viernes, 15 de marzo de 2024

El cuerpo del amor

 

La pandemia ha supuesto un renovado interés por el culto al cuerpo. Recordad el omnipresente ¡Cuídate! Las salas de fitness, están a reventar, las aceras pobladas de corredores o runners que resoplan al adelantarte, en los parques se han instalado barras, bicicletas y otros artilugios, en cualquier esquina puedes tropezarte con alguien haciendo sentadillas, flexiones o estiramientos. Por no hablar de la penitencia de la gastronomía ecológica.

Otra variante en auge del culto al cuerpo son los institutos o clínicas de cirugía y medicina estética, el negocio más próspero del barrio junto con los gimnasios, las terrazas y los chinos. Sus clientes son por el momento mayoritariamente femeninos, pero hay cada vez más presencia masculina (hetero y homo) según datos de las propias clínicas, en parte ciertos y en parte hinchados en un intento de autopromoción. Algunos se retocan por exigencias profesionales (políticos, reyes, locutores, actores, influencers, deportistas), otros por contemplar su imagen en el espejo, sin olvidar a los que buscan el elixir de la eterna juventud.     

Hoy tocamos este palo. No es lo mismo la cirugía plástica que la cirugía estética. La primera pretende restaurar la forma y función del tejido después de que haya sido afectado por diversas patologías: infección, traumatismo, extirpación, quemaduras, amputaciones, deformaciones congénitas… La segunda se utiliza para mejorar la apariencia personal y se puede realizar en diferentes áreas de la cara, el cuello y el cuerpo. No hay, por tanto, patologías previas. Se trata de un procedimiento electivo mediante el cual se modifican rasgos corporales a fin de optimizarlos. Hay muchos tipos de cirugía estética: el lifting o estiramiento facial, la rinoplastia, la liposucción, la otoplastia, la mamoplastia, el levantamiento de cejas, entre otros. Una variante no quirúrgica de la cirugía estética es la medicina estética orientada a perfeccionar el aspecto físico mediante tratamientos no invasivos o mínimamente invasivos: corregir imperfecciones del rostro, favorecer la calidad y textura de la piel, reducir las arrugas, corregir las líneas de expresión o promover la regeneración celular. La cirugía plástica o reparadora está cubierta por el Servicio Nacional de Salud, mientras que la cirugía y la medicina estética es sufragada por los usuarios, algo justo y necesario en ambos casos.

Hay un tema concomitante que cada vez cobra mayor actualidad y es objeto de polémica (agria entre los políticos): la transexualidad. La podemos definir como la identidad de género de las personas que se consideran a sí mismas individuos del sexo opuesto. Los transexuales tienen, por tanto, una identidad de género que no coincide con su sexo adscrito por nacimiento por lo que desean realizar una transición al sexo con el que se identifican. Para llevarla a cabo tienen que buscar asistencia médica mediante terapias de sustitución hormonal y cirugía de cambio de género. Esta última tiene dos modalidades completas: la cirugía de feminización o vaginoplastia y la cirugía de masculinización o faloplastia. Hay grados intermedios. La vaginoplastia consiste en una reconstrucción genital que incluye la extirpación de los testículos y el pene, la creación de una vagina, labios vulvares y un clítoris. La faloplastia tiene como objetivo crear unos genitales externos masculinos que permitan una función urinaria en posición vertical, una estimulación erógena y una penetración satisfactoria. La operación completa de reasignación de género en ambos casos es compleja porque implica a distintos especialistas y además costosa, en torno a los veinte mil euros o más en función de las características de cada caso.

Es problema ético y político es a quién corresponden los gastos de la cirugía de reasignación parcial o completa de género. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y las más reconocidas asociaciones de Psiquiatría no consideran a la transexualidad una enfermedad mental. La patología, denominada disforia de género, surge, más bien, cuando tratamos de disuadir a la persona de su identidad transexual en vez de ayudarla a que la asuma sin complejos. La contradicción surge, a mi modo de ver, en que si no se trata de una enfermedad sino de una elección subjetiva no corresponde al Servicio Nacional de Salud hacerse cargo de los gastos de las intervenciones de feminización o masculinización. No son un caso de cirugía estética, pero tampoco de cirugía plástica. Es más, por su propia finalidad institucional, el SNS quedaría al margen de cualquier protocolo, evaluación y procedimiento relacionado con la reasignación de sexo. Los transexuales tendrían, por tanto, que recurrir a centros privados (los hay y muy competentes, por ejemplo, la Clínica Mayo) y cubrir todos los gastos. Estoy de acuerdo en que muchos trans, por desgracia, no pueden costearse la intervención, pero de ahí no se sigue que tengamos que pagársela entre todos. Insisto, trato de expresar mi opinión, no de sentenciar sobre el caso. En nuestro país este matiz nunca está de más.

sábado, 9 de marzo de 2024

Meritocracia

Es conocida la sentencia firme de Alfred North Whitehead según la cual toda la filosofía occidental consistiría en una serie de notas a pie de página a la filosofía platónica.

