sábado, 28 de agosto de 2010

Atleti: y van dos de dos...

Mi hijo Nacho el Día de la Victoria con dos amigos (fotografía hecha con un móvil)

Ayer consiguió el atleti su segundo título europeo en un año (¡y van dos de dos!)
Antes del partido, con cierto sentido lógico en la consideración del orden de las causas, los atléticos nos dábamos por cachiporrados. ¡El Inter es mucho Inter! El único equipo, junto con el del Manzanares, que consiguió doblegar la temporada pasada al omnipotente Barça de Guardiola.
Pero el principio de razón suficiente es aleatorio en el fútbol, que junto con la pesca, el arte y la riqueza son los únicos reinos de la libertad que se dan en este perro mundo.
Presentamos seguidamente el orden vertical de las poderosas influencias que propiciaron el segundo orgasmo universal entre los miembros/as de la gran familia atlética.

1) En primer lugar, el grado de motivación fue notablemente mayor en el equipo madrileño que en la escuadra italiana. Conocemos de sobra el papel decisivo de los factores psicológicos (yo prefiero decir de la "voluntad de poder") en cualquier deporte. Esta situación se repite en todas las finales de la Supercopa. Para empezar, la Champions League (antigua Copa de Europa) está considerada una competición de prestigio y rango superior a la Europa League (antigua copa de la UEFA). El que vence en la primera ha tocado el techo nimbado de la gloria, esta ahíto de complacencia, y cualquier otro título es mirado de arriba-abajo, desdeñosamente. Al revés, quien triunfa en la segunda, acomplejado por la grandeza de la otra competición, desea bajar del pedestal a un rival orgulloso e intratable.

2) En segundo lugar, la forma física de los jugadores italianos dejó mucho que desear. Es probable que Mourinho los exprimiera el año pasado hasta la cáscara y más allá. Bien sabe Dios que no le deseo mal a nadie, al Real Madrid tampoco (nadie me cree), pero espero con curiosidad mal reprimida el juego que puede dar el entrenador del mejor (y más plutocrático) equipo… ¡del universo! Por el momento el asunto “Mou” se asemeja a la Romería del Rocío, pero puede acabar como el Rosario de la Aurora.

3) En tercer lugar, el planteamiento táctico de Quique fue perfecto, a pesar de las incertidumbres de la alienación inicial. La defensa al completo y un excelente guardameta (tuve la suerte de asistir en el Calderón a su primer partido como titular contra el Real Zaragoza y como ayer paró un penalti) fueron un bastión inexpugnable; el centro del campo presionó a sus pares durante todo el encuentro y lanzó afilado el contraataque de los puntas; los delanteros, por su parte, no miraron para otro lado cuando salían los centrales del rival con el balón jugado y en el momento oportuno aprovecharon sus opciones. (Me van a contratar en el Marca).

4) En cuarto lugar, existe una Justicia Universal, aunque no sea puntual sino cíclica, al estilo de las grandes cosmologías griegas. Ahora estamos en la fase ascendente del eterno retorno, la primera desde que acabó la temporada 1995/96 en la que conseguimos el legendario doblete. Hemos estado pues catorce años en humillante recesión (para que luego se quejen los políticos de lo que está cayendo).

5) En quinto lugar, porque el único Dios ha sido nuevamente rojiblanco, esta vez el Hijo, la otra, el Padre. A la tercera, conquistaremos la primera Champions League que tan cruelmente se nos negó en la final de la Copa de Europa 1973-74 contra el Bayern de Munich.

El martes me voy a Neptuno sí o sí; me he agenciado en secreto una copia de la llave del cuarto oscuro en el que mi mujer piensa encerrarme para evitar que me largue por (lo que considera) tres razones de peso: ser varón (o sea, inmaduro, pendenciero y bebedor), ser mayor (es decir, haber superado con creces la cincuentena) y ser fanático (a saber, ser practicante ortodoxo de la religión atlética). Pero no puedo dejar que pase de largo esta oportunidad única de escuchar en el Olimpo madrileño los acordes del himno a la alegría colchonero cantado por el coro trágico de la afición (no el prescindible himno del centenario, Motivos de un sentimiento -ya el título asusta- escrito y cantado por Joaquín Sabina).

Atleti, Atleti, Atlético de Madrid,
Jugando, ganando, peleas como el mejor,
porque siempre la afición,
se estremece con pasión,
cuando quedas entre todos campeón...

¡Aúpa atleti, viva por siempre el club que nos da vida!

