Si identificamos el cosmopolitismo con la globalización, nos referimos a la globalización neoliberal, es decir, a la expansión mundial de la economía de mercado, a la libre circulación de capitales y tecnologías, así como a la universalidad formal de los derechos humanos. Las democracias occidentales habrían demostrado una incontestable superioridad moral, política y económica sobre el resto de las formas de organización social. Francis Fukuyama (1952), autor norteamericano de origen japonés, profetizó el inevitable “fin de la historia” tras la unificación de los bloques hegemónicos en un único modelo a escala planetaria. Lo cierto es que el recorrido de los acontecimientos históricos ha sido el inverso: cada vez somos menos cosmopolitas y los bloques están a punto de desencadenar el Armagedón.

¿Puede haber una definición del cosmopolitismo más decepcionante que la que nos propone Paul James, profesor de Globalización y Diversidad Cultural en la Universidad de Sídney?

El cosmopolitismo puede definirse como una política global que, en primer lugar, proyecta una sociabilidad de compromiso político común entre todos los seres humanos en todo el mundo y, en segundo lugar, sugiere que esta sociabilidad debe privilegiarse ética u organizacionalmente sobre otras formas de sociabilidad.

P.D. He preguntado a un conocido asistente de Inteligencia Artificial por el término en cuestión. La respuesta es notablemente inferior a la que dieron los estoicos a principios del siglo III a. C.  

jueves, 27 de junio de 2024

El nuevo Bernabéu



Una de las críticas más extendidas a la remodelación del Estadio Santiago Bernabéu es que no parece un Estadio de fútbol. El turista que contempla boquiabierto durante una visita guiada o, mejor, descubre mientras callejea la fachada del Allianz Arena de Múnich, el Old Trafford de Manchester, San Siro en Milán, El Parc des Princes en París o el Civitas Metropolitano los reconoce al instante como templos del mayor espectáculo del mundo. Imaginemos (lo cual es imposible) delante de la cubierta del Estadio a un aficionado de un país lejano que visitara Madrid por primera vez sin tener noticias del nuevo Bernabéu: lo observaría perplejo, lo rodearía, le haría fotos… y al fin y al cabo no sabría lo que está viendo. De ahí las malévolas críticas que circulan en las redes sociales entre los detractores del club blanco: la lata de sardinas, el platillo volante, la persiana gigante, la pirámide de Pérez. De los cuatro proyectos de remodelación finalistas prefiero el de Rafael de La-Hoz y Norman Foster. Me parece un diseño más futurista y trasparente, menos compacto y uniforme. La inversión hasta el momento es de mil trescientos millones de euros, según cifras oficiales. Las oficiosas con los intereses se van a los dos mil millones.

Preguntaba a un pariente, madridista practicante, que asistió al concierto de Bruce Springsteen, qué le había parecido el Metropolitano: me decepcionó, contestó enfático, me quedo con el mío; tiene escaleras mecánicas, calefacción por aire, cubierta retráctil, video marcador 360º, muelle para drones y no sé cuántas cosas más. No me extraña, le contesté con serena diplomacia adquirida a lo largo de pacientes lustros, el del atleti ha costado cinco veces menos. Somos el mejor equipo del mundo, nos lo podemos permitir, replicó picajoso. De la galaxia, otorgué sonriente.

Están preocupados por los problemas crónicos que tiene el césped (es la quinta vez que lo cambian) debido, dicen, al polvo de las obras y sobre todo a la falta de luz natural cuando el terreno de juego se guarda en el hipogeo, un subterráneo operístico de treinta metros, para utilizar el espacio libre en otros eventos. Por ahora las más avanzadas técnicas agronómicas no acaban de funcionar. Eso sí, los comentarios de Guardiola, que comparte el propio Ancelotti, supieron en las altas instancias a cuerno quemado: El estadio ha quedado impresionante, pero ahora sólo tienen que cuidar la hierba, sólo tienen que mejorar esto.

