viernes, 30 de septiembre de 2016

El Bosco V centenario


La exposición del V centenario sobre el Bosco en el Museo del Prado ha sido la más concurrida de las que se tienen noticias en las crónicas de la pinacoteca. Según los datos del propio Museo más de seiscientas mil personas la han visitado. Conseguí por fin entradas a última hora de la mañana el viernes día 23 de Septiembre, casi al cierre del evento, gracias a un conocido que trabaja en el Prado, pues soy incapaz de pasar tres horas de cola bajo el sol picante del otoño. (Por cierto, no voy a referirme aquí a la videoinstalación El Jardín infinito, a propósito del Bosco).
El problema es que no se puede ver así una exposición de esta envergadura. Por lo menos el día que estuve (y me consta que ha sido la pauta) la sala estaba a reventar. Gentes de toda suerte y condición, filas desordenadas de turistas japoneses tras el abanderado, grupos numerosos de jubilados ocupando la totalidad del espacio de un cuadro para escuchar las prolijas explicaciones de un guía oficial, los visitantes con audio demorándose un cuarto de hora en cada cuadro y, me atrevo a hacer juicios de intenciones, muchos por libre en primera fila, con la mirada perdida, disfrutando durante un tiempo excesivo más de su lugar privilegiado que de la pintura. Niños aburridos vagando de acá para allá, jóvenes sin rumbo, incluso una pareja con un cochecito de gemelos tapando los sitios de paso. ¿Qué decir de El Jardín de las delicias? Parecía una sala de cine más que un tríptico. Sólo se podía contemplar la parte trasera que no puedes ver habitualmente en el museo.
En una exposición de Kandinsky, como la que nos ofreció la Fundación Telefónica el año pasado, los problemas se reducen considerablemente; la gente mira los lienzos, no se entera de nada concreto y en cinco minutos despacha la sala. Tampoco es que se enteren de mucho más en la exposición de El Bosco por la complejidad narrativa de las composiciones, más parecidas a una novela no lineal que a un cuadro, la indescifrable iconografía, los símbolos y enigmas, las reflexiones éticas o teológicas, las alusiones históricas… Es un pintor, más aun que otros, para especialistas. El problema es que todo el mundo ve, o cree ver algo: detalles innumerables que comenta entusiasmado con sus amigos o con el vecino de al lado. Mira esto, mira eso, fíjate en aquello, ¿dónde, dónde? Otros llegan cargados de fotocopias sacadas de Internet que te pasean por las narices y tratan de leerlas delante de los cuadros; algunos con tres o cuatro filas de espectadores. En la mesa de los pecados capitales, que puedes ver tranquilamente a diario en el Prado, una vigilante con dedicación exclusiva se desgañitaba a intervalos para rogar a los curiosos que no se apoyaran en el soporte de la mesa ni tocaran las figuras o se hicieran selfies sobre las escenas… Resulta curioso que uno de los pintores más crípticos de la historia de la pintura se haya convertido en un auténtico fenómeno de masas. ¿Qué es lo que atrae tanto al público?
Por un lado, la increíble originalidad de sus figuras humanas (?), una flora y una fauna surgidas de un paisaje onírico, los misteriosos elementos naturales o los delirantes conjuntos arquitectónicos.
Por otro, la visión inequívoca de una humanidad irredenta, perdida en su condición, caída, condenada al error y al vicio. Un universo inquietante que apela a las fantasías más oscuras del espectador que intuye el significado del mundo actual y el de siempre. Un mundo de miseria, ignorancia y maldad. ¿Cuántos de los que circulamos por las salas nos parecemos en cuerpo y alma a los personajes taimados del Bosco? Ni siquiera en el panel central del Jardín de las delicias es posible vislumbrar una felicidad sin mezcla de mal alguno. La sensualidad resulta culpable, filtrada siempre con absoluta genialidad a través del cristal de la impureza. El tránsito de las procesiones de jóvenes danzantes al panel del infierno es solo cuestión de tiempo. El reino del supremo creador es, en el fondo, ajeno al amor profano. El universo del Bosco es complejo, enigmático, indescifrable en sus fantasías pero a la vez simple y directo en su mensaje moral y religioso, más medieval que renacentista.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Crónicas futboleras