viernes, 27 de agosto de 2010

Las aulas de antaño 3. Don Miguel


Los docentes veteranos insistimos en la distancia abismal que hay entre lo que hoy pueden hacer los alumnos en todos los órdenes (público, académico, personal, familiar) y lo que los alumnos no podíamos hacer a finales de los años sesenta del siglo pasado.
Sin embargo, me interesa ahora invertir la reflexión y detenerme más bien en lo que los profesores de ahora no pueden hacer (puesto que acabarían repudiados por la sociedad, marginados por sus compañeros, abandonados por sus alumnos y expedientados por la administración) y lo que algunos hicieron de manera insólita en aquella época tan distante de la actual, y entre las cuales vinieron a situarse tantos días.
¿Recuerdas la tediosa conferencia sobre el Doctor Angélico, patrón de los estudiantes, pronunciada en el acto inaugural del curso en el IEM Alfonso VIII de Cuenca? Pues bien, la primera semana no tuvimos clases de filosofía con el titular de la cátedra. A comienzos de la segunda, el Jefe de Estudios entró en clase de forma intempestiva y sin más preámbulos nos dijo que nuestro viejo conocido, el sabio ponente, había obtenido una comisión de servicios en el Ministerio y que en breve se incorporaría al centro un sustituto.
Y así sucedió. El nuevo profesor era un hombre relativamente joven, solterón contumaz (nos hizo una breve semblanza de sí mismo apenas entró en clase), madrileño sin saberlo, o sea, cosmopolita, barbado, de pelo lacio y ojos salientes, amante de la pana clara y fumador de pipa: Don Miguel para los alumnos. No es mucho para empezar, pero insistiremos todavía en algunos de sus rasgos personales.
Daba la impresión, compartida por los analistas del grupo (Preu A), de que don Miguel recordaba su horario en el preciso instante en que traspasaba la puerta del aula los lunes a cuarta hora. Solía llegar con veinte minutos de retraso. Acababa de llegar de Madrid, donde había pasado un agitado y alcohólico fin de semana (según nos contaba a veces). Conducía un Renault 4L, de color indefinido, a veces parecía de humo gris y otras blanco, similar al que anuncia el fracaso o el éxito en la elección del nuevo Papa; era imposible adivinarlo por las capas geológicas de polvo acumuladas durante tantos viajes y tantas estaciones. El interior del vehículo, por lo poco que se podía distinguir a través de los cristales fósiles, parecía un bazar declarado en almoneda. Había de todo en aquel cajón de sastre: hojas sueltas de un calendario kitsch, una aleta de submarinista huérfana, El único y su propiedad de Stirner, una camiseta de felpa de mangas largas, una pelota de rugby deshinchada…
Desorientado, se sentaba. Nos miraba con cierta compasión, quizás por nuestra edad y el encierro que sufríamos; con parsimonia encendía la pipa y comenzaba la clase. Podía referirnos, porque no se le iban de la cabeza, ciertos sucesos aislados de la juerga del sábado. Pero lo normal era, así ocurría en las restantes clases semanales, que divagara al azar por algunos aspectos de su sistema del mundo (que suponía asequibles a nuestras tiernas mentes): la amistad, los celos, el autoengaño, las relaciones de dominio, las convenciones sociales, la certeza y el error, el tiempo, la soledad, la realidad y el deseo, los tonos intermedios entre el bien y el mal… por lo demás, el sistema de don Miguel era asistemático, como descubrí más tarde, cuando ambos éramos adultos. A sus tesis filosóficas les ocurría lo mismo que al modelo astronómico de Claudio Ptolomeo: solucionaba algunos hechos aislados, pero no integraba en un sistema único los movimientos planetarios, pues al hacerlo se producían desajustes orbitales. Como todo ser humano honesto y a la altura de los tiempos, Don Miguel sostenía un universo flexible, mal apuntalado, disperso, que permitía correcciones continuas y acumulaba explicaciones profusamente formuladas para solucionar hechos sueltos y muchas veces banales.
A continuación sucedía un simulacro de clase medieval: una lectio o lectura, una quaestio o interpretación crítica del texto y una pintoresca disputatio, en la que Don Miguel nos invitaba a opinar, en calidad del honorable gremio de alumnos preuniversitarios, sobre el cosmos, es decir, sobre todo lo que es, lo que fue o lo que será alguna vez. Se me olvidaba decir que a partir de este momento, con la segunda pipa de aromáticos vientos, nos permitía fumar a discreción.
Envuelto en una humareda insondable, símbolo de la asignatura, Don Miguel preguntaba por la página en qué “nos habíamos quedado” (sólo un par de varones justos sabían la respuesta); abría el libro de texto (que todavía conservo encuadernado en pasta roja): Historia de la filosofía y de la ciencia, de Julián Marías y Pedro Laín Entralgo. Leía en voz alta, para sí mismo, penetrando por vez primera el sentido de las frases. De pronto se paraba e improvisaba con interés creciente el comentario del fragmento, interminable a veces, otras, tan solo un sintagma. Su exposición tenía que ver o no con la lectura y se asemejaba, según recuerdo, a una sesión de terapia psicoanalítica (en parte era eso) en la que el paciente intenta verbalizar sus conflictos mediante la asociación libre de contenidos internos. Nadie entre la audiencia (que no oía) manifestaba la más ligera objeción a estas digresiones. Cuantas más se dieran, menos materia entraba en el examen.
Seguía el turno de palabra de los jóvenes sesudos y la ocasión de refutar la nada precedente. Uno, Cordente, sublimaba sus aspiraciones puntuales a una vida auténtica, pues sólo las sostenía en ese instante de la clase; otro, Valero, abordaba su sobreabundancia hormonal con una defensa tajante del estado de naturaleza en una ciudad de provincias; un tercero, Gabaldón, mayor que el resto, seminarista huido de Uclés por el frío, el hambre y las tentaciones, embrollaba sus vagas especulaciones con la sospecha (fundada por lo demás) de que los institutos de enseñanza media no eran templos del saber sino cárceles del alma… La única pregunta que hice durante el año, mal recibida, fue si la carrera de filosofía permitía, una vez finalizada, hacer oposiciones a bibliotecario. Si en vez de pensar en las musarañas, hubiéramos escuchado con atención las fecundas intervenciones de nuestros colegas, nos tendríamos que haber pellizcado para no reventar de risa. La felicidad pasó una vez más delante de nosotros (y solo para nosotros) y la dejamos escapar.
El primer examen de filosofía fue un acontecimiento único en los anales del centro. Don Miguel nos dio una hoja con algunos fragmentos de los presocráticos y cinco cuestiones que, a primera vista, parecían fáciles. Nos dijo que lo hiciéramos en casa o donde nos acomodara y que podíamos utilizar todos los libros y ayudas que estimáramos convenientes para su resolución. En el plazo máximo de una semana teníamos que entregárselo.
Por mi parte (al sospechar la celada), me fui a la Biblioteca de la Casa de la Cultura, enfrente de donde vivía; pedí un libro sobre los primeros filósofos griegos, trasladé al papel con mis palabras lo que consideré oportuno y se lo llevé.
Al mes nos entregó una lista con las calificaciones. Nadie había aprobado. Una de las notas más altas era la mía, un tres con cinco, el panorama era desolador. Uno de los alumnos, Aguirre, era sobrino del catedrático de filosofía de la Escuela de Magisterio. Don Alberto, que así se llamaba, había resuelto en un periquete el examen de su ahijado y quedó muy sorprendido cuando Jesusito le informó de que habían sacado un dos y medio. El júbilo del sobrino y el cabreo flamígero del tío (que amenazó con dar publicidad al asunto, aunque no lo cumplió por razones obvias) hicieron las delicias de una ciudad entumecida por la ausencia crónica de sentido del humor.
Al terminar el curso nos aprobó a todos con buenas notas. Tuvimos que leer el inmortal Fausto de Goethe y cuando, tras conversación salpimentada, conseguimos convencerle uno por uno de que lo habíamos madurado “en nuestra propia cabeza” nos indultó. La filosofía empezó de pronto a interesarme por su oscuridad y desarreglo. Su ámbito de influencia era una constelación de preguntas herméticas que no admitían respuesta o admitían demasiadas. Su misterio me atraía cual los ojos hipnóticos de la serpiente. Aunque no tengamos muchos conocimientos de matemáticas, de historia o de latín, en todo momento sabemos de qué estamos hablando. Sin embargo, cuando Don Miguel peroraba sobre la sustancia, el compuesto hilemórfico o las categorías, aquello no había por donde cogerlo. Hoy, en el fondo, con más fundamento pienso lo mismo.
Algunos, con el curso aprobado, fuimos a Madrid a realizar al examen de acceso a la Universidad o Preuniversitario. El primer apartado del examen consistía en resumir las ideas de una conferencia. Me salió a pedir de boca. El catedrático encargado de la charla, Don Adolfo Muñoz Alonso, disertó sobre los juicios sintéticos a priori en Kant: sus argumentos me parecieron diáfanos comparados con los discursos inextricables de su colega conquense. En la prueba de Historia de la filosofía salió San Agustín. Tuve suerte porque era uno de los pocos autores que habíamos dado y además me lo sabía. Este santo varón de la Patrística me atrapó porque, según entendí entonces, los diversos conocimientos se adquirían por una iluminación de Dios en el alma que la colmaba de verdades absolutas (o sea, de las distintas asignaturas); de esta teoría deslumbrante se deducía la inutilidad del estudio, porque lo único que había que hacer era cultivar la fe y esperar el regalo en forma de lenguas de fuego.
A pesar de todo, lo que más me interesaba (y me interesa todavía), iluminado por la figura excepcional de don José Jesús de Bustos Tovar, era la literatura. En la facultad, donde consiguió una plaza al poco tiempo, volví a tratarlo pero el hechizo se había desvanecido.
Me matriculé en la carrera de Filosofía y Letras en la naciente Universidad Autónoma de Madrid. Durante el primer curso comprendí, aunque obviamente tenía sobradas sospechas, que vivía en un país gobernado por un régimen totalitario. No deseo dedicar a este hallazgo ni una letra más.
Al terminar el año de comunes tenía que elegir la especialidad. En la cola de la Secretaría de la Facultad, una compañera, más enterada que yo, me informó, al confesarle mis preferencias, que la rama que quería seguir no existía todavía en la Autónoma y que en mi cabeza flotaba la confusión entre filología hispánica (que sí se impartía) y literatura española (todavía en proyecto). Tenía siete personas por delante para decidirme (y era tarde para salir corriendo). Me acordé entonces de Don Miguel, de mi trabajo sobre los presocráticos, de mis excelentes notas en las pruebas de acceso, del elogio que me hizo cuando mi madre por interés escolar fue a visitarle a su despacho: “Tiene aptitudes dialécticas”; afirmación que he preferido interpretar como una tendencia a completar la serie de mediaciones que determinan lo que, para entendernos, denominamos “hechos”… Así que cuando llegué a la ventanilla no lo dudé un instante: Filosofía. Jamás me he arrepentido de la elección, al contrario, cada vez estoy más agradecido al equívoco administrativo que la propició.
Sin embargo, hay que decirlo, mi concepción del saber filosófico (sea lo que signifique esta expresión) no coincide con la que defienden la mayoría de los denominados “filósofos puros”. Siempre me ha llamado la atención el ciego parloteo de las sectas filosóficas que invocan engreídas el sentido del mundo actual, sin que en sus palabras u obras se detecte una sola referencia a la gran literatura, a la pintura clásica, a la música culta o al cine de siempre. Una mirada sorprendida a lo que leen nos descubre que sólo abarca un compendio unidimensional de mamotretos metafísicos en el peor sentido del término, ajeno a la presencia de la verdad y con frecuencia inmerso en esas aguas lóbregas y poco profundas que Goethe caracterizó como “el espíritu de la pesantez”. La primera propuesta de la filosofía debiera ser que la verdad y la sabiduría no siempre se muestran en los libros canónicos y que hay más amor al saber en las obras de arte que en ciertos tratados espesos, excesivamente venerados como revelaciones de un pretendido espíritu absoluto.

