Aunque soy poco propenso a leer lo que producen mis amigos, en el caso de Antonio Castellote ha sido un placer intelectual (tal y como lo entendían los epicúreos) porque, entre otras cosas, soy un fiel seguidor de sus excelentes artículos. Puedo decir con justicia humanística que sus Bernardinas están a la altura del mejor ensayo literario de nuestro país; y el que no me crea que visite su excelente blog y dedique una tarde a sus entradas.
Además ya conocía su primera publicación, Fabricación británica, una novela bien escrita y amena (dos categorías impagables), en la que pueden seguirse los rastros frescos y las influencias de sus escritores favoritos, entre otros, Baroja y Galdós.
El libro de Antonio Castellote Geórgicas, publicado hace unos meses por la editorial zaragozana Libros Certeza, incluye dos relatos cortos (Galgos y podencos y Animales heridos) además de una nouvelle, Los toros en invierno, una narración intermedia entre el relato largo y la novela corta.
El título de la obra tiene una significación genérica que se refiere a la presencia y predominio en las tres narraciones de un conjunto de elementos literarios de carácter naturalista: zoológicos, paisajísticos, agropecuarios, orográficos, atmosféricos, estacionales… No se trata, en todo caso, de un naturalismo abstracto, al estilo de los cuadros de Zóbel, donde los elementos naturales son autónomos y excluyentes, sino más bien de una naturaleza activa, una natura naturans, a la que hay que poner en primer plano como elemento conformador de la conducta, al estilo, por ejemplo, de las pinturas campesinas de Brueghel.
En los relatos de Antonio Castellote, el hombre es todavía la medida de todas las cosas, pero la circunstancia envolvente que determina el sentido de la acción no es, por decisión artística, la cultura urbana sino la rural. Estamos ante el homenaje a una naturaleza que ya no es la materia prima dominada por la tecnociencia o la industria, sino el cuerpo inorgánico del hombre, un espacio global que le permite enfrentarse a otras manifestaciones de la vida.
Me confieso culpable de que antes de comenzar Los toros en invierno (objeto de mi diálogo con el libro), me asaltó el prejuicio perturbador de que lo peor que podía ocurrir es que se tratara de una versión aceptable del costumbrismo perediano. A propósito, y espero que me lo aclare Antonio, no entiendo por qué los manuales al uso hablan del “realismo costumbrista” de Pereda. Los usos, las tradiciones y costumbres que se describen en su mejor obra Peñas arriba (y también en Sotileza), son completamente idealizados e irreales… Peñas arriba se parece más a la Utopía de Tomás Moro o La ciudad del Sol de Campanella que a La de Bringas o Los pazos de Ulloa.
Lo cierto es que mis conjeturas resultaron infundadas y el relato apunta más bien a lo contrario de esa armonía preestablecida que sobrevuela las obras de Pereda. Los toros en invierno es la crónica de una anomalía que gradualmente irrumpe en el sosiego de la vida rural, se abre paso (en eso consiste el tempo de la novela) e inunda por completo el entorno social.
Todo comienza cuando Bernardo, un acomodado ganadero del pueblo turolense de La Iglesuela del Cid, situado en pleno corazón del Maestrazgo, toma la insólita decisión de comprar por una suma considerable a Pocapena, un sobrero rechazado de la ilustre y nunca bien ponderada marca de los herederos de don Eduardo Miura.
Bernardo, es un logrado personaje serrano que parece salido de las novelas existenciales de Sartre o Simone de Beauvoir. Tiene un carácter sensible, es pesimista, apocado, temeroso, angustiado y dubitante. Puestos a largar filosofemas, Bernardo me recuerda a la menos cartesiana de las descripciones del “yo pienso” que hizo Descartes en las Meditaciones metafísicas:
¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente.
Es además un aficionado castizo a las lides taurinas; su casa está empapelada de carteles famosos, asiste regularmente a las grandes ferias y tiene, entre otros libros del género, los incontables tomos de la enciclopedia de Cossío (esa obra estupenda de la que seguramente se ha valido Antonio Castellote para describirnos la figura de Pocapena con términos inextricables como salinero, carifosco, badanudo y enmorrillado).
El destino del miura es ser corrido a pelo por los adoquines del pueblo (o sea, sin maromas ni anestesias) el día de la fiesta mayor. Y una vez complacidas sus gentes por tan desigual lidia (sin aclarar el peso de cada parte en la balanza) y siempre bajo la condición azarosa de que ningún lugareño acabase con las tripas al aire, el toro sería finalmente apuntillado, arrastrado, destazado y servido en deliciosa caldereta. Pero esperen (a leer la novela) y verán lo que ocurre en realidad.