La prensa deportiva, la más leída por goleada, se basa, al analizar los partidos de fútbol, en que hay finalmente dos teorías: la positivista sin fisuras y la metafísica de amplios vuelos. Prefiere siempre la segunda porque es más sugerente y conspirativa; permite atizar el ascua de la rivalidad y las últimas cuentas pendientes, befarse del rival y bajar los trapos sucios de la buhardilla. Eso sí, los que hoy ríen, mañana lloran. Incluso los equipos más grandes antes o después reviven Sonrisas y lágrimas. Además, cualquier inocua declaración de un jugador, directivo o técnico hacia propios o extraños puede ser inflada de matices tóxicos hasta convertirse en una declaración de guerra. Después hay que aclarar los malentendidos, desdecirse de lo evidente, pedir perdón a quien haga falta y acabar con el follón. El resultado es una espiral infinita de papel. Además cuenta con la ventaja de que las crónicas futboleras se escriben a toro pasado. Por tanto, el guion del partido permite más variantes que una partida de ajedrez entre grandes maestros. Un ejemplo es la prensa deportiva catalana y madrileña. Lean lo que escriben Sport o Mundo Deportivo, As o Marca sobre lo que Barça y Madrid hacen en cada jornada de liga y, sobre todo, no se lo pierdan, cuando se enfrentan entre ellos. Supongamos que estamos viendo el inevitable partido del siglo. En el área azulgrana se produce el forcejeo del central con un atacante que se cae al césped mientras el balón rueda mansamente a las manos del portero. ¿Cuál es exactamente el hecho que hemos visto en la pantalla (no digo ya en el campo)? Es evidente que la prensa merengue, moviola incluida, dirá al día siguiente que se trata de un penalti de libro y se remontará a la jurisprudencia creada desde hace cien años (cuando el árbitro señalaba sin vacilar el punto fatídico), mientras que los diarios catalanes negarán la mayor, la menor y la conclusión, invertirán la sentencia y jurarán que ha sido una entrada “normal” sin mayores consecuencias porque el fútbol es un deporte de contacto, de hombres y demás tópicos machistas. Unos y otros hacen lo mismo que los astrónomos aristotélicos cuando rechazaban lo que veían a ciencia cierta en el telescopio de Galileo: encajan los acontecimientos del césped a golpes de martillo. Es lógico: la prensa se debe a su público que paga por leer lo que quiere. Después de todo, el deporte es uno de los negocios más rentables y, si me apuran, un sector estratégico de la economía nacional. Pero sobre todo porque si los periodistas fueran partidarios de la primera teoría, la positivista, tendrían muy poco que decir y la gente se dedicaría otra vez a leer los folletines por entregas, las novelas del oeste (que renacerían) e incluso las estupendas aventuras del Capitán Alatristre. ¿La razón positiva? El fútbol solo tiene un principio: siempre merece ganar el que gana y lo demás son ganas de marear la perdiz. Un equipo puede tener el noventa y nueve por ciento de posesión de balón, tirar veinte veces al poste, anularle tres goles legales, chocar con el acierto del portero rival y otros avatares… Y recibir el gol de la derrota en la única jugada que el contrario tiró a puerta en una jugada aislada. Pero el fútbol no consiste en dominar al rival, ni tirar al poste (es igual que tirar fuera), ni hacer que se luzca el meta contrario, ni sufrir las cantadas arbitrales sino sólo en enchufarla. Después de todo, se rige por el mismo mecanismo de relojería que el resto del mundo: una vez que las cosas ocurren es que han sucedido. Y eso se puede contar en diez líneas. Esta verdad la conocen perfectamente los profesionales del balón, de ahí las dificultades, a veces cómicas, a veces crispadas, que tienen para responder a las preguntas de los periodistas. Por lo demás, los futbolistas tampoco son, ni tienen por qué ser, un ejemplo de verbo fácil o cultura general. Lo suyo es hablar en el campo. Las opiniones en caliente al finalizar el encuentro, las ruedas de prensa de los entrenadores, las entrevistas radiofónicas a los presidentes, son un repertorio inagotable de lugares comunes, vaguedades y buenas intenciones. En el mejor de los casos, cotilleos más o menos divertidos sobre la vida privada de los personajes: el supercoche que conduce Crispín Romeral, la rubia despampanante con la que sale o el despilfarro a la romana de su última fiesta de cumpleaños. Y mentiras que nadie se cree, desmentidos sobre fichajes o invenciones justificadas, muchas veces sobre la marcha, porque, igual que con la política, sería contraproducente contar lo que sucede realmente dentro del vestuario o en las oficinas del club. Por eso lo pasan tan mal cuando alguien de la casa, imprudente (se le calienta la boca) o despechado (está cabreado porque no juega o por dinero, entre otros motivos), larga más de la cuenta y la prensa monta en el acto el sistema metafísico o moral. Más madera...

