jueves, 27 de junio de 2013

Sobre la nada


La Real Academia Española de la Lengua define el término “nada” como no ser, o carencia absoluta de todo ser. Etimológicamente, procede de la expresión latina non nata res, es decir “no cosa nacida”. Algunas lenguas romances como el español (nada) o el italiano (niente) han tomado su etimología de la palabra “nata” y otras, como el francés (rien) o el catalán (res) la han tomada de "res".

Hace unos días, en uno de mis frecuentes diálogos socráticos en Facebook con mi caro amigo MA, surgió el tema de la nada. No dio para mucho, pero me apetece darle un poco de cuerda como a los juguetes viejos. La cosa fue así:

YO: Dalí dice: “Los pintores abstractos no dicen nada porque nada tienen que decir”.

MA: No hay nada más serio que la nada. Es para echarse muy seriamente a reír.

YO: Si echo mano de mis clasificaciones, distingo al menos diez tipos de nadas; algunas divertidas y otras siniestras. Por ejemplo, no hacer nada es genial.

MA: Agrupémonos todos en la nada final.

Aparte de la nada final, en las cual nos uniremos sin solución, como en el cuadro de El Bosco El triunfo de la muerte (la gran posibilidad democrática), hay otros significados.

Para empezar, la física teórica no identifica la nada con el vacío. Cito al Doctor Álvaro de Rújula,  investigador del Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN):
Saquemos los muebles de la habitación, apaguemos las luces y vayámonos. Sellemos el recinto, enfriemos las paredes al cero absoluto y extraigamos hasta la última molécula de aire, de modo que dentro no quede nada. ¿Nada? No, estrictamente hablando lo que hemos preparado es un volumen lleno de vacío. Y digo lleno con propiedad. Quizás el segundo más sorprendente descubrimiento de la física es que el vacío, aparentemente, no es la nada, sino una substancia. Aunque no como las otras...

La teoría de la relatividad tampoco confunde la nada con la antimateria: el universo –afirma- es un espacio-tiempo ilimitado que no admite la discontinuidad entre ser y no ser. La antimateria, compuesta de antipartículas, no es lo mismo que la nada. En el universo la nada no tiene lugar. Por tanto, la pregunta límite de Heidegger, ¿Por qué hay ser y no, más bien, nada?, no tiene significado cosmológico. En cambio, tenía razón Parménides, el filósofo presocrático, cuando en su poema Acerca de la naturaleza anunció categóricamente:

Pues bien, yo te diré, cuida tú de la palabra escuchada,
las únicas vías de indagación que se echan de ver.
La primera, que es y que no es posible no ser,
de persuasión es sendero (pues a la verdad sigue).
La otra, que no es y que es necesario no ser,
un sendero, te digo, enteramente impracticable.
Pues no conocerías lo no ente (no es hacedero)
ni decirlo podrías con palabras.

La lengua francesa distingue entre la nada (rien), pronombre indefinido que se aplica negativamente a las cosas, y la nada (néant) como categoría antropológica. La segunda alude al vacío existencial, a la ausencia de proyecto, a la desrealización, a la náusea… El título de la obra de Sartre L'être et le néant (1943) es un tratado metafísico sobre el ser humano. En Heidegger, la nada tiene el mismo sentido, pues finalmente todas las categorías ontológicas, incluida la famosa nada que “nadea o anonada”, están referidas (sin entrar en sutilezas) al ahí del ser, al Dasein, es decir, al hombre. La misma intención existencial inspira la espléndida (y sorprendente) novela de Carmen Lafôret Nada (1944) cuya protagonista, Andrea, describe en primera persona el mundo interior y las circunstancias de unos personajes que son el espejo de la sordidez y la miseria de la España de posguerra. Todas las preguntas cruciales del hombre, qué piensas, qué deseas, qué sabes, qué amas, qué esperas, reciben igual respuesta: nada.

Si bajamos un escalón desde la metafísica profunda a la filosofía de andar por casa, el concepto alude a la finitud de la vida, a la nada mortal. En este punto me gusta citar el párrafo del libro autobiográfico de Vladimir Nabokov Habla memoria (el resto son lugares comunes o consuelos religiosos sobre la muerte).

