viernes, 18 de junio de 2021

Tres mitos de la democracia

 

El primer mito sobre la democracia tiene carácter histórico. Efectivamente, la democracia es un invento griego. Pero no fue tan excelsa como nos la han pintado los mistificadores de la “Edad de Oro de Atenas”. A finales del siglo VI a. d. C., Clístenes sentó las bases del régimen democrático que culmina Pericles (446-431 a.C.) en el siglo V. Una época que coincide con la derrota del Imperio persa en las Guerras Médicas y la posterior hegemonía política, económica y cultural de Atenas como polis o ciudad Estado. Las principales instituciones democráticas fueron el poder legislativo (el Consejo y la Asamblea), el poder ejecutivo (los Arcontes), el poder judicial (los Heliastas), el mando militar compartido (los Estrategas) y el destierro (el Ostracismo). Ante la posibilidad de la usurpación del poder por parte de algún tirano, los atenienses establecieron dos contrapesos: un mando militar compartido por diez estrategas o generales con igual mando y diez regimientos cada uno, y el destierro u ostracismo. Este último se basaba en la consulta que el Consejo realizaba anualmente sobre la existencia de motivos fundados para desterrar a algún ciudadano. Así, el que tuviese seis mil votos en contra debía abandonar Atenas por cinco o diez años, con lo cual se evitaba la corrupción, la ambición excesiva o el libertinaje. La democracia como forma de gobierno se basaba en la isonomía o igualdad ante la ley de los ciudadanos. No obstante, se trata de una democracia muy limitada, puesto que, de los aproximados 300.000 habitantes de Atenas, sólo unos cuarenta y cinco mil son ciudadanos con plenos derechos políticos (voz y voto). El resto son extranjeros o metecos: ciudadanos libres provenientes de otras polis, aunque sin derechos de ciudadanía; y, sobre todo, esclavos, una mayoría que no tiene ningún derecho y que trabaja en oficios artesanos, agrícolas, mineros e incluso domésticos. Es, además, una sociedad de varones, en la que la mujer es considerada inferior y a la que se le asignan exclusivamente las tareas del hogar y la crianza de los hijos. A favor: división y equilibrio de poderes, igualdad ante la ley y decisiones tomadas por votación. En contra, una democracia restringida, esclavista y sexista. 

El segundo mito es el concepto de democracia participativa como etapa superior de la democracia representativa, a la cual niega, engloba y supera. En realidad, se trata de un debate fallido que ha ocupado en vano a una legión de pensadores, intelectuales y politólogos que, como mucho, han propuesto un conjunto de vaguedades: “la democracia participativa consiste en la ampliación de los espacios democráticos para darle a los ciudadanos la oportunidad no solo de elegir periódicamente a sus representantes, sino también de participar de forma activa, directa y frecuente en la toma de decisiones de la comunidad”. Lo cierto es que cualquier adjetivo que se le añada al término “democracia” o es redundante (por ejemplo, representativa) o no es democracia (democracia popular) o no es nada (democracia participativa). Democracia representativa y participativa son lo mismo. Nunca ha habido en nuestro país una participación más activa, directa y frecuente que ahora: encuestas manipuladas de cualquier color, incluso las oficiales; votaciones trileras en páginas web controladas por la voz de su amo, andanadas de memes, troleos, fakes, bulos, imágenes trucadas y videos tóxicos. Por no hablar de las tertulias teledirigidas: cavernícolas, sibilinas, “objetivas” (son más honestas las cavernícolas), “críticas” (feroces con los otros y silentes con las vigas en el ojo propio). Lo que realmente ocurre, explican desde su pesebre ideológico los analistas de la España vaciada… de ideas. Durante la pandemia se ha multiplicado el mercado de las conspiraciones, los turbulentos debates radiofónicos (con opiniones del pueblo soberano) o televisivos (con protagonismo de los famosos), las manifestaciones y manifiestos sectarios. Y lo peor de todo: las crispadas sesiones parlamentarias donde lo de menos son los problemas y lo de más los personalismos egocéntricos. Dos definiciones del fantasma de la libertad y un corolario. Representante electo: político que decide por ti, tiene patente de corso para sus manejos (el transfuguismo y las puertas giratorias, entre otros) y al que no puedes pedir explicaciones durante cuatro años. Demagogo populista: político que larga rollos ideológicos que sabe que son mentira a una gente que sabe que es idiota. Sobre la separación entre vida pública y privada. De acuerdo, pero con un matiz: quien no es honesto (es decir ni fiel ni leal ni veraz) en su vida privada tampoco lo suele ser en la pública. Lo mismo que en la naturaleza, en la sociedad no hay saltos. La libertad de pensamiento y expresión son los dos principios constituyentes de la democracia representativa. Todos los demás derechos y libertades son su consecuencia. Prefiero la democracia representativa a la bota del soldado desconocido porque me permite bajar al quiosco de la esquina y comprar el periódico que me apetezca. Todo lo demás o lo pongo entre paréntesis o me lo creo a medias o no me lo creo. Es lúcido el comentario que hizo Marx, un pensador perspicaz, del voto en las elecciones parlamentarias: Un comentario emocional y extenuante a los logros de la etapa anterior de poder. Pero no despotriquemos de la democracia más allá de ciertos límites. Hay países donde no gobierna siquiera una familia, sino una parte de esa familia porque la otra ha sido defenestrada. Lo positivo: la culminación de la libertad de pensamiento y expresión es la independencia política. Sirve para pensar con tu propia cabeza, para advertir si estás pensando con la cabeza de otro, para evitar pensar a fin de ser aceptado por otro o para evitar pensar a fin de ser recompensado por otro. Sé curioso, vive perplejo, admite tu desamparo y ríe. Ironía o iglesia, lema del espíritu libre. 