jueves, 26 de agosto de 2010

Las dos objetivaciones de la voluntad


Robert Musil, El hombre sin atributos

Esta mansión pertenecía al hombre sin atributos.
Él se ocultaba detrás de una de las ventanas y miraba hacia el otro lado del jardín como a través de un filtro de aire de verdes delicados; contemplaba la calle borrosa y cronometraba reloj en mano, hacia ya diez minutos, los automóviles, los carruajes, los tranvías y las siluetas de los transeúntes difuminadas en la distancia, todo lo que alcanzaba la red de la mirada en derredor. Medía las velocidades, los ángulos, las fuerzas magnéticas de las masas fugitivas que atraen hacia sí al ojo de manera fulminante, las sujetan, lo sueltan; las que, durante un tiempo para el que no hay medida, obligan a la atención a fijarse en ellas, a perseguirlas, apresarlas, a saltar a la siguiente. En resumen, después de haber hecho cuentas mentalmente unos instantes, metió el reloj en el bolsillo y reconoció haberse ocupado de una estupidez.
Si se pudieran medir los saltos de la atención, el rendimiento de los músculos de los ojos, los movimientos pendulares del alma y todos los esfuerzos que tiene que hacer un hombre para conseguir abrir brecha a través de la afluencia de una calle, es de presumir que resultaría –él así lo había imaginado al jugar a investigar lo imposible- una dimensión frente a la cual sería ridícula la fuerza que necesita Atlante para sostener el mundo. De ahí se podría deducir qué esfuerzo tan titánico supone el de un individuo moderno que no hace nada.
El hombre sin atributos era en la actualidad uno de ellos.
- De esto se pueden sacar dos conclusiones, se dijo para sí.
El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importancia social y en cuanto interesan para esta suma, prestan mucha más energía al mundo que las accione heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado con ilusión sobre un monte. Este pensamiento le agradó.
Hay que añadir, sin embargo, que le agradó no porque amara la vida burguesa, al contrario, le gustó porque se complacía en combatir sus inclinaciones. ¿No es precisamente el burgués refinado quien presiente el comienzo de un nuevo heroísmo, colosal, colectivo e inquietante? Se le denomina “heroísmo racionalizado” y se le encuentra como tal muy hermoso.
¿Quién puede saberlo aun en nuestros días? En tiempos pasados se hacían centenares de preguntas semejantes a estas, que no por haber quedado sin contestar han disminuido en importancia. Flotaban en el aire, abrasaban bajo los pies. El tiempo corría. Gentes que no vivieron en aquellas épocas, no querrán creerlo, pero también entonces corría el tiempo, y no como ahora, lento como un camello. No se sabía hacia donde. No se podía distinguir entre lo que cabalgaba hacia arriba o hacia abajo, entro lo que avanzaba o retrocedía.
“Se puede hacer lo que se quiera –se dijo a sí mismo el hombre sin atributos- ; en realidad, nada tiene que ver un amasijo informe de fuerzas con lo específico de la acción”. Se retiró como una persona que ha aprendido a renunciar a sí mismo, casi como un enfermo que evita todo esfuerzo violento; y cuando pasó junto al balón de boxeo que colgaba en la habitación contigua, le lanzó un golpe tan rápido y poderoso como no es común en espíritus sumisos ni en estados de debilidad.