La RAE define la meritocracia como el Sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales. En su Diálogo de madurez República, la primera utopía política conocida, Platón propone algo similar a lo que hoy entendemos por tal concepto: a la cabeza de un Estado ideal deberían estar los filósofos gobernantes designados entre la casta de ciudadanos que por selección eugenésica y formación específica predomina el alma racional cuya virtud es la prudencia o sabiduría práctica. Al final de su vida, Platón fue muy pesimista sobre la instauración en Grecia de una ciudad estado realmente justa. En realidad, estuvo a punto de perder su privilegiada cabeza en tres ocasiones a causa de sus ideas políticas.  

Un fantasma recorre la Unión Europea: la escasa competencia de la clase política. Es lo mismo que pensaba Platón de la corrompida democracia ateniense que ejecutó a Sócrates, su maestro. Abatido y en la lista negra de los disidentes, se refugió en Megara durante tres años. Posteriormente viajó a Egipto, Cirenaica e Italia. En Siracusa (Sicilia) convenció al tirano Dionisio el Viejo de que pusiera en práctica sus principios políticos, pero acabaron mal. El tirano se hartó de teorías abstrusas, lo cargó de cadenas, lo convirtió en esclavo y lo vendió en el mercado. Tras pagar un amigo el rescate volvió a Atenas donde fundó la Academia, una institución dedicada originalmente a la formación de políticos profesionales. A la muerte de Dionisio el Viejo, su hijo, Dionisio el Joven lo reclamó como instructor personal. Platón, pese a su anterior fracaso, volvió dispuesto a reivindicar las ventajas de un gobierno de los sabios. Pero el tirano, ajeno a las verdades del mundo inteligible, acabó por desen­ten­derse de su asesor y tras la caída del régimen a causa de una conspiración, el filósofo, perseguido y desmoralizado, volvió de nuevo a Atenas lleno de dudas sobre su teoría de las ideas y de  sombras sobre la condición humana como reflejan sus últimas obras.  

Cambiando lo que se deba cambiar, aplicaremos el intelectualismo platónico, la meritocracia, a la democracia liberal. Las conclusiones son muy parecidas. En primer lugar, una vez eliminados los ministerios superfluos (en nuestro país la mitad) debemos asumir que el ministro de sanidad sea un médico reconocido, el de hacienda un economista prestigioso, el de educación un profesor emérito, el de justicia un jurista acreditado y así sucesivamente (si continuamos, el disparate surge pronto). Las dificultades se suceden: los profesionales más capaces no suelen estar interesados en la política. Más bien la evitan. Echen una mirada a los escuálidos curricula del arco parlamentario. Además, si los hubiera, deberían tener unas mínimas afinidades ideológicas con el partido al que representan: hablamos de democracia no de tecnocracia. No se trata de sustituir los fines ideológicos por los medios técnicos. Nuevo problema: que sea un excelente profesional de la medicina, la economía, la educación o el derecho no garantiza que sea un buen político. En realidad, no sabemos en qué consiste ser un buen político. Un misterio dentro de un enigma. Quizás el buen político nace, no se hace. Ya sabemos lo que dan de sí los licenciados en ciencias políticas y sociología. Ni siquiera la historia nos aclara quienes han sido buenos o malos. Siempre nos encontramos con un mosaico de luces y sombras. La meritocracia estricta, platónica, no funciona en la democracias liberales.

La segunda solución, en línea con la anterior, serían los consejeros áulicos. Los representantes electos se rodearían de técnicos cualificados, a tiempo parcial o total, para encontrar la mejor relación entre medios y fines. Pero surgen nuevos problemas: nuestros políticos tienden por sistema a priorizar los fines, mutados en intereses creados, a los medios expertos; o sea, a degradar el contenido objetivo de los sesudos informes, a esconderlos en un rincón escondido y cubierto de polvo o a enviarlos directamente a la papelera de reciclaje. Otrosí, los políticos profesionales no eligen por norma a los mejores técnicos sino a personajes afines al partido por dos motivos: oyen la música celestial que quieren oír y pagan las exigencias internas del insistente qué hay de lo mío. Después de todo la política es una carrera. Finalmente, los asesores son legión porque los situados extienden insaciables la red de influencias a familiares, amigos y conocidos. Al final prevaricación, cohecho y presuntos implicados. Tampoco esta variante de la meritocracia, la más plausible, la más llevadera, es por ahora la solución a la decadencia de la democracia liberal en España, Europa y Estados Unidos. Lo que sigue es algo que no hace falta imaginar porque ya está sucediendo. Y el futuro que se vislumbra es oscuro y confuso, si es que sobrevivimos como especie a corto plazo. Siempre nos quedará la ciencia, pero todo parece indicar que sus aplicaciones, la tecnología militar, las computadoras cuánticas, la inteligencia artificial, apuntan en una dirección inquietante.