El sistema de bandejas para bajar y subir el tapete verde en seis horas y el techo retráctil en poco más de media convierten el Estadio en un escenario similar al Coliseo Romano. Magia blanca: transformar el Santiago Bernabéu en un espacio multiusos a lo largo de 365 días fue la idea que finalmente inclinó la balanza (más bien el balance) a favor del proyecto diseñado por GMP Arquitectura, L35 Arquitectura y Ribas & Ribas Arquitectos. Cancha de baloncesto (el equipo se trasladará el próximo año), pistas de casi cualquier deporte, parque temático, convenciones, ferias, congresos o una colosal sala de conciertos. Lo cual supondría unos ingresos anuales, calculan, de unos 150 millones de euros. Sin olvidar el Tour del Bernabéu y el Museo del Real Madrid, el más visitado de la ciudad. Lleva razón mi pariente: el club de Florentino Pérez, un empresario excepcional, es una fábrica de hacer dinero.

El Estadio contará en el interior de sus instalaciones con un macrocentro comercial de nueve pisos: restaurantes estrellas michelín, terrazas con vistas para tomar una copa al atardecer, tiendas de ropa de las mejores firmas, puntos de venta todavía sin concretar. El resultado es una ciudad incrustada en el centro de otra ciudad que entran en conflicto. Sería perfecto que una nave espacial transportase el conjunto a un lugar menos poblado. El Estadio no se integra en el entorno urbano. Se desploma sobre los edificios, les quita luz y perspectiva; lo único que se ve desde las balcones son las lamas metálicas de la estructura envolvente.

Es cierto que el Nuevo Estadio de Chamartín —renombrado en 1955 como Estadio Santiago Bernabéu- se inauguró en 1947; los que compraron pisos o pusieron negocios en los aledaños sabían dónde estaban, conocían los inconvenientes de tener un vecino que juega todas las competiciones nacionales e internacionales, pero no sospechaban lo que se les venía encima: acampadas de los fans del mítico de turno, sacos de dormir, colchones, sillas, cánticos y todo tipo de provisiones que se convierten en basura por la segunda ley de la termodinámica. La noche del concierto una andanada sostenida de decibelios les obliga a pedir asilo a la familia o a los amigos que viven a muchas leguas de distancia. El Santiago Bernabéu acogerá 60 eventos al año, uno cada cinco días, de ellos treinta no deportivos. Cada evento supone partir Madrid por la mitad al cerrar El Paseo de la Castellana, la arteria principal de la ciudad. Las rutas alternativas son laberínticas y el tráfico se sobrecarga en todo el mapa urbano. Las obras comenzaron en 2019 y todavía no han concluido. La Asociación de Perjudicados por el Bernabéu ha paralizado judicialmente por falta de “interés público”, según dicta la sentencia, los aparcamientos subterráneos que el Ayuntamiento adjudicó al Real Madrid. El fallo se recurrirá y habrá aparcamientos privados para los clientes VIP que asistan a los eventos sin las apreturas del metro. Otro negocio redondo. Obviamente, el Real Madrid es más que un club.  

viernes, 21 de junio de 2024

Hegel filósofo romántico




Artículo publicado en mi sitio página web de Historia de la Filosofía

Artículo publicado en la red social Linkedln dirigido a seguidores de Historia de la Filosofía 

LA METAFÍSICA

Kant distingue entre sensibilidad (sensaciones), entendimiento (conceptos) y razón (ideas) como facultades del conocimiento. El entendimiento puede alcanzar un conocimiento válido o científico mediante su actividad sintética sobre los fenómenos dados en la experiencia. Sin embargo, es inevitable el fracaso de la razón (Kant, Dialéctica trascendental) en su pretensión de constituir la metafísica como ciencia válida: nada puede comprobarse ni demostrarse en el ámbito de las ideas absolutas o síntesis últimas de la razón teórica (alma, universo, Dios). El uso de la razón teórica fuera de las condiciones trascendentales del conocimiento (espacio, tiempo y categorías) conduce a contradicciones sobre las ideas absolutas (paralogismos, antinomias, errores argumentales). Sólo es posible una fundamentación válida de la metafísica desde los postulados de la razón práctica kantiana (la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios).