viernes, 20 de agosto de 2010

Las aulas de antaño 2. La inauguración del curso


Superado el abrupto examen de ingreso, me matriculé en el prestigioso Instituto de Enseñanza Media que me asignaron.

Primera interpolación. Y digo “prestigioso” con énfasis y no como recurso retórico, pues su plantilla contaba con un elenco de catedráticos de los de antes, cuando el cuerpo era todavía algo consistente y contaba entre sus filas con profesores de renombre nacional (y aquí incluyo a la Universidad) e incluso allende nuestras fronteras. Por este orden, Don Víctor José Herrero Llorente, Don José Jesús de Bustos Tovar, Don Francisco García Yagüe, Don Juan Martino Casamayor o Don Ramón Roca… Todos me dieron clase y lo poco que sé, en gran medida se lo debo a ellos.

Entrado el mes de octubre, no recuerdo si antes o después de la Virgen del Pilar, se anunció oficialmente el principio de las clases, que no se impartían de repente, sin más, in media res, como ahora, sino después de un preámbulo digno y convincente. El punto de partida al que aludo, como se habrá adivinado, no es otro que la ceremonia ritual, la pompa y circunstancia que servían para declarar inaugurado el nuevo curso académico.
Nos reunieron en el patio, luciendo el traje de las visitas domingueras, en filas ordenadas por cursos y apellidos bajo la atenta cautela de nuestros maestros. Se trataba, por supuesto, de un instituto estrictamente masculino (era impensable por aquellos tiempos la mezcla y, aun menos, la guerra de los sexos). A las once en punto, los novatos del primer curso, entre los que estaba, se movieron con parsimonia hacia el salón de actos. En la entrada los conserjes, con uniforme de gala, nos entregaron un folleto con el orden del día y las normas exigidas. El tutor de cada curso pastoreaba con voz firme a sus pupilos hasta los sillones de la sala. Los más pequeños en las primera filas, después los de segundo y a así sucesivamente…

Segunda interpolación. Desde mi experiencia actual como docente sostengo que hay abundantes razones a favor de que los centros de enseñanza sean mixtos; sin embargo, la más crucial me parece la siguiente: el contacto espacio-temporal de los varones que estudian (impúberes, adolescentes y jóvenes) con las chicas, los desbrava, los hace menos rudos, más curiosos y atildados, más permeables al saber, y en resumen, más personas… Además, por fin advierten que las mujercitas son más listas para la vida e inteligentes para los estudios que ellos. Estos hallazgos que al principio rebajan su confusa autoestima, poco a poco modifican sus esquemas mentales y la mayoría mejora sus virtudes naturales (es decir, maduran siquiera unas pulgadas).

Sin embargo no me voy a referir a la primera ceremonia inaugural a la que asistí en el IEM Alfonso VIII de Cuenca, ya que mis pocos años, la frágil experiencia adquirida, los nervios del momento, la brusca transición de la escuela al instituto, la imposibilidad de establecer una mínima distancia entre yo y mis vivencias, vaciaron de sustancia mis recuerdos. Y puesto que en una ciudad de provincias los cambios institucionales no se producen o se producen lentamente, no veo inconveniente en avanzar seis años el relato hasta el último curso de mi estancia en aquel centro. Nos situarnos, por tanto, en el mismo escenario con la única diferencia de que ahora ocupaba con mis colegas las últimas filas del salón de actos. Se iniciaba mi andadura por el curso Preuniversitario, que por desgracia para nuestra educación reglada ya no existe…
El escenario brilla con luz propia; en la mesa presidencial del estrado se sientan a la derecha las autoridades civiles y militares, a la izquierda la directiva en pleno.
Como siempre, toma la palabra el director (verbo lento y vacilante, perífrasis innecesarias, excesivos giros adverbiales que denotan consecuencia): bienvenidas afables, agradecimientos varios, buenos ánimos y mejores intenciones; ideales admirables que guardamos en silencio dentro del paréntesis de la duda metódica.
Interviene después el jefe de estudios con una escueta admonición (expresión fácil, rápida, nerviosa, segura y apodíctica, oraciones simples y subordinaciones fáciles): Mi espada ha sido forjada con acero toledano, dura pero flexible; un enigma indescifrable, un viento templado, un giro aparente al diálogo.
El secretario, el último en intervenir (jerga burocrática, uso descriptivo del lenguaje, oraciones nominales) recuerda las necesidades del centro y la escasez del presupuesto; mirada significativa a su diestra, recibida con indulgencias plenarias.
La conferencia inaugural, Vigencia del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, corre a cargo del catedrático numerario de filosofía Don…., doctor propenso al fárrago y autor de dos monografías sobre Francisco Suarez y Abelardo Lobato. Los temas espesos se van desgranando: el valor inalienable de la persona y la primacía de los valores espirituales frente al materialismo (el mismo rollo de siempre), la concepción inmutable de la familia cristiana (primeros bostezos entre el respetable), la necesidad innata de verdades absolutas (o sea, de imponer los dogmas de la religión católica), la justificación tomista del derecho moral a la guerra justa (un guiño del ponente a los ilustres invitados). Aplausos. Eran otros tiempos…