El tercer mito de la democracia es el concepto absoluto de voluntad general cuyo origen es la teoría del contrato social de Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Resumimos. El contrato social es un pacto en el que se complementan de manera equilibrada el derecho irrenunciable del individuo a la libertad con las obligaciones derivadas de su incorporación a la sociedad civil. El problema de armonizar la libertad individual y las obligaciones sociales, lo resuelve Rousseau mediante la teoría de la voluntad general o “Yo común” (Moi commun). La voluntad general se construye mediante el derecho al voto, en el cual cada uno se expresa libremente y se reconoce a sí mismo en su plena libertad para decidir sobre los fines de la vida pública. Pero una vez construida la voluntad general por todos, el individuo se somete completamente a ella: de este modo afirma simultáneamente su plena libertad de elegirla y su total dependencia de lo que se ha elegido. Mediante este pacto se supera la contradicción entre individuo y sociedad, alcanzándose, según Rousseau, la denominada “libertad civil”. Asimismo, la voluntad general establecida democráticamente se convierte en principio único de la moralidad de las acciones, hasta el punto de que la virtud no es sino la conformidad de la voluntad particular con la general. Frente a la voluntad general, el individuo no tiene ningún derecho, salvo el de participar en su determinación a través del sufragio. La voluntad general establecida es la norma ética y política de la comunidad, al margen y por encima de los individuos que la forman. Además, aunque la voluntad general es descubierta a través del voto, no es creada únicamente por la mayoría que la establece, puesto que la voluntad general en su totalidad pertenece tanto a la mayoría que la ha descubierto como a la minoría que por error votó en contra. Átame esa mosca por el rabo. Un tertuliano radiofónico pontificaba con una fe democrática sin fisuras: El pueblo es siempre sabio. En primer lugar, sabios o necios solo son los individuos. La frase como tal es el dogma metafísico de la voluntad general de Rousseau en versión libre para la radio. Además, podemos poner innumerables ejemplos de cómo la voluntad popular, es decir, la suma de los votos particulares expresada como mayoría en las urnas, es una insensatez, un despropósito o un episodio más de la historia universal de la infamia.

miércoles, 2 de junio de 2021

Recuerdos de la pandemia. Paseos

 

Paseo, una de esas palabras que abarca más significados de los que aparenta: urbanos, culturales, sociales, literarios, filosóficos. El Paseo del Prado, Las Ramblas, Le Marais, Via Veneto, Oxford Street, 5th Avenue. El Madrid de los Austrias, El Barrio gótico de Barcelona… La salida de un matrimonio al caer la tarde, el trasiego hormonal de los jóvenes por la calle principal de una ciudad de provincias, el paseo diario por el parque del jubilado solitario que echa pan a las palomas. Los paseos por Dublín del protagonista del Ulises de Joyce o del joven Marcel "por el lado de Swann o por el lado de Guermantes" en la primera entrega del tiempo perdido de Proust. O los ensayos de Thoreau Un paseo invernal y Caminar, donde narra sus andanzas por los bosques y praderas de una América del Norte agreste y secreta. Pasear y pensar. Como los paseos de Aristóteles y sus discípulos, los peripatéticos (del griego perí-patos: paseo), alrededor de las columnas del Liceo mientras discutían sobre asuntos metafísicos. También las reflexiones autobiográficas de Jean Jacques Rousseau en su libro Las ensoñaciones del paseante solitario.