viernes, 16 de septiembre de 2016

La corrupción, mal endémico español



Hay que tener el temple de un héroe para ser una persona decente.
John Le Carré.
Las cuatro quintas partes de las grandes reputaciones morales no significan otra cosa que falta de datos para conocer la historia de los individuos que se pavonean en ellas fatuamente, como los cómicos cuando se visten de reyes.
(...)
Cuando se me presentaba alguno en cuya facha conocía yo que era hombre de posibles, mayormente si venía de provincias con cierto cascarón de inocencia, lo recibía cordialmente, nos encerrábamos, conferenciábamos a solas, le persuadía de la necesidad de tapar la boca a la gente menuda de las oficinas, conveníamos en la cantidad que me había de dar, y si se brindaba rumbosamente a ello, cogía su destino. Siempre era una friolera, obra de diez, doce o veinte mil reales lo que cerraba el contrato, menos cuando se trataba de una canonjía, pensión sobre encomienda u otro terrón apetitoso, en cuyo caso había que remontarse a cifras más excelsas. Si nos arreglábamos, se depositaba la cantidad en casa de un comerciante que estaba en el ajo, y después yo me entendía con los superiores, si no me era posible despachar el negocio por mi propia cuenta. Asunto era este delicadísimo y que exigía grandes precauciones. Por no tomarlas y fiarse de personas indiscretas, no dotadas de aquella fina agudeza a pocos concedida, cayó desde la altura de su poltrona a la ignominia de un calabozo un célebre ministro de Gracia y Justicia.
Benito Pérez Galdós, Episodios nacionales