Tercera interpolación. Aquellos tiempos tenían una parte positiva: la junta directiva defendía sin fisuras ni ambigüedades que el propósito del centro era enseñar o instruir. Enseñar no es lo mismo que educar, sin embargo, hoy ambos términos se confunden perversamente. En el escalón de primaria se debe educar y enseñar a partes iguales, en el bachillerato se debe enseñar de forma dominante y educar de forma implícita, en la Universidad sólo se debiera instruir, pues se supone que el alumno ya tiene educación. No estoy de acuerdo en absoluto con el lema que figura en el escudo de mi instituto de enseñanza secundaria, donde actualmente imparto clases: Non scolae sed vitae discimus (literalmente: “no para la escuela sino para la vida aprendemos”); en mi opinión, debería proponer lo contrario.
Aquel año recibimos la visita, en olor de santidad, del obispo ordinario de la diócesis de Cuenca, Don Inocencio Rodríguez, hombre de recia constitución, envuelto en la vestimenta eclesiástica de color violeta, con su imponente cruz en el pecho, anillo de oro y báculo pastoral. Ovación interminable. Su intervención, remate del acto, renovó subitáneo el interés de los presentes, en peligroso declive. Recuerdo muy bien sus palabras del adiós: Este recibimiento que me habéis dado no lo olvidaré mientras me acuerde. Nadie pareció percatarse de la tautología aparente. Tomé nota y decidí reflexionar largo rato antes de pronunciarme (después de todo era la fórmula de un príncipe de la Iglesia). Antes de un cuarto de hora comprendí que no se trataba de justificar ad hominem el dicho, que sin duda se trataba de un desliz por la edad y una sandez perdonable (eso sí, acompañada de la risa inextinguible de los dioses).
El acto inaugural se dio por finalizado tras entonar a voz en grito (también Don Inocencio y el gobernador militar) las estrofas solemnes (y algo siniestras) del Gaudamus igitur… que seguimos atentamente en el librillo.

Alma Mater floreat
quae nos educavit,
caros et conmilitones
dissitas in regiones
sparsos congregavit.

A la una los reunidos estábamos en la calle. Una hora después, profesores e invitados compartían mantel de gala y menú de relumbrón; los compañeros y amigos vagaban dispersos por los bares. Al día siguiente, madrugón de tiritera y comienzo de las clases.

Cuarta interpolación. Como descubrió Bergson y Proust realizó, el único criterio de verdad absoluto para una criatura limitada como el hombre son determinadas impresiones de la memoria involuntaria, las cuales, en contadas ocasiones nos trasladan lúcidamente del pasado al presente donde les asignamos mediante el lenguaje de la literatura, la filosofía o el arte el contenido de verdad que les atañe. La verdad apunta siempre a la experiencia interior y no a lo dado (que no es nada): no se trata de saber si algo es o no es verdad, sino más bien cuanta verdad somos capaces de esclarecer y, sobre todo, de soportar.
Vivir consiste en desvelar el sentido de ciertas situaciones que sucedieron exclusivamente para nosotros, que nunca volverán a suceder y que nadie, excepto nuestra inteligencia, podrá recuperar. Inversamente, la definición más sutil de la infelicidad consiste en admitir con desolación que a lo largo de nuestra vida no fuimos capaces de comprender la verdad única de innumerables sucesos que pasaron delante de nosotros (y sólo para nosotros) sin mirarlos. Los auténticos paraísos, los que realmente añoramos, son siempre los paraísos perdidos.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Cartas a la novia


Franz Kafka, Cartas a Milena

No me comprendes del todo, Milena, estoy casi totalmente de acuerdo contigo. No quiero entrar en detalles. Todavía no puedo decir hoy si iré a Viena; no obstante, creo que no. Si antes tenía muchos motivos en contra, hoy sólo tengo uno: que está más allá de mis fuerzas espirituales; y luego quizá, como motivo secundario y lejano, que es mejor para todos nosotros. Sin embargo, te diré que igualmente sería superior a mis fuerzas, mucho más todavía, que tú, ahora, en las circunstancias que me describes (“dejar a una persona esperando”) te vinieras a Praga.
La necesidad de saber lo que quieres decirme sobre esos seis meses no es de ningún modo inmediata. Estoy convencido de que es algo terrible; estoy convencido de que has pasado momentos terribles y aun de que has hecho cosas terribles; estoy convencido de que yo, como copartícipe, no habría podido probablemente soportarlo (cuando hace apenas siete años podía soportar casi cualquier cosa); estoy además convencido de que tampoco en el futuro podría soportarlo si viviera a tu lado; bueno, pero ¿qué importa todo eso?, ¿acaso lo esencial para mí son tus experiencias y tus actos o más bien tú misma? Sin embargo, te conozco, aun sin el relato, mejor que a mí mismo, y sin embargo con eso no quiero decir que no conozco el estado de mis manos.
Mi propuesta no es contraria a tu carta, nada de eso, porque tú escribes: “Preferiría seguir un tercer camino, que no me conduzca a ti ni a él, sino hacia la soledad”. Es justamente mi propuesta, tal vez la escribiste el mismo día que yo.
Por supuesto, si la enfermedad ha llegado a ese extremo no puedes abandonar a tu marido ni siquiera temporalmente; sin embargo, tal como lo describes, no es una enfermedad interminable, me hablaste de unos meses, ya pasó un mes y pico, otro mes más y podrás dejarlo unos días. Es verdad que ya sería en agosto, en el peor de los casos en septiembre.
De paso confesaré que tu carta es de esas que no puedo leer inmediatamente, y aunque a pesar de ello ya la devoré cuatro veces, una tras otra, tampoco puedo comunicarte inmediatamente mi opinión. De todos modos, creo que lo anterior tiene algún valor.