Y un nuevo significado del término surgido de la pandemia.

Los antecedentes: el confinamiento domiciliario comenzó en nuestro país el sábado 14 de marzo de 2020 tras el decreto del estado de alarma a causa de la extensión de contagios y fallecidos. El plazo inicial era de 15 días. Duró 98. 

Las primeras válvulas de seguridad para burlar el encierro fueron los desplazamientos permitidos por actividades esenciales. Pero quien hace la ley… bueno ya saben. La picaresca es nuestra especialidad moral. La calle era un circo. Europa nos miró entre indignada y atónita. Ya me he referido a tales fregados: Perros alquilados a tanto la hora. Listillos que paseaban la barra de pan media mañana. Otros iban a la tienda del barrio veinte veces al día: la leche y media vuelta, la fruta, los yogures, las galletas, el queso de la cena. En el supermercado de la esquina se multiplicaban los tiques de un euro, hasta que los empleados pusieron el grito en el cielo. Un señor paseaba un perro de peluche. Una señora mecía una pepona en el cochecito del bebé. La policía tuvo que convencer a un friqui disfrazado de dinosaurio de que su atuendo no le protegía del virus. Multas. O las romerías a la farmacia, al banco o al estanco. Nunca se vendieron tantos pañuelos desechables ni sobres sin sello. Una escena en la farmacia: uno compra, tres esperan (el fontanero, mi vecina y yo); la dependiente le da el pésame al cliente desconocido por el fallecimiento de su abuelo; estampida (¿sería coronavirus?). Los cajeros automáticos echaban humo por tantas peticiones de saldo, hasta que los bancos cortaron por lo sano porque las máquinas gastan electricidad, se estropean y el papel no es gratis. De pronto, todo el mundo se desvivía por cuidar a sus abuelos desvalidos que solo abrían la puerta al repartidor del super. Nos poníamos traje y corbata para bajar la basura. Hasta el presidente del gobierno se largaba a darse un garbeo a oscuras y en celada.

A partir del dos de mayo, además de los desplazamientos esenciales, se permitieron las salidas para practicar deporte no profesional (los profesionales del sofá se compraron un chándal y unas zapatillas en el chino más cercano y a trotar veinte metros). También, paseos a menos de 1 km del domicilio con una duración máxima de una hora. ¿Se puede controlar ese espacio-tiempo? Los paseos estaban limitados a unas franjas horarias. Cualquier ocupación, diversión, espectáculo, restaurante, ocio se convirtió en paseo. La gente deambulaba silenciosa por las calles, solos, parejas, tríos como mucho. Se guardaban distancias estelares. Nos mirábamos con recelo en una versión insólita del hombre, lobo para el hombre de Hobbes o del aforismo sartriano de que el infierno son los otros (en realidad, una visión teatral del narcisismo y las máscaras). Muchas calles se cerraron al tráfico para permitir ensanchar las aceras y evitar tumultos. Parecíamos zombis perdidos en los confines del barrio. Saludábamos a los vecinos con un gesto imperceptible, sin detenernos. Maldecíamos a los corredores que nos adelantaban resoplando a los cuatro vientos. Primeros indicios de fiestas y botellones. Las mascarillas pronto fueron tendencia: a juego con el conjunto, patrióticas, futboleras, totémicas, de todo menos baratas (y fiables); una especie de contra carnaval de Venecia donde nadie podía reír ni tocarse. Algo positivo: las mascarillas resaltan la belleza de los ojos femeninos e invitan a completar lo que queda oculto en la mejor versión pandémica de las mil y una noches. Cuando llegábamos al pico, según Simón el profeta, nos barrió la tercera ola.