La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija entre dos eternidades de tinieblas. Aunque ambas son gemelas, idénticas, el hombre, por lo general, contempla el abismo prenatal con más calma que aquel otro hacia el cual se dirige (a unas cuatro mil quinientas pulsaciones por hora). Conozco, sin embargo, a un niño cronofóbico que experimentó algo parecido al pánico cuando vio por primera vez unas películas familiares rodadas pocas semanas antes de su nacimiento. Contempló un mundo prácticamente inalterado –la misma casa, a misma gente-, pero comprendió que él no existía, y allí nadie lloraba su ausencia.
Tuvo una visión fugaz de su madre saludando con la mano desde una ventana de arriba, y aquel ademán nuevo le perturbó, como si fuese una misteriosa despedida. Pero lo que más le asustó fue la imagen de un cochecito nuevo, plantado en pleno porche, y con el mismo aire de respetabilidad y entremetimiento que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubieran desintegrado.

La nada es ante todo un concepto teológico que tiene su origen en el creacionismo de la religión judeo-cristiana. El libro bíblico del Génesis afirma que Dios creó el mundo desde la nada. No hay ente que pueda coexistir con Dios antes de la creación. De la nada, nada es (esta es la idea original) y puesto que algo hay, queda demostrada por sus efectos la necesidad de una causa incausada a la que, para entendernos, llamamos Dios. Frente al tiempo circular o cíclico de los mitos y de las cosmologías griegas (la materia es eterna), el tiempo cristiano es lineal: el mundo tiene un comienzo en la creación y un final escatológico de los tiempos.

Nietzsche, a su vez, invierte el sentido del concepto cristiano de la nada (y sus consecuencias en el orden moral y social) para transformarlo en nihilismo, que puede traducirse por “estar instalado en la nada”. Todo comenzó con el triunfo de la tradición platónico-cristiana que impuso a la cultura occidental la pérdida de todo lo que es noble y aristocrático, la negación de los valores afirmativos de la vida. El nihilismo conduce al anonadamiento: a la desesperación individual y al pesimismo colectivo. Es el gran error, la senda perdida, el síntoma del ocaso espiritual de occidente que sólo acabará con el fin de la calumnia del cristianismo contra el sentido de la tierra, con el principio del amor propio y la voluntad de poder.

Otros hilos conductores van también de la filosofía a la nada: el misterio de la vacuidad (shunyata) del budismo, la pulsión autodestructiva de los instintos tanáticos en Freud, el solipsismo de Max Stirner: Yo he basado mi causa en nada, el lema del escéptico radical que dice: No me creo nada de nadie o el marxismo marginal de Groucho: He llegado de la nada a la más absoluta miseria… Pero como en los cuentos que deslizan la posibilidad de una segunda parte, eso ya es otra historia.

martes, 18 de junio de 2013

Filosofía en ediciones de bolsillo


Max Horkheimer, Apuntes (1950-1969)

El significado para los individuos de las ideas de Kant, Hegel, Nietzsche y otros pensadores está en relación inversamente proporcional con el número de ejemplares de sus obras lanzados al mercado. Del mismo modo que el fin e incluso el aspecto de esos volúmenes se acerca al de los periódicos, también se acerca la lectura de su contenido al de las noticias más recientes. Más aun, las noticias son más serias. Muchas de ellas tienen consecuencias para la acción –en el significado más inmediato del término- y, dadas las circunstancias, hasta para la organización de la vida, la modificación de las intenciones profesionales, la afiliación política y la emigración. De los filósofos ya no se desprende actualmente nada en absoluto, ni para el lector culto interesado ni para el lector medio; a ellos les corresponde más la función de las novelas y las películas corrientes. Y ni hablar de su poder educativo o civilizador: un texto del cual nada depende en la vida no deja tras de sí una especie de huella, de influencia que se une a otras para formar un modo de pensar. Las ediciones masivas de los grandes filósofos demuestran su inocuidad.

jueves, 13 de junio de 2013

Diccionario filosófico. Libertad


No somos libres. El determinismo es una teoría filosófica que sostiene la falta de libertad en la conducta humana. Los argumentos en contra de la libertad son los siguientes:


- Determinismo físico. Sólo hay una realidad, la materia y sus diferentes estados y por tanto no hay razón para suponer que rige un tipo de causalidad para la naturaleza y otro para el hombre: uno para el cuerpo y otro para la mente. La idea de que la mente no está sujeta por su constitución especial a las mismas leyes que el resto de los seres es una visión dualista de raíces religiosas. Sostener que una de las propiedades de la mente es su capacidad de pensar y decidir libremente es simplemente una conjetura metafísica contraria a la neurociencia. Las leyes de la naturaleza son las mismas para  todos los seres: el hombre, la lechuga y el ratón... Las acciones del hombre, como cualquier realidad del mundo, están sometidas al principio de causalidad. Esto significa que la conducta humana está determinada y su complejidad no implica que seamos libres. Lo que llamamos “libertad” no es otra cosa que la imposibilidad de controlar las ilimitadas variables, es decir, las causas próximas o remotas que intervienen en nuestros actos.