Hegel pretende una reconstitución de la metafísica como ciencia de lo absoluto mediante la razón dialéctica superando la escisión entre razón teórica y razón práctica. El problema del conocimiento metafísico como ciencia de lo absoluto sólo puede resolverse construyendo el sistema completo de tal conocimiento. Dice Hegel: Un examen del conocimiento sólo puede hacerse conociendo. Querer conocer antes de conocer es tan absurdo como aquel sabio consejo de un escolástico: aprender a nadar antes de aventurarse en el agua. Se conoce, conociendo, no estableciendo las condiciones formales o los criterios de verdad previos a cualquier conocimiento posible. Mientras que el entendimiento separa y aísla en el concepto los diversos aspectos o determinaciones del objeto, la razón dialéctica aprehende la totalidad del objeto desde un punto de vista superior, desde el cual aparecen unidas sus diferencias internas (contradicciones) y su relaciones externas (contraposiciones).

La razón dialéctica en su realización efectiva, en su producción progresiva del conocimiento no se detiene en las limitaciones (limes, límite, frontera) formales del entendimiento, sino que las traspasa y expone la totalidad de la cosa en sí (algo inalcanzable para la razón teórica kantiana). La metafísica es el conocimiento de la verdad de la realidad en un grado superior y último, en tanto que la ciencia en sentido kantiano se detiene en los conceptos más abstractos del entendimiento (teoremas de las matemáticas y leyes de la física). 

LA DIALÉCTICA

Según Kant, la capacidad de síntesis del entendimiento: experiencia en el concepto, conceptos en el juicio y juicios en el razonamiento, está limitada por la separación, es decir, la abstracción (del vocablo latino abstrahere que significa separar, aislar) a la que somete sus contenidos empíricos. El entendimiento puede alcanzar un conocimiento científico mediante su actividad sintética sobre los fenómenos dados en la experiencia, pero en esa frontera se detiene su alcance cognoscitivo. Según Hegel, la capacidad superior de síntesis de la razón dialéctica consiste en la unidad concreta que reconduce y pone en marcha las diferencias que el entendimiento separa y detiene.

Tal unidad de la razón dialéctica no se presenta como una identidad cada vez más abstracta (proviene del vocablo latino abstrahere que significa separar, aislar), sino como unidad concreta (proviene del término latino concretum, concrescere, es decir, lo que crece o se acrecienta) en la que el pensamiento, al cual la forma le es indiferente, desarrolla o desenvuelve sus posibilidades internas. La dialéctica es pensamiento concreto, es decir, desarrollo de su objeto no separado, aislado e interrumpido. La dialéctica es pensamiento productivo desde el cual se contemplan las totalidades concretas cuya resolución o identidad final es la cosa en sí como verdad de la realidad… que el pensamiento finito tan solo se atreve a presentir, es decir, tener la sensación de que algo puede ocurrir antes de que ocurra.

La dialéctica tiene su principio en la negación justo allí donde el pensamiento abstracto anuncia afirmativamente el final del proceso y renuncia a su continuidad indefinida. Dialéctica negativa es el título de la principal obra del más eminente filósofo hegeliano Theodor W. Adorno. La dialéctica es el pensamiento mismo que conoce la unidad concreta de los opuestos, desde la cual se resuelve siempre en síntesis o totalidades superiores en la cuales el objeto se suprime, se conserva y se supera. Es realización de la totalidad concreta a partir de sus elementos constituyentes, que pueden ser resueltos en el siguiente orden:

● Momento abstracto, en el cual el entendimiento define o separa las determinaciones del objeto pensado.

● Momento negativo, en el cual la razón asume y penetra las contradicciones y contraposiciones inmanentes de las determinaciones del objeto pensado.