viernes, 9 de septiembre de 2016

Sobre la política actual


Aumentar los deseos hasta lo insoportable y a la vez hacer que satisfacerlos resulte cada vez más difícil: este es el principio único en el que se basa la sociedad occidental.
Michel Houellebecq, La posibilidad de una isla
Decididamente no me interesa la política. Los hombres y mujeres más valiosas, más capaces huyen de la política. No tengo la más mínima intención de dedicar un minuto a especular sobre las últimas chapuzas y componendas parlamentarias. ¡Cuánto dinero perdido por unas querellas vanas! Una de las desgracias de vivir en nuestro país (¿tiene sentido esta expresión?) es la presencia constante del laberinto español del que hablaba Brenan. ¿Aún se cree alguien que las causas y los efectos de la guerra civil española han prescrito? Además, los debates políticos profesionales desatan rencores y oscuras amenazas. Todos se odian entre sí. Prefiero leer a Tomás Moro, Locke o Tocqueville. Infinita distancia entre política y filosofía política.
Por lo que respecta al pueblo soberano: Los “argumentos” políticos, en general, no son razones sino justificaciones personales y de clase. Habladurías. La mayoría de los que hablan de política no argumentan sino que charlan sobre sí mismos. Les encanta blanquear su buena conciencia burguesa. Simplemente cuentan lo que son en ese momento para reafirmarse en sus prejuicios ideológicos, morales o religiosos. Y sobre todo económicos. Cualquier interlocutor sensato podría cortarles con una frase: No me cuentes tu vida, chaval.
Demasiada información. En una tribu perdida de África las normas sociales que debe interiorizar el nativo son pocas y claras. En la sociedad de la globalización las tendencias, las ideologías, las cosmovisiones, las religiones inundan el mercado de las ideas. Finalmente en la edad del capitalismo financiero se ha cumplido la leyenda de la torre de Babel. Cuantas más puertas y ventanas se abren al mundo, mayor es nuestro grado de ignorancia.
Hay más. Aunque quisiéramos argumentar no podríamos. Carecemos de información relevante. El único problema político que le preocupaba seriamente a Luis XIV, el rey absoluto por excelencia, era el control de la información: disponía de una policía secreta implacable, una red de espías que abarcaba el territorio, un número de asesores y consejeros desmedido, confidentes, delatores, soplones, chivatos… Aun así reprochaba a sus ministros que no se enteraban de nada. Decía un místico del Renacimiento que no debemos aferrarnos a lo que no entendemos. Un ejemplo sería la administración de la información por los poderes efectivos, los que realmente dirigen el mundo mundial (y este sí es un tema político crucial). Por el contrario, hay que prescindir de lo que dicen los tertulianos, la prensa comercial, las empresas mediáticas y las majaderías de los políticos. Definición de demagogo: el político que larga rollos ideológicos que sabe que son mentira a una gente que sabe que es idiota. ¿En quién están pensando? Pero sobre todo, hay que considerar irrelevante la avalancha de chorradas y rumores, que circulan por las redes sociales. Si hacemos caso al místico (y a las quejas de Luis XIV) deberíamos huir de cualquier preocupación obsesiva relacionada con la política, la economía, el cambio climático, la energía nuclear, los sucesos o el deporte. Cuando discutimos acaloradamente sobre estos temas, el Ángel de la Sabiduría, desde las altura, se ríe o llora por nosotros alternativamente.
Muchos ven la solución al problema político en la educación. Por supuesto, me gustaría que todo el mundo tuviera la mejor educación. Lo cual no quita para que la educación que ha recibido la mayoría de la gente no parezca haberle aprovechado gran cosa… Por lo menos en política. Más sobre el pueblo soberano: un tertuliano de pro sentenciaba por la mañana en una cadena de radio con una fe democrática sin fisuras: El pueblo es siempre sabio. En primer lugar sabios o necios solo son los individuos. El resto de la frase es una variante del dogma metafísico de Rousseau sobre la entelequia del YO COMÚN y una mala interpretación del contrato social en versión libre para la radio. Además podemos poner ejemplos actuales de cómo la voluntad popular expresada sucesivamente en las urnas es una insensatez, un despropósito y un episodio más de la historia universal de la incoherencia (por no utilizar otra expresión  más dura).
Por cierto, excelente definición de política: A la salida de una sesión del Consejo de Ministros, los periodistas le reprocharon al Conde de Romanones (1863-1950), Grande de España, que hubiera aprobado una ley que veinticuatro horas antes había rechazado en el Parlamento con la frase indignada de “nunca jamás”. Imperturbable, el Conde les adoctrinó: “tengan ustedes en cuenta que cuando digo nunca jamás, me refiero siempre al momento presente”.
Posdata1. Prefiero la democracia representativa sólo porque me permite bajar al kiosco de la esquina y comprar el periódico que quiero. Es mil veces mejor el coro de grillos que cantan a la luna que la bota del soldado desconocido. Todo lo demás de la democracia o lo pongo entre paréntesis o no me lo creo. Es lúcida la definición que hizo Marx, un pensador perspicaz, del voto democrático: “Un comentario sentimental y extenuante a los logros de la etapa anterior de poder”.
Posdata 2. Democracia representativa: “todo el poder para los representantes electos”, es decir, para alguien que decide por ti, tiene patente de corso para sus manejos y al que no puedes pedir explicaciones. Miren a su alrededor. Otra paradoja de la división de poderes: los jueces carecen de contrapesos efectivos, están en el vértice del poder y no responden ante nadie por sus acciones.
Posdata 3. La libertad de pensamiento y de expresión sin límites ni restricciones filisteas son los dos principios constituyentes de una democracia participativa. Todos los demás derechos y libertades fundamentales se siguen de ellos y son su desarrollo consecuente. No le den más vueltas.

