La Real Academia Española de la Lengua define el término “nada” como no ser, o carencia absoluta de todo ser. Etimológicamente, procede de la expresión latina non nata res, es decir “no cosa nacida”. Algunas lenguas romances como el español (nada) o el italiano (niente) han tomado su etimología de la palabra “nata” y otras, como el francés (rien) o el catalán (res) la han tomada de "res".
Hace unos días, en uno de mis frecuentes diálogos socráticos en Facebook con mi caro amigo MA, surgió el tema de la nada. No dio para mucho, pero me apetece darle un poco de cuerda como a los juguetes viejos. La cosa fue así:
YO: Dalí dice: “Los pintores abstractos no dicen nada porque nada tienen que decir”.
MA: No hay nada más serio que la nada. Es para echarse muy seriamente a reír.
YO: Si echo mano de mis clasificaciones, distingo al menos diez tipos de nadas; algunas divertidas y otras siniestras. Por ejemplo, no hacer nada es genial.
MA: Agrupémonos todos en la nada final.
Aparte de la nada final, en las cual nos uniremos sin solución, como en el cuadro de El Bosco El triunfo de la muerte (la gran posibilidad democrática), hay otros significados.
Para empezar, la física teórica no identifica la nada con el vacío. Cito al Doctor Álvaro de Rújula, investigador del Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN):
Saquemos los muebles de la habitación, apaguemos las luces y vayámonos. Sellemos el recinto, enfriemos las paredes al cero absoluto y extraigamos hasta la última molécula de aire, de modo que dentro no quede nada. ¿Nada? No, estrictamente hablando lo que hemos preparado es un volumen lleno de vacío. Y digo lleno con propiedad. Quizás el segundo más sorprendente descubrimiento de la física es que el vacío, aparentemente, no es la nada, sino una substancia. Aunque no como las otras...
La teoría de la relatividad tampoco confunde la nada con la antimateria: el universo –afirma- es un espacio-tiempo ilimitado que no admite la discontinuidad entre ser y no ser. La antimateria, compuesta de antipartículas, no es lo mismo que la nada. En el universo la nada no tiene lugar. Por tanto, la pregunta límite de Heidegger, ¿Por qué hay ser y no, más bien, nada?, no tiene significado cosmológico. En cambio, tenía razón Parménides, el filósofo presocrático, cuando en su poema Acerca de la naturaleza anunció categóricamente:
Pues bien, yo te diré, cuida tú de la palabra escuchada,
las únicas vías de indagación que se echan de ver.
La primera, que es y que no es posible no ser,
de persuasión es sendero (pues a la verdad sigue).
La otra, que no es y que es necesario no ser,
un sendero, te digo, enteramente impracticable.
Pues no conocerías lo no ente (no es hacedero)
ni decirlo podrías con palabras.
La lengua francesa distingue entre la nada (rien), pronombre indefinido que se aplica negativamente a las cosas, y la nada (néant) como categoría antropológica. La segunda alude al vacío existencial, a la ausencia de proyecto, a la desrealización, a la náusea… El título de la obra de Sartre L'être et le néant (1943) es un tratado metafísico sobre el ser humano. En Heidegger, la nada tiene el mismo sentido, pues finalmente todas las categorías ontológicas, incluida la famosa nada que “nadea o anonada”, están referidas (sin entrar en sutilezas) al ahí del ser, al Dasein, es decir, al hombre. La misma intención existencial inspira la espléndida (y sorprendente) novela de Carmen Lafôret Nada (1944) cuya protagonista, Andrea, describe en primera persona el mundo interior y las circunstancias de unos personajes que son el espejo de la sordidez y la miseria de la España de posguerra. Todas las preguntas cruciales del hombre, qué piensas, qué deseas, qué sabes, qué amas, qué esperas, reciben igual respuesta: nada.
Si bajamos un escalón desde la metafísica profunda a la filosofía de andar por casa, el concepto alude a la finitud de la vida, a la nada mortal. En este punto me gusta citar el párrafo del libro autobiográfico de Vladimir Nabokov Habla memoria (el resto son lugares comunes o consuelos religiosos sobre la muerte).
La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija entre dos eternidades de tinieblas. Aunque ambas son gemelas, idénticas, el hombre, por lo general, contempla el abismo prenatal con más calma que aquel otro hacia el cual se dirige (a unas cuatro mil quinientas pulsaciones por hora). Conozco, sin embargo, a un niño cronofóbico que experimentó algo parecido al pánico cuando vio por primera vez unas películas familiares rodadas pocas semanas antes de su nacimiento. Contempló un mundo prácticamente inalterado –la misma casa, a misma gente-, pero comprendió que él no existía, y allí nadie lloraba su ausencia.
Tuvo una visión fugaz de su madre saludando con la mano desde una ventana de arriba, y aquel ademán nuevo le perturbó, como si fuese una misteriosa despedida. Pero lo que más le asustó fue la imagen de un cochecito nuevo, plantado en pleno porche, y con el mismo aire de respetabilidad y entremetimiento que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubieran desintegrado.
La nada es ante todo un concepto teológico que tiene su origen en el creacionismo de la religión judeo-cristiana. El libro bíblico del Génesis afirma que Dios creó el mundo desde la nada. No hay ente que pueda coexistir con Dios antes de la creación. De la nada, nada es (esta es la idea original) y puesto que algo hay, queda demostrada por sus efectos la necesidad de una causa incausada a la que, para entendernos, llamamos Dios. Frente al tiempo circular o cíclico de los mitos y de las cosmologías griegas (la materia es eterna), el tiempo cristiano es lineal: el mundo tiene un comienzo en la creación y un final escatológico de los tiempos.
Nietzsche, a su vez, invierte el sentido del concepto cristiano de la nada (y sus consecuencias en el orden moral y social) para transformarlo en nihilismo, que puede traducirse por “estar instalado en la nada”. Todo comenzó con el triunfo de la tradición platónico-cristiana que impuso a la cultura occidental la pérdida de todo lo que es noble y aristocrático, la negación de los valores afirmativos de la vida. El nihilismo conduce al anonadamiento: a la desesperación individual y al pesimismo colectivo. Es el gran error, la senda perdida, el síntoma del ocaso espiritual de occidente que sólo acabará con el fin de la calumnia del cristianismo contra el sentido de la tierra, con el principio del amor propio y la voluntad de poder.
Otros hilos conductores van también de la filosofía a la nada: el misterio de la vacuidad (shunyata) del budismo, la pulsión autodestructiva de los instintos tanáticos en Freud, el solipsismo de Max Stirner: Yo he basado mi causa en nada, el lema del escéptico radical que dice: No me creo nada de nadie o el marxismo marginal de Groucho: He llegado de la nada a la más absoluta miseria… Pero como en los cuentos que deslizan la posibilidad de una segunda parte, eso ya es otra historia.