● Momento especulativo, en el cual la razón unifica en una síntesis la totalidad concreta de las determinaciones del objeto pensado (supresión, conservación, superación). El esquema de tesis, antítesis y síntesis no procede de Hegel sino de Engels.

La dialéctica es pensamiento especulativo en sentido etimológico, en cuanto que el objeto pensado se reconoce a sí mismo en la realidad como en un espejo (speculum) que lo refleja. Es identidad entre pensar y ser en cuanto que la realidad no es un conjunto ilimitado de hechos separados y fragmentarios como supone el empirismo, sino relación, dependencia y desarrollo conjunto, es decir, proceso. La dialéctica es permanente mediación del ser u objeto concreto en su verdad nunca conclusa frente a la inmediatez de los hechos abstractos (o todavía no pensados realmente). Es pensamiento concreto en cuanto que lo verdadero es el todo o la verdad como proceso constituyente frente a otros criterios anticipados o prejuicios (correspondencia, verificación, perspectiva, praxis, consenso, utilidad). La dialéctica es identidad última entre el sujeto y el objeto del conocimiento que conduce al idealismo absoluto o identidad final entre pensar y ser: todo lo real es racional y todo lo real es racional. La filosofía es conocimiento verdadero y fundado de lo absoluto. Los momentos o etapas esenciales del desarrollo, transcurso o recorrido del espíritu en el sistema hegeliano son el espíritu subjetivo, el espíritu objetivo y el espíritu absoluto (que analizaremos más adelante). 

EL IDEALISMO ABSOLUTO

La dialéctica es reflexión determinante (en cuanto determina o construye su objeto siempre inacabado). Para Hegel, la identidad entre pensar y ser se realiza de forma mediata en el concepto. La verdad del concepto no puede ser la inmediatez en ninguna de sus acepciones.

Si en Kant hay una fundamentación racional del ser como experiencia (lo dado), en Hegel tal fundamentación racional consiste en el “darse mismo” (o crítica de la crítica kantiana). En el pensar lo real se va a fundamentar, es decir, se va a realizar como tal, se va a reconocer en su ser mismo. Hegel fundamenta la realidad como produciéndose o realizándose, no presuponiéndola como experiencia dada y acabada. La verdad como absoluto no puede más que ser expuesta. Su representación intuitiva es una espiral infinita.

La ciencia experimental no agota el ser en el fenómeno fundado y tendenciosamente finito, sino en la realización del concepto de la cosa en sí, lo cual supone en primer lugar la ruptura con la lógica formal, con la identidad escindida entre concepto y realidad. La ciencia de lo absoluto o filosofía es reflexión determinante del objeto, no reflexión ponente que propone el final de la cosa pensada, la cual prefiere dar por hecha o acabada en el concepto abstracto.

La negación de la identidad aislada que se da por concluida es la fuerza del pensar, por oposición a los hechos (Aristóteles), las impresiones (Hume) o los fenómenos (Kant).

La reflexión determinante a través de la negación penetra el concepto de la cosa frente a la reflexión extrínseca que piensa las cosas mismas sin ser las cosas en sí mismas sino presupuestas como tales (teoría tradicional de la verdad como adecuación o correspondencia). Mediante la reflexión determinante, el fenómeno se resuelve en sus momentos esenciales, deviene pensamiento de sí, pero no como cosa puesta o supuesta sino como la cosa en sí misma. La reflexión determinante es el movimiento del pensamiento desde la apariencia al fenómeno y del fenómeno a la cosa en sí: lo que es, está; lo que está es posible y es posible porque es necesario. De ahí la conocida sentencia hegeliana: Todo lo real es racional, todo lo racional es real

LA RAZÓN INFINITA

El objeto de la filosofía como reflexión determinante es lo absoluto como conocimiento. Lo absoluto es el pensamiento mismo, que en la filosofía se reconoce a sí mismo como tal en la idea de lo verdadero. En la filosofía, el pensamiento como absoluto se realiza, se hace efectivo. La filosofía como reflexión determinante es aspiración a lo absoluto: a eso aludíamos con la figura de la espiral ascendente cuyo final no vislumbramos. La filosofía es razón infinita.