- Determinismo psicológico. El temperamento, que forma parte de nuestra herencia genética, el carácter, que forma parte de nuestro aprendizaje y los rasgos de la personalidad, todos determinan a la vez la conducta. Nuestra organización psicológica deja muy poco margen para elegir, aunque creamos lo contrario por una tradición cultural y un hábito interesado. La evidencia intuitiva de que en todo momento somos libres, es decir, capaces de elegir entre varias alternativas es un espejismo basado en ambas creencias. Siempre elegimos el motivo más fuerte y después justificamos nuestra elección con la suposición de que nuestra voluntad decidió libremente. Asimismo, la voluntad es otro concepto metafísico que puede ser explicado por la psicología científica mediante las nociones empíricas de motivación y toma de decisiones. La certeza no siempre es la verdad. El psicólogo conductista Burrhus Frederic Skinner  (1904-1990) afirma, en este sentido, que simplemente vivimos la ilusión de ser libres.


- Determinismo sociológico. Las conductas humanas son esencialmente sociales y, por tanto, impersonales. En realidad, nuestra conducta no depende de nosotros sino que tiene, aunque tratemos de ocultarlo, un fuerte significado colectivo. En la vida social el individuo no decide ni controla la acción, sino que más bien es controlado y movido a actuar en una dirección única. Una cultura es un sistema normativo que nos dice en todo momento lo que debemos hacer. Esta es precisamente la función de los usos sociales, las costumbres y las leyes. Las normas culturales nos empujan necesariamente a actuar de una forma determinada dentro de unos estrechos márgenes que nosotros ilusoriamente ensanchamos. Algunos mantienen que es incompatible aceptar la dimensión moral del hombre y afirmar a la vez que la conducta está determinada. Pero tal dimensión es una suposición especulativa que puede ser explicada por la psicología científica mediante los términos empíricos de personalidad, aprendizaje, motivación y afectos; y por la sociología mediante los correspondientes de mores o costumbres morales y proceso de socialización. De la libertad nada de nada. Somos otra cosa y, sin embargo, los mismos...

sábado, 8 de junio de 2013

Dalí en el Reina Sofía


Uno de los acontecimientos culturales del año en Madrid es la exposición del Museo Reina Sofía titulada Dalí: Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades plásticas.
Copio de la página oficial: El núcleo de la exposición lo constituye su periodo surrealista y en él se presta especial atención a su método paranoico-crítico, que el artista catalán concibió como un mecanismo de transformación y subversión de la realidad, posibilitando que la interpretación final de una obra dependiera totalmente de la voluntad del espectador.

"Comprender” los cuadros de Dalí, por muchas vueltas que le demos, es imposible. No en vano replicó, cuando André Bretón le mostró la espada flamígera para expulsarlo del surrealismo, que le daba igual (je m’en fou) porque él era el único surrealista.
Si queremos pisar tierra (aunque no demasiado), hay que situar a Dalí en un lugar accesible a la filosofía del arte: ¿Qué es lo que sucede en sus cuadros? nos preguntamos como cualquier visitante alucinado de la exposición… ¿Qué pasaba por su divino bigote cuando los perpetraba? Nada que tenga que ver, por supuesto, con el pensar en sus múltiples formas. A Dalí hay que situarlo en los confines del inconsciente personal y colectivo, en la asociación irrepetible de ideas donde todo se relaciona con todo y el flujo de conciencia es indescifrable. Para Dalí no vale la proposición de que los límites del lenguaje son los límites del mundo.

El pintor ampurdanés aseguraba que la parte fundamental de su obra se había creado bajo los auspicios del “método paranoico-crítico”. Cuando le pidieron que explicara sus principios, se limitó a decir que era tan profundo que ni él mismo lo entendía… Lo cual no le impidió escribir un libro sobre el tema y presentarse en Viena para regalárselo a Freud. En la entrevista, el padre del psicoanálisis hacía de todo menos coger el libro, consciente de lo que le esperaba si daba el paso; sabía que no había ventanas a las fantasías del pintor y cualquier cosa que dijera sería un disparate. Hasta que Dalí, harto de evasivas, se levantó y le espetó: He venido a traerle mi libro para que lo lea y me diga lo que le parece, y tras ponérselo en las manos, se despidió a la francesa. Todos en la exposición somos un poco Freud. El sabio vienés elogió posteriormente a Dalí (nunca habló del libro) como el ejemplo más puro del “temperamento racial español”, posiblemente una manera eufemística de referirse a sus modales.
La primera regla del método paranoíco-crítico es convertir los grandes problemas en obsesiones distorsionadas por un exceso de aura. Recuerdan los desbordamientos de la mística española. Los mismos títulos resultan con frecuencia sacralizados, del tipo Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo (no se lo pierdan). Algunos, de más de dos líneas, ni siquiera tienen sentido.