Tuyo

viernes, 13 de agosto de 2010

Las aulas de antaño 1. El examen de ingreso


Las aulas en las que estudié el Bachillerato, las dos reválidas y el Preu son muy distintas de las actuales. He dedicado algunas entradas de este cuaderno virtual a describir algunos rasgos de las primeras; en esta nueva serie voy a tratar de redimir algunas impresiones de las segundas.
Todo lo que sigue está redactado, con mayor o menor acierto, desde el síndrome de la memoria del tiempo recobrado, el único método fiable para reconstruir los haces de piezas dispersas que deberían completar nuestra identidad personal. Intentaré situar los hechos en el comienzo mismo de las cosas y desde una perspectiva lineal, la menos creativa, pero la más fácil y fiable (ha llovido mucho desde que por los años sesenta pasé por las clases de aquel excelente instituto de provincias).
Recuerdo que el trámite inicial para acceder a los estudios de Bachillerato, tras la educación primaria (imposible de rehacer), era superar a los diez años una prueba llamada Examen de ingreso. Cuando llegó el momento, a mediados del mes de julio, mis padres, como muchos otros, me compraron para la ocasión un sombrío traje gris marengo y una corbata azul marino que se sujetaba al cuello de la camisa con gomas (una humillación más). Era el primer año que usaba mis flamantes gafas de miope.
El examen se celebraba en el futuro centro de acogida (el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII), al lado de mi casa, y comenzaba a las nueve de la mañana. Allí me dirigí, con una hora de antelación, acompañado de mi madre, con el pelo cepillado por enésima vez y chorreando lavanda a granel (la mejor, en mi opinión).
El conserje, de riguroso uniforme y bigote recortado, nos condujo a un aula fresca y espaciosa. Por indicación expresa de nuestro guía, un semidiós en funciones, nos sentamos alternados en las mesas de madera oscura.
Enfrente había una tarima sobre la que reposaba una mesa corrida con tres butacas tapizadas de color rojo. Detrás de la mesa una pizarra y encima dos retratos: uno enorme del caudillo, otro del primer director del centro (cuyo rostro nebuloso me recuerda al conde de Romanones), entre ambos un crucifijo convencional de dos piezas.
A los diez minutos, tras una espera en la que no nos atrevíamos siquiera a mirarnos, entraron en fila los miembros del alto tribunal: el presidente, el secretario y una vocal. Nos pusimos de pie movidos por el resorte de un reflejo condicionado. Tras saludarnos lacónicamente, nos invitaron a tomar asiento. Se sentaron también y tras leer el presidente las instrucciones de rigor (la mayoría innecesarias) se sucedieron durante la mañana las tres partes del examen.
La primera, lengua española, consistía en un dictado de diez o quince líneas; te permitían, para salir ileso, dos faltas de ortografía graves y una leve (sin precisar más). La vocal, una réplica exacta de la señorita Rotenmeyer, leyó lentamente y con voz chillona un fragmento azucarado de Platero y yo (he llegado a pensar si la elección del libro fue una velada alusión a nuestra indigencia mental)…
Subrayo en negrita las dudas atroces que me afligieron día y noche hasta que salieron las notas.

Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve, Y las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas exangües se cargan de diamantes. En cada diamante un cielo, un palacio de cristal., un dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la mía…

Al finalizar lo releyó completo y nos dejó cinco minutos para repasar.

(Media hora de descanso).

Salimos del aula y fue peor. Nuestros padres nos aguardaban en el pasillo angustiados (por lo menos la mía); nos acosaban con preguntas compulsivas, imposibles de responder, en un intento vano de encontrar sosiego. Por fin, una campana de viático nos dirigió al encierro para bálsamo de todos.
La segunda parte, matemáticas, consistía en la resolución de una división por tres cifras y la prueba del nueve para comprobar la corrección del resultado. Obviamente, tenías que hacerla bien bajo pena capital, puesto que los errores aritméticos no admiten grados ni matices.

558831:623

Como el resultado final me salió redondo, sin odiosos decimales (signo inequívoco de la condenación), me convencí de que mi respuesta tenía bastantes posibilidades de ser cierta (como así fue). Además, la prueba del nueve era mi especialidad.

(Otro enervante alto en el camino). Grandes esperanzas.

Por fin, la prueba de cultura general. Esta vez nos quedamos fuera del aula. El conserje con voz tonante nos llamaba por orden alfabético: cuando salía uno, entraba otro. Algunos tardaban más y otros menos. Los más morosos salían llorando y caían en los brazos temblones de la madre que también sollozaba (fue un aviso imborrable de que este mundo es un valle de lágrimas).
Por mi primer apellido, que empieza con ele, me llegó el turno en mitad de la mañana. Entré. De pie, me interrogó el presidente, un hombre mayor, con gafas ahumadas y cara de pocos amigos.
- Cítame tres pintores españoles. (Me espetó sin más preámbulos).
- (Respiré aliviado y agradecí silenciosamente a mi abuelo Joaquín que me hubiera llevado tantas veces, además de al estadio Metropolitano, al Museo del Prado).
- Velázquez, Goya y el Greco (le dije, muy crecido en el castigo).
El Secretario insistió.
- Puedes decirnos un cuadro de cada uno.
- El Cristo crucificado de Velázquez (ante el cual mi abuelo, un hombre de fe, rezaba con emoción). Los fusilamientos del dos de mayo (sic) de Goya y El entierro del Conde de Orgaz de El Greco.
- ¿Los has visto alguna vez de verdad? (me preguntó la señorita Rotenmeyer).
- Sí –contesté-, los he visto en el Museo del Prado con mi abuelo.
- ¿Todos? (disparó el presidente).
- Los dos primeros muchas veces. El último no. Puede que esté en el Prado pero no lo sé (susurré débilmente).
Se miraron. Parecieron darse por satisfechos y me dieron permiso para salir del aula.
A los diez días mi padre, que había ido a consultar las listas sin avisar a nadie por si acaso, me dijo que me había calificado con APTO. En realidad, como supe más tarde, sólo había dos notas.
En Octubre de ese mismo año empezó mi larga andadura por las Enseñanzas Medias (andadura que me ha acompañado toda mi vida y probablemente lo hará hasta el día de mi anhelada jubilación).