La actividad analítica del pensamiento o reflexión extrínseca (por oposición a reflexión determinante) no es propiamente una actividad filosófica sino científico-experimental. El núcleo de la filosofía hegeliana quizás se pudiera atrapar en la idea de que incluso el ser sensible en su pura inmediatez se constituye desde lo racional (primer momento de la fenomenología del espíritu). El modo de constituirse de la razón es siempre la negación de la negación. Tal proceso de enriquecimiento del concepto es circular (no lineal como la ciencia empírica del entendimiento) en tanto que retorna siempre en la búsqueda de nuevas determinaciones de lo mismo. En consecuencia, el proceso de la construcción o constitución de la verdad es inagotable. 

EL CONCEPTO

El concepto es el espíritu mismo y su vida. La vida del concepto es proceso y realización como pensamiento infinito o circular. El concepto es la potencia creadora del espíritu como infinitud pensante que se determina a sí misma constituyendo en el proceso su contenido y sus determinaciones. El concepto no es sólo la idea en sí separada (Platón), ni lo general de lo particular (Aristóteles), ni el número (Galileo), el cual no es adecuado para tratar los conceptos, ni la certeza evidente (Descartes), ni la espontaneidad psicológica de la mente (Hume), ni la organización lógica o trascendental del conocimiento (Kant), sino la identidad mediata del pensamiento infinito determinándose a sí mismo.

El concepto, como sujeto que se piensa a sí mismo, es la verdad de la sustancia en cuanto que es la sustancia misma: la verdad es la realidad misma en cuanto que realizada en el concepto. En el concepto se hace efectiva la verdad, no como lo dado ni como lo representado, ni como lo originario, sino como lo realizado en el proceso: la verdad es la realidad pensada en sus mediaciones. Las determinaciones del pensamiento reflexivo están en la Ciencia de la Lógica, cuyo parte última se ocupa de su culminación en la lógica del concepto (lógica del ser, lógica de la esencia y lógica del concepto).

El concepto como proceso realizado, como efectividad cumplida, es totalidad infinita, a saber: relación reflexiva de “todo con todo”, es decir infinitud de la reflexión y de la realidad y su relación mutua. El concepto es lo necesario en tanto que alcanza la idea como fin del proceso, es ya la verdad misma como resultado. La tarea de la filosofía a través de la infinita contradicción mediadora del concepto y su desenvolvimiento hasta la idea es hacer posible lo que para el pensamiento absoluto es absoluta unidad: se podría decir simbólicamente que eso es el pensamiento divino existente y verdadero en su totalidad infinita. El concepto es la verdadera “cosa en sí, el pensar mismo, la verdad como lo pensado del ser. La verdad, en términos lógicos, es el juicio infinito, la pura identidad mediada como juicio en el cual no sólo queda superado el juicio de existencia, al negarse la inmediatez del concepto que subsume, sino que la razón misma en su infinitud queda agotada.

La dialéctica de la razón es un recorrido en el cual lo mismo que se dice se va agrandando (la verdad de un juicio es un proceso infinito de determinaciones mediadoras). La verdad sólo puede entenderse como la potencia creadora del concepto. El juicio es la realización del concepto en la reflexión determinante. La verdad del juicio es el propio concepto determinándose reflexivamente hasta el infinito. 

LO EMPÍRICO

La intuición empírica, la experiencia, las impresiones son ya concepto cuando el concepto es verdadero. Ningún pensador ha tenido menos miedo a lo empírico que Hegel. Frente a Aristóteles, para Hegel la substancia primera es el concepto (la cual fundamenta a las substancias segundas de carácter empírico). No se puede admitir algo no pensado que sea real. El juicio de existencia es la pura universalidad abstracta, sin determinaciones, sin concepto. Nunca el pensamiento aislado es verdadero. El pensamiento aislado ignora lo que no dice, que sí es esencial. Importa el proceso completo (sin abandonar nada de lo pasado) que conduce al juicio necesario. La auténtica universalidad no es la abstracción sino la totalidad del concepto. Todos los existentes son lo que son y lo que no son: este es el sentido del verdadero juicio universal. Lo verdaderamente existente es el concepto, lo realmente empírico es el pensamiento.  

