Et je serais prince de sang,
rêveur ou bien adolescent,
comme il te pleura de choisir...
Georges Moustaki, Le métèque
Cuando acabé preu, el último curso del bachillerato, los alumnos de letras hicimos el viaje de fin de curso a Andorra, pero antes fuimos a Madrid para visitar el Prado y después a Toledo donde cumplimos con el rito de recorrer los monumentos de la ciudad. Al atardecer, agotados de cuerpo y alma, recalamos en la céntrica plaza del Zoco Dover. Miguel y yo nos sentamos en la mesa de mármol de un café.
De improviso, se detuvo un autobús del que bajaron un grupo de chicas vestidas con el uniforme del colegio, falda escocesa y chaqueta gris. A las primeras que se acercaron (nos fiamos de su brújula) las invitamos a sentarse.
- Esperad un momento, tenemos que decir a la tutora que estamos aquí.
Se llamaban Mali y Macarena. Hablamos media hora con ellas. Eran muy graciosas y tenían acento andaluz. Antes de irse les pedimos su dirección. Vivían en Sevilla e iban al Pilar de Zaragoza. En el último instante Mali me dio su teléfono.
Mantuve con ella una correspondencia de seis años. Nos mandábamos una carta cada dos meses pero nunca la llamé. Contábamos lo que hacíamos y lo que no, los estudios y las vacaciones, las alegrías y las penas, los éxitos y los fracasos, los amores y desamores. A ella le gustaba lo que escribía y a mí imaginármela con la carta entre las manos. Cuando le envié la primera teníamos diecisiete años. Seis años más tarde, en la última, decía que se iba a casar en menos de tres meses. No recuerdo los detalles.
Al final de la primavera, un mes después de conocer su compromiso, viajé a Andalucía (y no por azar) con mi tío Gustavo que iba todos los años a contratar las partidas de aceituna para su almazara de Cuenca. Salía entonces con una amiga, a la que consideraba mi novia, aunque pronto lo dejamos. Un jueves llegamos a Sevilla ya entrada la noche. Al día siguiente, el intermediario nos invitó a comer en una tasca de la calle Sierpes e intentó vender a mi tío la cosecha a base de fino y jamón. Animado por el vino generoso llamé a Mali. Cuando cogió el teléfono no sabía qué decir, pero noté que se alegraba. Quedamos por la mañana en la puerta de la catedral, "a la vera verita de la Giralda", me dijo. Y cuando la vi, Amalia, esbelta como una palmera, morena como una princesa árabe, hermosa como una rosa de abril, los ojos negros llenos de luz y misterio, me pareció la mujer más adorable del mundo…