Dalí era ante todo un profesional que conocía el oficio; los excesos patafísicos y delirios narcisistas, la puesta en escena, forman parte de la obra. Es apabullante la anécdota que cuenta en su Diario de un genio: cuando pintaba la Crucifixión se embadurnó el cuerpo de miel para que las moscas le atormentaran y así identificarse mejor con el sufrimiento de Cristo… Pero no hay que confundir la envoltura con la cosa. Son meros gestos que glorifican el cuadro. La pintura es la parte más noble de su personalidad (si es que  el término significa  otra cosa que un baile de disfraces).
En otra de sus boutades (que razona en su diario) concluyó que lo único que nos hace libres es el dinero. Que solo el dinero es capaz de convocar al destino. Nueva York lo recibió nimbado de gloria: a la crítica norteamericana le sedujo el personaje, su paranoia, sus cuadros. Dánae le cubrió de oro en forma de dólares. Tampoco descuidó sus intereses en la España de posguerra. Conviene recordar que entre sus innumerables metamorfosis, como Zeus para seducir a sus amantes, están la de firme devoto de la Monarquía, la Hispanidad o la Iglesia con galas de apoteosis barroca. Retrató a Franco y a su familia en el Palacio del Pardo como pintor de cámara (¡el amigo íntimo de Federico García Lorca!). El entorno del dictador ha contado lo irritable que se volvía cuando tenía que posar: Ya ha llegado ese majadero de Dalí, protestaba y tardaba en salir de su despacho…

Para aproximarse a su obra es esencial señalar el carácter puntual de las asociaciones; no son, como anunciaba a bombo y platillo, la destilación de las ideas universales que sobrevuelan el ser, sino al revés. La intuición espontánea, emergente, era uno de sus trucos preferidos. Aseguraba que la inmediatez de la ocurrencia era la explosión i-ne-vi-ta-ble de siglos de cultura atesorados en su mente desde el estado fetal. Es célebre su conferencia en la madrileña Residencia de Estudiantes. Confesó que no se había preparado nada para comprobar la fuerza instantánea, volcánica, de su mente. Ante un público que desbordaba la sala, avanzó con su bastón, se sentó solemne y tras un silencio reverencial anunció: Picasso era comunista, yo tampoco. Después se levantó y se marchó dignamente… El retrato de Picasso, en la colección, es espléndido.

Sus visiones, en sentido esotérico, son irrepetibles. Un ejemplo: al referirse en su libro La vida secreta de Salvador Dalí a La persistencia de la memoria, rechaza cualquier versión simbólica o metafísica y relaciona los relojes blandos del cuadro con la textura cremosa del queso Camembert que cenó la noche en que se puso a pintarlo. Las interpretaciones que se han hecho de El gran masturbador (otra joya de la muestra) son largas y tediosas. Lean un fragmento de una muy apreciada: La langosta es un animal que le provocaba terror desde su infancia y que se encuentra pegado a la boca de su autorretrato. Está en estado de descomposición, lo que atrae muchas hormigas que simbolizan la muerte. Un anzuelo simboliza la atadura a su familia que quería retenerle a su lado y volver a un modo de vida tradicional del que él quiere desprenderse definitivamente. El león como deseo sexual, con una lengua rosada como símbolo fálico. Unas piedras como su pasado. Una figura aislada como soledad.
La línea, el color, el conjunto, eso es para mí lo que cuenta…



Muchos motivos son puramente pictóricos, “buenos para pintar” y reciben posteriormente  una interpretación arbitraria; como la granada, el pez, el tigre, el elefante, el desnudo de uno de sus cuadros más logrados (también en la muestra): Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes del despertar. Esta subordinación del tema al motivo la aprendió del cubismo. Es el oficio de Dalí lo que cuenta. Lo que caracteriza al verdadero artista es la fundación de un mundo, el territorio abierto, la transparencia de un estilo; y eso ni sus más acerbos críticos lo han puesto en duda.

sábado, 1 de junio de 2013

Paul Klee, maestro de la Bauhaus


Con este título, la Fundación Juan March de Madrid presenta una nueva muestra. Copio de la web:
La exposición, resultado de varios años de trabajo en colaboración con el Zentrum Paul Klee de Berna, se apoya en el que quizá sea uno de los proyectos de investigación sobre el artista más relevante de las últimas décadas: la reciente edición crítica del así llamado "legado pedagógico" de Klee. La muestra permite articular una selección de 137 obras entre pinturas, acuarelas y dibujos, realizados entre 1899 y 1940, con casi un centenar de manuscritos seleccionados entre las notas de las clases de Klee en la Bauhaus, que representan cada uno de los 24 capítulos que componen los textos de Klee.