DIOS

La tarea de la filosofía, a través de infinita contradicción mediadora del concepto y de su desenvolvimiento hasta la idea, es hacer reductible lo que para el pensamiento absoluto (Dios) es absoluta unidad. El pensamiento de Dios en su totalidad es ya mismo existente y verdadero. La Lógica no es un libro que sugiera cómo hay que pensar para hacerlo correctamente (reflexión extrínseca), ni siquiera para realizar el pensamiento (reflexión determinante), sino que es el reflejo mismo de la eternidad, de cómo sería la mente de Dios antes de la creación. La Lógica es la realización de la igualdad formal entre el pensamiento humano y divino. La Lógica de Hegel es un gigantesco silogismo cuyo contenido es Dios, es el pensamiento de Dios en su absoluta libertad y necesidad. La auténtica verdad es la necesidad y también la libertad misma (esto es lo que tiene de sorprendente y paradójico la verdad hegeliana). En esto consiste la inmensa dualidad de lo que debe ser la verdad, que empuja efectivamente a la reflexión extrínseca, aunque a la vez de forma ambivalente la rechaza mediante la reflexión determinante. La filosofía hegeliana es la teología suprema, la cual comporta la muerte del cristianismo (fe, individuo, gracia conciencia, subjetividad). En esto consiste la hipocresía teológica de la fe: su efectividad no fundamentada. Sólo la razón no la fe, que es un momento no mediado, hace verdadera la teología.

Todo el pensamiento de Hegel se basa en la necesidad de la infinitud misma, del pensamiento infinito, de Dios: la necesidad de Dios surge de la infinitud del pensamiento y de la realidad, como en el postulado final de la razón práctica Kantiana: síntesis absoluta de la totalidad de lo real.

El sistema de la filosofía del espíritu de Hegel está expuesto, sobre todo, en dos obras: Fenomenología del Espíritu (1807) y Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1817). 

lunes, 10 de junio de 2024

Problemas del sistema educativo y 3. La disciplina

 

El origen de parte de los problemas de la enseñanza pública es la falta de disciplina en las aulas. Para entenderlo mejor me traslado por comparación asimétrica al otro extremo del sistema educativo, a la antítesis de la escuela pública, a ciertos centros privados de referencia en los que se expide una titulación equivalente a la ESO y el Bachillerato; doy por supuesto que la enseñanza pública debe cumplir una función totalmente distinta, pero algo se puede aprender. Tres muy conocidos: el Liceo Francés, el Instituto Británico y el Colegio Alemán. En todos hay una forma de entrar y tres de salir (dicho sea de forma eufemística): para entrar a los 11-13 años debes acreditar un título de Graduado de la ESO, un nivel de competencia B2 (intermedio-alto) según el marco europeo de las lenguas, superar unas pruebas de asignaturas troncales para revalidar el título de Graduado (no se fían) y una entrevista en español y en lengua extranjera para conocer al alumno y confirmar el nivel de competencia B2. Obviamente sales del centro si no pagas las abultadas mensualidades, si tu rendimiento académico no es el esperado (muchos abandonan) y si das la murga, es decir, si incumples de forma reiterada las normas de un reglamento disciplinario de sentido común, que, por cierto, no es la cosa mejor distribuida del mundo, como afirmaba Descartes. En resumen, existe un principio de autoridad racional que dirige, coordina y hace que se cumplan los objetivos de la institución. Por supuesto, se trata de una educación clasista pero ahora no es el asunto que nos ocupa.