viernes, 2 de septiembre de 2016

El romanticismo de Nietzsche


La música otorga instantes de “sensación verdadera” y podría
afirmarse que la filosofía entera de Nietzsche es el intento de
mantenerse en la vida cuando la música ha terminado.
En uno de los capítulos más atractivos de la obra de Rudiger Safranski Nietzsche. Biografía de un pensamiento se analizan las relaciones entre Nietzsche, la música y Richard Wagner. De su lectura se desprende la profunda (incluso desmedida) ideología romántica del filósofo alemán que se extiende con más o menos intensidad al resto de su obra y no solo al denominado primer período, algo crucial para una cabal comprensión de su pensamiento que con frecuencia se obvia, se ignora o se niega... No es que no haya otras fértiles, innumerables, incluso contradictorias direcciones en el pensamiento de Nietzsche, pero la influencia romántica es insoslayable y, en una sostenida interpretación, sobrevuela e impregna a todas las demás. Incluso las afirmaciones que tergiversó interesadamente el nacionalsocialismo (la moral de los señores, el superhombre, la voluntad de poder, la decadencia de occidente y la vulgaridad de la democracia) proceden de constelaciones románticas.
Su concepción metafísica, en el fondo teológica, de la música como lo absoluto (otro concepto romántico); la intuición suprema de que la música genera el resto de las artes y la verdad es la belleza (clave de la estética romántica) culminarán con el deslumbramiento profético que Nietzsche sintió por el drama musical wagneriano (ambos bajo la influencia de la filosofía de Schopenhauer). Su entrega extática al universo del autor de El anillo culminará con el sacrificio de su carrera académica a la visión suprema (y sublime) de que la música es el único camino al reino de lo desconocido. Recordemos aquella proclama romántica sobradamente conocida escrita a golpes de martillo:
Ya en el "Prólogo a Richard Wagner", el arte -y no la moral- es presentado como la actividad propiamente metafísica del hombre; en el mismo libro reaparece en varias ocasiones la agresiva tesis de que sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo.
Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (primer título de 1872).
Ninguno de los grandes quebrantamientos nietzscheanos de la tradición cultural ilustrada que constituyeron su vida y su obra fueron ajenos a las figuras románticas del individuo que debe demostrar aquello que lo hace único, del genio creador de un universo propio o de la vida trágica del héroe.
Finalmente llegó el desengaño y la ruptura de Nietzsche con Wagner cuando descubrió su faceta más mundana: su amor al dinero, al lujo y a la vida cortesana; El proyecto faraónico del teatro de Bayreuth, la superficialidad –cuando no la falsedad- de su sensibilidad estética, el dudoso valor literario y el carácter artificioso de sus libretos (un pastiche de tradiciones populares germánicas) y su entrega en las últimas obras a los excesos espirituales de la mística cristiana. En la primera representación en Bayreuth, a la que invitó a Nietzsche, Wagner dirigió su obra Parsifal, drama "cristiano-germano". El efecto fue fulminante, hasta el punto de que el filósofo nunca más le dirigió la palabra. Esta fue su opinión: El Wagner real, el Bayreuth real fue para mí como una mala copia última de una calcografía en un papel escaso. Mi afán imperioso de ver hombres reales y sus necesidades recibió un estímulo extraordinario a través de esta bochornosa experiencia. Por su parte Wagner afirmó enigmáticamente (?): Podría decirse que donde la religión se hace artificial, queda reservado al arte salvar el núcleo de la religión.
(Ello no impedirá a Nietzsche referirse en su obra autobiográfica Ecce Homo a la hora sagrada en que murió Wagner en Venecia).