La entrega del animal de casi setecientos kilos a su nuevo dueño es una de las escenas más logradas del relato: recuerden la figura del mayoral, un truhán andaluz con más conchas que un galápago, redicho y fecundo en amaños, y su peón de brega, un conmovedor maletilla de tres al cuarto… La entrega a domicilio del pedido, decía, supone el despliegue de los restantes actores de esta memorable trama: el padre de Bernardo, el señor Ramón, su contrapunto musical, un anciano ajamonado por las ventiscas, perediano de ley, adaptado sin fisuras al medio, inteligente y hábil, amante del riesgo y de la juerga. Una figura entrañable ante la que jamás prevalecerán las asechanzas imbéciles de la “aldea global” y los “mercados”. Hay que imaginárselo en el crudo invierno turolense disfrutando del sol como un lagarto en una banqueta de pino a las puertas del corral, pelando un pollo de los buenos para echárselo al arroz. Pero sobre todo nos encandila su virtud altruista, un caudal que mengua en una jungla urbanita de pulsiones mezquinas, ese lugar inhóspito donde cada cual está legitimado para desearlo todo a costa de lo que sea, sin que a nadie le extrañe e incluso los más le bailen el agua.
El señor Ramón es capaz de interesarse por los otros (un milagro a esta altura determinada de los tiempos) y hacerlo de la única manera en que tal interés tiene valor: sin hacérselo notar. Si no fuera por su entrada en escena al modo teatral del deus ex machina, el morlaco las hubiera diñado, Bernardo se hubiera hundido en la "mala fe" sartriana, Antonio se hubiera quedado sin libro y nosotros sin leerlo. Pero no, la cosa sigue y tiene su miga.
Francisca es la protagonista del relato. Es una aldeana apegada al terruño y a su lar, pero mujer independiente y con oficio, carnicera por más señas, amiga de la familia y novia vagamente de Bernardo. No pienso ni por asomo contar la espesa relación entre ambos, a la vez peculiar en los detalles pero universal en la idea. El que quiera conocerla ya sabe lo que tiene que hacer.
Me decía un sabio conquense, ya por desgracia con los más, Don Fidel Cardete, que se había hecho bibliotecario de carrera sólo para refutar la teoría de que el mundo se divide en dos clases de tontos: los que prestan libros y los que los devuelven. Así que ya sabes, si quieres enterarte del asunto tienes dos opciones: o te haces socio de una buena biblioteca o te aflojas el bolsillo (pero no lo prestes porque no te lo van a devolver).
Con el transcurso del relato la cosa se pone sentimental para los actores, el autor y el lector, aunque cada uno lo sienta a su manera. Algo tengo que adelantar del meollo, por más que me pese. Bernardo, le toma cariño al miura, que a su vez se lo ha tomado a una veterana vaca rubia y se ha convertido en un hogareño semental. El señor Ramón comprende la insensatez de tirar el peculio en una tarde por muy señalada que sea y, sobre todo, advierte lo que a Bernardo le pasa por el magín; Francisca, por su parte, hace causa común con ambos, futuro y suegro (si es que llegan a serlo) y nosotros reflexionamos sobre el principal enigma de la teoría darwinista de la evolución: el amor puro y desinteresado que profesamos en ocasiones a otras especies vivas, animales o vegetales (una variante del Eros que Platón debería haber incluido en El Banquete). En mi caso, los perros, aunque nada tengo contra ellos, no me gustan y menos encerrados en las casas. Sin embargo, cuando voy a ver a mi hermana en Cuenca, al tercer día, Kiko, su encantador epagneul breton, un perrhumano de color ceniza, acaba durmiendo encima de mi panza. Es notable el sigilo con que abre la puerta y se sube a mi cama sin que yo repare en el trasiego. Es imposible echarlo y además gruñe entre dientes si lo intentas con suaves modales.
Llegados a este punto y con un nudo en la garganta -era media tarde- hice un alto en el camino. Me tomé un chocolate con picatostes y traté de imaginarme cómo sería el final que nos guardaba el autor. Se me ocurrieron dos o tres, pero el título del libro y otras circunstancias hicieron que mis conclusiones (la posibilidad de una mirada solar a la esperanza) acertaran en el blanco. No obstante, nadie se imagine que Los toros del invierno es un cuento de hadas donde al final todos son felices y se comen escabechadas las truchas del Maestrazgo. La narración de Antonio Castellote es un sistema completo de relaciones, un conjunto literario en el que todo se sostiene, pero también es una "obra abierta" en el sentido que Umberto Eco dio a esta expresión. Si la historia se llevara al cine (y es cabalmente factible la traducción de un lenguaje a otro) y tuviera éxito, el autor no tendría más remedio que aparejar la segunda parte de los sorprendentes hechos que por un tiempo han colmado por igual nuestra razón y también el gusto.