jueves, 12 de agosto de 2010

París: la moda en tiempos de guerra


Marcel Proust, El tiempo recobrado

Una de las primeras noches de mi nuevo regreso, en 1916, queriendo oír hablar de lo único que por entonces me interesaba, la guerra, salí después de comer para ver a Madame Verdurin, pues era, con Madame Bontemps, una de las reinas de aquel París de la guerra que hacía pensar en el Directorio. Como por la siembra de una pequeña cantidad de levadura, en apariencia de generación espontánea, unas mujeres jóvenes iban todo el día con unos altos turbantes cilíndricos, como una contemporánea de Madame de Tallien, llevando por civismo unas túnicas egipcias rectas, oscuras, muy “guerra”; sobre unas faldas cortas, llevaban unas correas que recordaban el coturno según Talma, o unas altas polainas que recordaban las de nuestros queridos combatientes; era, decían ellas, porque no olvidaban que debían alegrar los ojos de aquellos combatientes, por lo que todavía se arreglaban no sólo con vestidos “vaporosos”, sino también con alhajas que evocaban los ejércitos con su tema decorativo, aunque la materia no viniera de los ejércitos, ni hubiera sido trabajada en los ejércitos; en lugar de los ornamentos egipcios que recordaban la campaña de Egipto, eran sortijas o pulseras hechas con fragmentos de obuses o cinturones de 75, encendedores formados por dos peniques ingleses a los que un militar había logrado dar en su trinchera una pátina tan bella que el perfil de la reina Victoria parecía trazado por Pisanello; era también porque pensaban continuamente en ellos, decían ellas, por lo que, cuando caía alguno de los suyos apenas le guardaban luto, con el pretexto de que era “un luto en el que entraba el orgullo” lo que permitía un gorro de crespón inglés blanco (del más gracioso efecto y que “autorizaba todas las esperanzas”, en la invencible seguridad del triunfo definitivo) o sustituir al casimir de antaño por el raso y la muselina de seda, y hasta conservar las perlas “sin dejar por eso de observar el tacto y la corrección que es inútil recordar a buenas francesas”.