Klee fue uno de los genios que impartió clases en la Bauhaus junto con Walter Gropius, Johannes Itten o Wassily Kandinsky. La idea del arte de esta escuela alemana como un proyecto colectivo, funcional, al servicio de la sociedad, marcó una época hasta que fue clausurada por los nazis en 1933 y la obra de Klee condenada por “arte degenerado”. Por su valor en cambio no fue quemada en la hoguera.

Lo que me atrae de Klee es que detrás de sus cuadros, bocetos, dibujos… hay más de dos mil páginas de teoría. Según parece, tan ingente producción se podría resumir en menos de cien una vez recortado lo accidental, las variaciones sobre el mismo tema y un amplio surtido de obsesiones. Los defectos de un profesor. Sabemos, además, que en la Bauhaus no se podía diseñar una silla con cuatro tubos sin recorrer toda la historia del arte, formular un manifiesto o publicar un tomo. Por supuesto, Klee, nunca dejó de afirmar que el talento creador no se puede aprender y que, como mucho, la escuela puede descartar (y eso con reparos, piensen en Dalí) a los no aptos para la causa. La virtud, desde Platón, es un regalo de los dioses. La academia es una escalera que luego hay que tirar cuando estás arriba.

Lo primero que se percibe en la muestra es la fascinación del maestro por el movimiento y el cambio, uno de los núcleos recurrentes en ciertas visiones artísticas, como el futurismo de Marinetti, Marcel Duchamp o el fotógrafo Eadweard Muybridge… el viejo problema del ser y el devenir que abrumó a los filósofos griegos. Estados sucesivos, secuencias, espirales; flechas y vectores inundan los cuadros. Bergson reunió, como Klee, sus innumerables artículos y conferencias en su obra La pensée et le mouvant (1903-1923). Afirmaba Klee a modo de divisa que la forma fija es siempre el error. Que hay que buscar la formación como fin, el proceso inacabado, la realidad misma. La aparición del cine acabó con las vetas del filón. Por eso a nosotros nos cuesta tanto entender el interés por la reflexión cinética y su plasmación en el lienzo.

Otra serie de cuadros apunta a la perspectiva diédrica como proyección de la tridimensionalidad en el plano. Una forma de neopitagorismo cuya finalidad es husmear los esqueletos de las cosas desde la ciencia pura del espacio. Un saber para iniciados. Instrucciones inextricables para entrever algo que está más allá de nuestras cabezas. Lo que se observa son láminas calcadas de lo que en mi época se llamaba dibujo lineal. Entonces era una labor de alquimia; ahora los ciberartistas se dedican a la generación automática de formas plásticas. No me gustaba entonces ni me gusta ahora.

También el color tiene su rincón en la sala. Aunque inicialmente fue un tema secundario en las investigaciones de Klee, posteriormente cambió de registro y llegó a impartir en la Bauhaus cursos de teoría cromática y mezclas. Algunos trabajos de la exposición presentan paletas con las consiguientes divisiones, transiciones y matices. Nuestro interés por tales hallazgos es limitado. Si el cine fulminó el movimiento, las aplicaciones de edición gráfica, tipo Photoshop, han liquidado el color. Es el precio del progreso.

Y, por supuesto, el tema recurrente de la naturaleza. Klee enseñaba que la naturaleza no imita al arte y es vano especular. Tampoco el arte imita a la naturaleza; es perder el tiempo competir con ella; sólo obedeciéndola es posible comprenderla. De la naturaleza aprendemos: como Leonardo que observaba el vuelo de los pájaros para construir artefactos aéreos. Igual que en las primeras mitologías, sólo puede ser objeto de admiración. El naturalismo de Klee es otra ficción estética sobre la oposición entre naturaleza y cultura. Me recuerda la enigmática sentencia de un filósofo hispano-árabe: Uno de los fines de la naturaleza es la ciega producción de formas bellas (una propiedad de la materia indiferente a la existencia o no del hombre). Está ahí y forma parte de un misterio inaccesible al entendimiento.