La pandemia ha
supuesto un renovado interés por el culto al cuerpo. Recordad el omnipresente ¡Cuídate!
Las salas de fitness, están a reventar, las aceras pobladas de
corredores o runners que resoplan al adelantarte, en los parques se han
instalado barras, bicicletas y otros artilugios, en cualquier
esquina puedes tropezarte con alguien haciendo sentadillas, flexiones o estiramientos.
Por no hablar de la penitencia de la gastronomía ecológica.
Otra variante en auge del culto al cuerpo son los institutos o clínicas de cirugía y medicina estética, el negocio más próspero del barrio junto con los gimnasios, las terrazas y los chinos. Sus clientes son por el momento mayoritariamente femeninos, pero hay cada vez más presencia masculina (hetero y homo) según datos de las propias clínicas, en parte ciertos y en parte hinchados en un intento de autopromoción. Algunos se retocan por exigencias profesionales (políticos, reyes, locutores, actores, influencers, deportistas), otros por contemplar su imagen en el espejo, sin olvidar a los que buscan el elixir de la eterna juventud.
Hoy tocamos este
palo. No es lo mismo la cirugía plástica que la cirugía estética. La primera pretende
restaurar la forma y función del tejido después de que haya sido afectado por diversas
patologías: infección, traumatismo, extirpación, quemaduras, amputaciones,
deformaciones congénitas… La segunda se utiliza para mejorar la apariencia personal
y se puede realizar en diferentes áreas de la cara, el cuello y el
cuerpo. No hay, por tanto, patologías previas. Se trata de un
procedimiento electivo mediante el cual se modifican rasgos corporales a fin de
optimizarlos. Hay muchos tipos de cirugía estética: el lifting o
estiramiento facial, la rinoplastia, la liposucción, la otoplastia, la
mamoplastia, el levantamiento de cejas, entre otros. Una variante no quirúrgica
de la cirugía estética es la medicina estética orientada a perfeccionar el
aspecto físico mediante tratamientos no invasivos o mínimamente invasivos:
corregir imperfecciones del rostro, favorecer la calidad y textura de la piel,
reducir las arrugas, corregir las líneas de expresión o promover la
regeneración celular. La cirugía plástica o reparadora está cubierta por el
Servicio Nacional de Salud, mientras que la cirugía y la medicina estética es
sufragada por los usuarios, algo justo y necesario en ambos casos.
Hay un tema concomitante
que cada vez cobra mayor actualidad y es objeto de polémica (agria entre los
políticos): la transexualidad. La podemos definir como la identidad de género
de las personas que se consideran a sí mismas individuos del sexo opuesto. Los
transexuales tienen, por tanto, una identidad de género que no coincide con su
sexo adscrito por nacimiento por lo que desean realizar una transición al sexo
con el que se identifican. Para llevarla a cabo tienen que buscar asistencia
médica mediante terapias de sustitución hormonal y cirugía de cambio de género.
Esta última tiene dos modalidades completas: la cirugía de feminización
o vaginoplastia y la cirugía de masculinización o faloplastia. Hay grados
intermedios. La vaginoplastia consiste en una reconstrucción genital que
incluye la extirpación de los testículos y el pene, la creación de una
vagina, labios vulvares y un clítoris. La faloplastia tiene como objetivo
crear unos genitales externos masculinos que permitan una función urinaria en
posición vertical, una estimulación erógena y una penetración satisfactoria. La
operación completa de reasignación de género en ambos casos es compleja porque
implica a distintos especialistas y además costosa, en torno a los veinte mil
euros o más en función de las características de cada caso.
Es problema ético y político es a quién corresponden los gastos de la cirugía de reasignación parcial o completa de género. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y las más reconocidas asociaciones de Psiquiatría no consideran a la transexualidad una enfermedad mental. La patología, denominada disforia de género, surge, más bien, cuando tratamos de disuadir a la persona de su identidad transexual en vez de ayudarla a que la asuma sin complejos. La contradicción surge, a mi modo de ver, en que si no se trata de una enfermedad sino de una elección subjetiva no corresponde al Servicio Nacional de Salud hacerse cargo de los gastos de las intervenciones de feminización o masculinización. No son un caso de cirugía estética, pero tampoco de cirugía plástica. Es más, por su propia finalidad institucional, el SNS quedaría al margen de cualquier protocolo, evaluación y procedimiento relacionado con la reasignación de sexo. Los transexuales tendrían, por tanto, que recurrir a centros privados (los hay y muy competentes, por ejemplo, la Clínica Mayo) y cubrir todos los gastos. Estoy de acuerdo en que muchos trans, por desgracia, no pueden costearse la intervención, pero de ahí no se sigue que tengamos que pagársela entre todos. Insisto, trato de expresar mi opinión, no de sentenciar sobre el caso. En nuestro país este matiz nunca está de más.