A mi hijo Nacho.
Hace un montón de
años veraneábamos en la Ramallosa, cerca de Baiona, en las Rías Baixas
gallegas. Como soy aficionado a la pesca me compré en la ferretería del pueblo una caña de
plástico con carrete y los demás aparejos, incluida sacadera y nasa. Lo conservo todo en un altillo junto a mi equipo de pesca mayor. Sea donde
sea, no hay nada como echar unas varas al agua.
Al día siguiente bajé
al mercado a por un jurelito y un trozo de volador: el señuelo. Después de la
siesta, mi hijo Nacho de ocho años y yo nos fuimos al pantalán de Baiona,
prolongación de la Lonja y del puerto de bajura, al lado del muelle de los barquitos que van a las Cíes. A eso de las seis estaba a tope. Allí se daba cita el “todo
Baiona”. Abuelos sin dientes de piel curtida, jubilados del sector primario,
rapaces renegridos a los que sus madres habían largado de casa, charlistas con
papel de fumar y picadura, mirones… Camino del pantalán, algunos
mariscadores recebaban las nasas o baldeaban las barcas; las mujeres componían las
redes y daban órdenes. Galicia es un matriarcado. Al segundo día vimos como un
pescador se cargaba una gaviota de un remazo. La mujer tiró el guiñapo al agua. Nadie se inmutó (debe ser
frecuente). Le dije a mi hijo que solo la había asustado pero no se
lo tragó.
Íbamos equipados con
ropa de faena, cantimploras, gorras, galletas (nos obligaba mi mujer), toallas
viejas para sentarnos en las tablas. Los primeros días el personal nos miraba
como bichos raros, turistas fuera de lugar. Todavía Nacho llamaba palomas a las gaviotas. Los gallegos son gente reservada pero afable; encantados de hablar largo y tendido de nada; a la
semana nos saludábamos cordialmente.
Hay que tener ciertas
nociones de pesca para ir al pantalán y no salir emplumado: tantear el largo de línea, saber colocar el cebo, cambiarlo con frecuencia, calcular el lastre, elegir el tamaño de anzuelo y flotador. Mi especialidad
siempre ha sido corchear, colocar el flotador en el sitio exacto; pura
intuición, aunque en el pantalán tienes que echar el corcho donde toca. Si pican
hay que tirar a tiempo para que los peces no se coman la carnada y escupan el
hierro. No es difícil engancharlos si andas listo.
Bandadas de
muxes pasaban por debajo; a veces veíamos peces grandes, pero no
picaban aunque pusieras jamón en el anzuelo. Simplemente te veían. El agua estaba sucia de las basuras de los barcos, del combustible y los vertidos
del pueblo. Con suerte podías clavar alguna caballa terciada y sobre todo
chinchos, unos aguerridos pececillos de diez centímetros que salen del agua muy cabreados agitando sus lomos brillantes. Sólo una vez saqué un sargo de
treinta centímetros con la ovación del respetable. Por la noche lo apunté en mi
diario. Sacábamos entre diez y veinte chinchos. Los habría devuelto al agua por
dos razones: primero porque me caían bien, segundo porque no sabía
qué hacer con ellos. Pero el instinto predador de mi hijo se imponía a la compasión que creía haberle enseñado. Lo pasábamos genial; el tiempo vuela, las emociones no paran, es increíble. Discrepo de Nabokov: no hay nada como pescar, ni siquiera
cazar mariposas.
A ratos, mi hijo se
iba a explorar por su cuenta. Una vez le cambiaron la gorra de Adidas por una visera pringosa de Estrella de Galicia. Otra, vino chupando un polo de
fresa de segunda mano.
- Mira papá, volvió
alarmado una tarde, aquel señor se ha cagado en D…
Una tarde vino con la
noticia de que un abuelo sacaba un pez tras otro. Hice un alto y me acerqué.
Así era. De pronto tiró de un cordel y sacó del agua una bolsa de red muy fina
llena de peces podridos. Cuando le pregunté me dijo que los chinchos
que pescaba los dejaba un par de días al relente: la mayoría los metía después
en la bolsa para cebar el sitio. Los que quedaban los ponía en el anzuelo. El
invento me pareció una metáfora de la condición humana pero no encontré la
explicación. Estoy en ello.
Al final del mes de
julio, cuando ya nos tratábamos de tú, un paisano me pidió un trago de las
cantimploras de plástico.
- ¿Es agua? me dijo. Se la pasé y
escupió el trago al mar…
- ¿Pensabas que iba a
estar fría? sugerí.
- No, pensaba que iba
a estar… ¡caliente!
Nacho no entendió por
qué estuvimos cinco minutos aullando de risa.
Solo una vez fue mi mujer a vernos. Duró cinco minutos. Aquel día llevaba de cebo un bote de
gusarapas que había comprado al hijo de mi patrón. Las cogía en la ría cuando
bajaba la marea. Cuando me vio meter los dedos en el bote, ponerlas en el anzuelo
y desclavar el primer pez, me dijo tajante: “No me vuelves a tocar”.
Al anochecer la
expedición volvía a casa. El olor de mis manos era indeleble, a prueba de jabón
y colonia. El niño iba rebozado en la mugre del suelo de madera, apestaba a
sardina y su conversación incluía el repertorio de tacos aprendidos. Mi mujer
miró los peces con aprensión y se negó a meterlos en la nevera. En una ocasión
(desdichada, no pude reprimir la gracia) sugerí que se los regaláramos a mi
suegra que vivía más abajo en la casa de la palmera. Se los cenaban
los gatos del paisano que nos alquilaba la casa. Tras el festín, Nacho al baño y
yo a la ducha de la mano. Lo mejor eran los percebes, las nécoras y la botella de
Albariño sentados por la noche en la mesa del jardín…
La pesca se suspendió
al final de las vacaciones por un suceso evitable. Hay ciertas cosas que un
padre debe aclarar cuanto antes a su hijo. Volvía de la Ramallosa una mañana de comprar el Marca y una botella de ron. Al entrar escuché en la cocina la siguiente conversación.
- ¿Mamá, me puedes
explicar una cosa que papi no ha querido decirme?
- ¿Qué cosa, cariño?
- ¿Qué es hacerse una
paja?
Al día siguiente,
después de la siesta, fui al dormitorio de Nacho pero se había marchado. Una
escueta nota en la mesilla me informaba: “Me he llevado al niño a Panxon a ver
a Marta y Agustín. Volvemos cenados. Vente si quieres”.