viernes, 6 de agosto de 2010

El alma: versión nueva de un problema viejo


No existe una definición unívoca del alma; el término carece de una definición precisa y tan solo se explica mediante las propiedades (imaginarias) que cada religión, filosofía o ciencia le atribuye.
A cada época le corresponde una determinada concepción del alma. En la prehistoria, la naturaleza primigenia y la sociedad primitiva se poblaron de almas (animae), de espíritus vivos dotados de inteligencia, sentimientos e intenciones. Se trataba de una concepción animista del cosmos. La magia, los mitos y la religión surgieron de este magma perdido en la protohistoria.
Para los antiguos griegos, es decir para la incipiente filosofía, el alma era un principio metafísico, puramente racional e inobservable, que servía para explicar las distintas funciones corporales e intelectuales. Durante los diez siglos de la Edad Media, al alma, bautizada por los dogmas de la fe cristiana, adquiere un sentido moral y transmundano. La modernidad la invoca con diferentes nombres: intelecto, consciencia, pensamiento, razón... Los pensadores anglosajones, en nombre de la experiencia sensible la transmutaron en mente.
En los grandes sistemas de la filosofía alemana adquiere los tintes abismales del espíritu. Durante el siglo XIX, fecundo en corrientes y escuelas, el alma deambula por doquier detrás de las prolijas concepciones del mundo: energía interior para el vitalismo, epifenómeno cerebral para el materialismo, movimientos sutiles del cuerpo para el mecanicismo, estratos o capas del psiquismo para el mentalismo, etc.
El siglo XX la rechaza para convertirla en exterioridad, es decir conducta observable, o en interioridad, psiquismo superior, procesos cognitivos…
Por su carácter estrictamente especulativo (en las pinturas rupestres, en los diálogos de Platón, en la filosofía de Hegel o en la psicología actual) este tema de la filosofía perenne sigue estando presente en las teorías dualistas, monistas, interaccionistas, emergentistas, bla, bla, bla.
Por los años cincuenta, en plena expansión de la tecnociencia como etapa avanzada del saber, surgió la primera generación de computadoras digitales o “cerebros electrónicos”. ENIAC, el patriarca de esta ilustre saga, fue construido en 1947 con fines experimentales. Se trataba de una máquina ciclópea que ocupaba la planta baja de la Universidad de Pennsylvania en los Estados Unidos.
Estas cajas sabias iniciaron el auge imparable de la cibernética; después de la informática; finalmente de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. La mayoría de los artefactos de consumo que hoy nos fascinan: Ipod, Ipad, E-book, Webcam, lectores y grabadores de todos los soportes, GPS, relojes atómicos, coches fantásticos, casas inteligentes, etc. son los hijos mayores de esta versión sofisticada de la razón instrumental.
El nuevo paradigma tecnocientífico, que se desarrolla durante los siglos XX y XXI con sus pilares (computación, desarrollo lógico y telecomunicaciones), ha dado lugar a una versión renovada (y dependiente) del problema del alma.
Es evidente que los cerebros electrónicos actuales, los ordenadores (cuya potencia se duplica cada dos años), son imitaciones cada vez más perfectas del cerebro humano, máquinas construidas a su imagen y semejanza del mismo modo que, según la frase bíblica, Dios creó al hombre.
Puesto que conocemos todos los pormenores que intervienen en la fabricación y funcionamiento de las computadoras y, paralelamente, nuestro conocimiento del cerebro tiene considerables deficiencias (qué es exactamente la mente y cómo son los procesos mentales) y limitaciones (sabemos qué preguntas hacer sobre el cerebro pero no disponemos de la tecnología adecuada para responderlas), los psicólogos han recurrido a los cerebros electrónicos, a la cibernética, a la informática, a las nuevas tecnologías, para construir un modelo metafórico del cerebro y de la mente. Esta conjetura no tiene suficiente contenido empírico corroborado, no es científica sino metafísica y, en el fondo, se trata de una anticipación meramente racional (como todas las demostraciones de la existencia del alma).
Actualmente es imposible una ciencia objetiva del cerebro y de la mente. En un futuro muy lejano, en los confines del paradigma actual, acaso podamos solucionar el problema del alma, more informático, como una secuencia interminable de pantallas realizada por una red sumativa de supercomputadoras. Una vez descodificada la serie, los resultados hablarán exclusivamente del cuerpo glorioso, traducido ¡atención moralistas! a un embrollo impredecible, de cadenas genéticas y fórmulas bioquímicas. Pura teología de la ciencia…
Pero volvamos al presente. Mientras que la computadora es una máquina no consciente dotada de un soporte o equipamiento electrónico insuficiente para soportar estados mentales, el ser humano es un autómata dotado de un sofisticado equipamiento orgánico capaz de producirlos (puede afirmar “pienso, luego existo” y reflexionar largo y tendido sobre esa proposición). Si los ingenieros del futuro fueran capaces de implementar un ingenio capaz de reproducir funciones psicológicas y cognitivas, tendría estados mentales equivalentes a los humanos. (La pregunta, al día de hoy, es cuáles serían las dimensiones del artefacto; algunos expertos, entre la ciencia y la ficción, calculan que aproximadamente sería las de un cubo de un año-luz de lado).
El cerebro humano, el centro neurálgico del problema del alma, es un complejo ordenador biológico de base cuántica (¡consultar Wilkipedia!), compuesto de neuronas, conexiones sinápticas, árboles de neuronas y áreas especializadas, capaz de generar estados mentales complejos (como la identidad personal, el carácter voluntario de la acción humana, la experiencia de libertad interna, la creatividad, el pensamiento lógico-abstracto, el simbolismo lingüístico, los sueños o las neurosis)... Para entender la emergencia de estos estados mentales, los biólogos, entre la ciencia y la filosofía, suponen (aventuran) que el cerebro es un biosistema con dos tipos de propiedades: las resultantes (biológicas, neurológicas) que poseen por separado los componentes del sistema y las emergentes (psicológicas y cognitivas) que sólo posee el sistema cuando opera conjuntamente o como un todo (otra vaguedad deductiva). Las propiedades emergentes dependen de las resultantes, pero van más allá de ellas para constituir los dos nuevos niveles de realidad. Una sola neurona, un árbol de neuronas, incluso un área cerebral aislada, son componentes del cerebro que por sí mismos no tienen propiedades psicológicas o cognitivas, pero los cien mil millones de neuronas del cerebro con más de cien billones de conexiones (10 elevado a 14), interactuando en un sistema único (¡?), han conseguido producirlas en su grado más alto.
El funcionamiento psicológico y cognitivo de la mente es equivalente al de una computadora de propósito universal, es decir, un mecanismo válido para procesar cualquier tipo de información. El cerebro es el hardware o soporte físico de la mente que hace posible tal procesamiento. Ahora bien, el hardware precisa de un software o soporte lógico, es decir, necesita un sistema operativo y unas aplicaciones que corran sobre tal sistema operativo, como ocurre con cualquier computadora.
El cerebro humano está dotado, en primer lugar, de un sistema operativo doble (lógico y lingüístico) que constituye el software básico de la mente (lo mismo que el ordenador que acabamos de comprar viene con un sistema operativo preinstalado, como Windows).
- El sistema lógico son los esquemas formales del razonamiento deductivo (fundamento del lenguaje matemático) que están impresos neurológicamente en el cerebro. Por ejemplo, el principio de identidad, de contradicción, la propiedad conmutativo o la transitiva.
- El sistema lingüístico son las estructuras sintácticas innatas o la gramática profunda de la lengua constituida por los universales lingüísticos que se dan en todas las lenguas, como las relaciones sujeto-predicado, nombre-verbo, oración simple-compuesta, entre otros.
A su vez, los programas o aplicaciones que funcionan sobre este doble sistema operativo (cuya relación e interacción intuimos, pero no conocemos) son los procesos cognitivos que utiliza la mente para procesar la información. Son módulos independientes pero comunicados (como sucede con las aplicaciones de las suites o paquetes informáticos integrados, por ejemplo Office de Microsoft). Son los siguientes:
- Procesos informativos, que incluyen la sensación, la percepción y las modalidades de aprendizaje.
- Procesos representativos, que incluyen los tipos de imaginación y los almacenes de la memoria.
- Procesos intelectivos, que incluyen los componentes y las operaciones del pensamiento, así como los tipos y factores de la inteligencia.
- Procesos comunicativos, que incluyen las características, funciones y sistemas gramaticales del lenguaje natural (no innato sino adquirido).
- Procesos afectivos: que incluyen los sentimientos, las emociones y las pasiones.
Por otra parte, la analogía entre la mente y el ordenador permite a la ciencia llamada Inteligencia Artificial (IA) construir convincentes programas de simulación de los procesos cognitivos. Estas simulaciones recuerdan a los menús y comandos de las aplicaciones informáticas. Así, por ejemplo, el programa informático explicativo de la percepción (Percepto 1.0) incluye en el menú general el comando “procesamiento” con las siguientes utilidades: procesamiento bidimensional de la imagen, procesamiento tridimensional de la imagen, procesamiento de la constancia perceptiva del objeto, procesamiento semántico del percepto (patrón perceptivo unido al lenguaje) y procesamiento del objeto en un esquema perceptivo.
Lo mismo sucede con el programa informático sobre la toma de decisiones (Volo-Nolo 1.0) mediante procedimientos algorítmicos. Los comandos del menú principal sería, por este orden: aceptación del reto, presentación de alternativas, selección de alternativas, formulación de un compromiso, mantenimiento de la decisión, ejecución de pautas y evaluación de resultados.
En este horizonte inagotable, presentimos que el paradigma científico de la química molecular, cuando alcance su grado más alto de desarrollo teórico, descubrirá el genoma completo del alma y podrá crear, a la altura de los tiempos futuros, un alma omnisciente y libre de mal alguno, sintetizada en una probeta de cristal translúcido, hábilmente pulida por las manos de un tataranieto de Spinoza.