La siguiente
cita con el coronel Carlos Abengoa fue en la cafetería del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza.
Le recordé (no era necesario) el tema de nuestra anterior conversación en El
Ateneo, a saber, los efectos negativos de la tecnociencia en las instituciones
sociales. En el fondo una broma dialéctica, una especie de espejo curvo en el
que se deforma la idea ilustrada del progreso indefinido del conocimiento experimental
y sus consecuencias.
Piense usted,
retomó el hilo don Carlos, en la más básica de las instituciones: la familia. Recuerde,
por ejemplo, el ritual de la comida. Recurro a la historia por defecto
profesional. En la familia clásica de los años sesenta (analógica sugerí
y al coronel asintió) el padre se sentaba a las dos en pijama y zapatillas detrás
de la prensa, el Ya o el ABC, el ama de casa servía la sopa de
Gallina Blanca con fideos gruesos y huevo escalfado o las croquetas de cocido mientras
los hijos se daban toñas invisibles y patadas debajo de la mesa. El cabeza de
familia doblaba indolente el periódico y se unía al concierto familiar más o
menos armónico según el día. Le toca a la pequeña: el niño Jesús
que nació en Belén bendiga esta mesa y a nosotros también (risas
contenidas). Si eran más de cuatro retoños (lo normal entonces) y se alborotaba
el gallinero, el padre repartía estopa sin discriminación de género. De
segundo, el filete más grande se lo adjudicaban al varón primogénito y por
orden de la señora madre no se encendía la televisión (la única pantalla de la
casa excepto las de las lámparas) hasta que comenzaba el telediario. Después se
iniciaba una conversación asimétrica a tres o más bandas. Si el abuelo vivía
con ellos, canto gregoriano. ¿Vais a misa los domingos, os confesáis, comulgáis
a menudo? El padre frunce el ceño porque sabe que también va por él. El perro,
el único de la familia no sometido al régimen disciplinario, da la murga
alrededor de la mesa petitoria si es que no pone las patas en el hule y saca la
lengua a pasear. El que decía “esto no me gusta” repetía en la cena.
A partir de los noventa,
con la incorporación de la mujer al mercado de trabajo se impone un modelo
familiar radicalmente distinto. Sigamos con el ejemplo, anunció Abengoa. La
madre se lleva la comida en un táper hermético y termo o come en la cafetería
de la empresa o se premia los viernes con el menú del día de un restaurante del
barrio. Los hijos, que ya son dos, se apuntan al comedor del colegio y el
padre, que trabaja cerca, vuelve a casa un par de horas para despachar unos
macarrones con tomate de lata y una pechuga de pollo a la plancha que le ha
preparado la asistenta. Cabezada y al despacho. Por esas fechas, le dije al
coronel, Microsoft lanzó su primera versión del entorno Windows.
Los primeros paleo ordenadores comenzaron a utilizarlo en todos los rincones
del planeta. En 1991 se anunció públicamente la World Wide Web, un año
después había un millón de computadoras conectadas a la red. Siete años más
tarde nació Google (todavía sin posición dominante); Facebook se creó en 2004.
En ese momento Internet contaba con mil millones de usuarios.
La tercera
versión de la familia es la digital. Viven en una casa inteligente en la
que hasta la cisterna del retrete está conectada a la fibra óptica. Avisos,
pitidos y melodías se suceden de la mañana a la noche. Se le ha olvidado
conectar la alarma, el besugo está en su punto, ¿Desea que la
cadena le ponga música Reggaeton? La comida dominical se parece al silencio
sinfónico de la nieve. El padre revisa en el iPhone los correos del trabajo y
los contesta mientras se enfrían las chuletas de cordero. La madre con el IPad engulle
a la vez las chuletas y los chismes del Hola. El hijo, con el miniportátil
Samsung en las rodillas, chatea con sus amigos en tres redes sociales. Por no
hablar del teletrabajo y de los tele deberes del cole, intervine. Si el pobre
abuelo viviera clamaría con razón: ¡en esta casa sobra el wifi, hablad entre
vosotros, tirad esa basura, creced y multiplicaos!