Precisamente el arduo problema disciplinario en la enseñanza pública es que no existe un principio sólido de autoridad. El organigrama de un instituto de Secundaria (Inspección de zona, Junta directiva, Consejo Escolar, Tutores, Jefes de departamento, etc.) es la única burocracia, en el sentido que le atribuía Max Weber, sin competencias o con competencias difusas, subjetivas o meramente nominales. En este marco de voluntarismo sin un soporte legal firme, los responsables políticos, aunque cubran el problema de fruslería psicopedagógica, no pueden pretender (y lo saben de sobra) que los alumnos se pongan a sí mismos las cadenas. Muchos padres son conscientes de que el profesorado de la pública está en general mejor preparado que el de la privada o la concertada, pero también saben que, aunque no sean centros exclusivos, no se producen los desórdenes públicos que descolocan al profesorado, lo sacan de su casillas e impiden que cumpla sus obligaciones. Me decía un colega de inglés (una asignatura para la vida y el trabajo) que se consideraba un jamón bien curado al que sus alumnos por culpa del desmadre disruptivo se conformaban con lamer la pezuña. Se pueden imaginar las borrascas que asolan una clase de cultura clásica o de filosofía.

Cuando un grupo traspasa ciertas líneas rojas hay varias opciones: ponerte a gritar descompuesto, rogar a los cabecillas que abandonen el aula, llamar al jefe de estudios para que “tome medidas” o amenazar con pruebas de evaluación más difíciles. Si pierdes los papeles, el silencio dura diez minutos. Si echas a los culpables, se van al patio y la escandalera se escucha en todo el centro. Si llamas al Jefe o a la Jefa de Estudios el manido sermón que les larga tres veces al día no tiene siquiera efectos secundarios. Sin duda la mejor solución es que te calles cada vez que hacen la ola hasta que el tumulto decaiga. Abstente de decir que entra en el examen lo que no has podido explicar en el tiempo de silencio. Nadie te va a respaldar; es más, las altas instancias te acabarán pidiendo explicaciones.      

Algunos ejemplos de indisciplina sacados de mi trashumancia por algunos institutos que fueron sancionados con un mes de expulsión; eso sí, con todas las garantías de seguimiento día a día para que la Asociación de Padres no se inquietase por abandono académico. Por supuesto, los implicados en los desmanes obviaron tantas facilidades. Los únicos indignados fueron los padres que al irse temprano a trabajar dejaron a su hijo roncando y, a buen seguro, con un montón de planes inquietantes en la casa y en la calle. Ahí van.

El hijo de una concejala de cultura, un alumno de anchas espaldas (como Platón) empujó bruscamente a su tutor que besó la lona tras recriminarle el acoso a varios compañeros. La excusa fue que el tutor le había levantado la voz con desconsideración.

Entre clase y clase, dos alumnos de la ESO casi desnudaron a una compañera en los lavabos; la manada trío no fue a más porque los gritos de la chica sacaron a los profesores del aula y al conserje de su siesta. Alegaron que fue ella la que los había citado, incitado y excitado quitándose la ropa.

El gracioso de turno embadurnó con un líquido incoloro, y pegajoso que se llevó del taller de su padre el sillón de la profesora de francés a punto de jubilarse. Cuando la buena señora tomó asiento y notó en sus posaderas el mejunje viscoso casi le da un ataque de nervios. Lo de menos fue la falda echada a perder. Un coro de risas acompañó la gamberrada. Fue una broma inocente, sin mala intención, nunca pude imaginar… se disculpó el torpe pintor de brocha gorda.

Por último, el más sonado. Un grupo de alumnos saltaron la tapia del instituto en horas no lectivas, se colaron en el despacho de la directora y tiraron un sofá y dos sillones por la ventana de un tercer piso. Las cámaras de entrada los grabaron y su única excusa, desde luego a tener en cuenta, fue que antes de cometer la fechoría se aseguraron de que no había nadie debajo. Los padres de los asaltantes suplicaron de rodillas a la inspección que no interviniera la policía. Todo quedó en la expulsión y apertura de un expediente disciplinario por falta grave. Papel mojado. Por el mismo precio la próxima vez tiran a la directora.